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La otra tarde en el parque y sin que mediara una razón

Los hechos menos lógicos tienen cabida en medio de la realidad cotidiana, y los mejores deseos se convierten a veces en suceso por obra del destino o de la suerte o de cualquier otra causa del todo imprevista por el lado de los protagonistas. Y aunque, momentos antes de producirse, nos haya parecido un puro sueño o un puro desatino, enseguida llegamos a la conclusión de que todo parecía conducir a ese inesperado acontecimiento y a ese concreto punto y final. Todo parece marchar como sobre raíles hasta que, un día, de repente, surge la grieta espontánea que nos descoloca y que nos desbarata los planes. Fue ayer tarde o, más bien, anteayer por la tarde, cuando precisamente sentí con una fuerza inusitada el golpe de lo irracional, cuando me sorprendió uno de esos sucesos inexplicables, uno de esos encuentros causales y del todo inesperados que van cogiendo, como sin querer, mayor peso y que traen a la postre importantes consecuencias. La otra tarde, yo había salido a la calle a tomar el aire agobiada por el calor veraniego, una circunstancia completamente común, corriente, y, por la zona en sombra del parque que queda al lado de casa, me crucé con un hombre que, en principio, no me llamó la atención, no tuve la capacidad de imaginar lo que podía dar de sí; simplemente pensé que ambos discurríamos por el mismo lado del espacio público en un momento en que la alta temperatura hacía que el paseo estuviera vacío. Yo me sentía libre de preocupaciones, vagaba más bien; caminaba acalorada y del todo desapercibida, por lo que puedo admitir que, desde cierto punto de vista, tal vez resultase, en esos momentos, un objetivo fácil para el deslumbramiento.

Dormían la siesta el resto de los vecinos que suelen utilizar el parque; estábamos en plena ola de calor; y una cosa que sí cabe destacar como circunstancia llamativa era que las ramas de los árboles repartidos por el paseo parecían ceder bajo el peso de un calor tan bochornoso; las notaba como más deprimidas, como más próximas al piso de tierra aplastada. Y recuerdo también que ya nos habíamos cruzado hacía unos minutos el desconocido y yo y que nos habíamos mirado apenas un segundo. Yo llevaba cogida de la mano a mi sobrina, porque mi prima hermana tenía aquella tarde algo muy importante que hacer y la había dejado a mi cuidado. Pero no, ahora que lo pienso bien, creo que no llevaba a Clara de la mano en el momento justo en el que me crucé con el forastero, ahora me parece recordar que no había nadie más a la vista. Yo estaba sola, eso es; ya me empezaba a entrar el aburrimiento, y creo que por ese motivo decidí comprar el periódico. Cuando llegué frente al quiosco que está situado más o menos en el centro del parque, es seguro que ya me había cruzado con aquel hombre a lo largo del paseo y que me había saludado con mucha educación, puede que con demasiada educación. Recuerdo que los hechos concretos fueron que me dirigí a la caseta del quiosco para pedir “El País”, y también que el desconocido volvió a aparecer por el otro lado del seto y que era el único ser vivo que merodeaba por aquella zona. Sin darme cuenta, se nos había acercado por detrás y se estaba ofreciendo a cambiar mi billete de cincuenta euros porque había oído que la dependienta no tenía cambio. Yo le agradecí el detalle también con mucha educación, y fue entonces cuando él me pidió que si me podía acompañar hasta el banco que estaba más cerca y sobre el que la sombra caía de manera abundante. Yo le dije que sí porque creo que, como he dicho, vagaba un tanto somnolienta, porque me pilló desprevenida y porque no se me ocurrió ponerle ningún pero en principio; no pensé que pudiera tramar algo. Era un completo desconocido, pero ya he dicho que aquella tarde yo andaba un tanto fuera de mí por culpa del calor, bastante desapercibida y como en un estado de relajación completa, casi con una sensación de abandono. No se me ocurrió resistirme y menos aún calcular los pros y los contras de lo que podría venir poco después: de la serie de pasos que me iba a ver obligada a dar hasta quedar situada en una posición por completo fuera de lo corriente, fuera de lo que se puede entender como una simple suma de coincidencias.

Nos dirigimos hacia el primer banco libre, es decir, el que nos quedaba al lado, en un instante en que el aire apenas se movía y en el que el calor me parecía todavía más pegajoso. Marchamos el uno al lado de la otra unos metros y nos sentamos juntos en el extremo del banco que quedaba completamente a la sombra. Yo me quejé del calor, creo recordar y, a continuación, abrí el periódico amigo por las últimas páginas, por las de sociedad y de cultura. El extraño permanecía a mi lado, casi rozándome, y se entretenía mirando a ambos lados del paseo con mucho interés, como si fuera forastero en la ciudad y como si todo le resultara, por tanto, novedoso. Leí primero los titulares de las páginas de cine y de televisión y luego alcé la vista para descansar los ojos un momento, para contemplar un rato el verde amarillento de los árboles, la fuente de la que nadie bebía, ni siquiera los pájaros, y las sendas trilladas por los paseantes de las primeras horas del día y de las últimas.

“Veo que no le interesan las páginas de política”, comenzó a decirme sin que yo le diera pie. “Tampoco las deportivas. Seguramente le extrañará mi silencio y, que habiendo tantos bancos libres, me haya querido sentar con usted. Tengo que reconocer que en el fondo nada tengo que hacer hoy; y que no sé cómo llenar estas horas de somnolencia obligatoria”. Y luego, después de una breve pausa en la que pareció coger aire, añadió todavía con mayor descaro: “Lo que ocurre es que no he visto a nadie más por aquí y que me apetece un poco de charla”.

Una ligera brisa empezó a soplar e impidió que continuáramos sudando en nuestro extremo del banco. Yo podía haber aprovechado el tiempo de la siesta para leer, para descansar, o incluso para echar una cabezada; al menos, era eso lo que solía hacer durante las primeras horas de todas las tardes de verano; pero aquel día, no sé por qué, tal vez por variar, había elegido salir a la calle y ponerme a dar vueltas por el parque. Extendí de nuevo el periódico y lo coloqué sobre mis rodillas porque creí que el extraño me miraba las piernas aparentando leer de refilón los titulares. Luego, se me ocurrió hacerle frente; preguntarle quién era y qué pretendía en realidad. Su aspecto me parecía en general el de un hombre cansado o, todavía mejor, somnoliento, como si se acabara de despertar y como si su mente no pudiera reaccionar todavía con plenitud de facultades. Él me contó que era prácticamente un forastero, que acababa de aterrizar en la ciudad y que ni siquiera había buscado un hotel o una pensión para pasar la noche. Pero yo podía ver que no llevaba maleta; tampoco una bolsa de mano, que no llevaba ningún tipo de equipaje. En ese momento deseé haber traído a mi sobrina Clara para evitar la turbación de una situación que me empezaba a resultar muy embarazosa; me veía, no sé por qué, en la necesidad de tomar mayor participación en la charla con el forastero y, al mismo tiempo, no se me ocurría qué decir; era él el que me contaba su vida. La llamé en voz alta. “Clara, Clarita”. Y la niña corrió hacia nuestro banco obediente como nunca y tan alegre y dicharachera como tenía por costumbre.

Mi sobrina se llama Clara, y aquel hombre al que pronto conocí más y mejor me estaba hablando de su vida, de su larga y complicada historia sentimental, porque yo le había preguntado quién era y le había obligado a que descubriera sus cartas. Empezábamos a adentrarnos en una intimidad que no venía a cuento, forzada por la proximidad física y por la soledad del paraje. Sin embargo, cuando Clara se acercó y se plantó frente a nosotros, yo estaba ya muy atenta sin querer a lo que el forastero me estaba diciendo. En esos instantes hablaba de una novia antigua y primera que había tenido en este mismo barrio y de los buenos momentos que, en este mismo espacio urbano, había vivido; y por eso era por lo que no se trataba exactamente de un forastero. Y hablaba también de una inscripción que había hecho sobre el tronco de un árbol y de por qué había venido a recuperar el recuerdo de aquellos momentos de juventud tantos años después. Se le notaba un tanto incómodo durante las explicaciones y a mí me daba un poco de lástima el esfuerzo que tenía que hacer para reproducir con detalle la lejana aventura amorosa. Estábamos prácticamente solos, pero se le veía algo nervioso mientras me relataba con emoción aquellos tiempos juveniles en los que experimentó su primera decepción sentimental. Mi desconocido había sufrido un cambio repentino de actitud hasta el punto de que, sobre su inicial descaro, se había impuesto la sombra de una preocupación que parecía auténtica. Era un hombre que parecía sufrir realmente al desembuchar todas las anécdotas que tenían que ver con una historia de amor que, por lo que iba diciendo, había terminado de una forma muy penosa para él.

Al parecer, en el tronco de un árbol de este mismo parque, había escrito con la navaja su nombre y el de su amada dentro de un corazón atravesado por la inevitable flecha de cupido. Pero, además, debajo de los dos nombres propios y fuera de la línea que reproducía con bastante exactitud el corazón humano, se le había ocurrido la excentricidad de grabar también los apellidos de los dos protagonistas. Me dijo que él se llamaba Pepe López de Espinosa y que había tenido una primera novia que se llamaba Elisa. Hablaba con mucho énfasis de aquella relación, se puede decir que con apasionamiento, y mi sobrina Clara miraba con interés al extraño que seguía contando y gesticulando como si todo lo que nos estaba diciendo lo hubiera experimentado de verdad y le hubiera causado un sufrimiento terrible. El traje de verano que lucía Pepe López parecía nuevo, tal vez lo acababa de estrenar, pero ya se veía arrugado y un tanto sucio por culpa del viaje. Lo más llamativo de su indumentaria era que, en estos tiempos, todavía usaba sombrero sobre los cabellos aplastados por el sudor. Al sentarse en el banco, se lo había quitado, lo sostenía colgando de un dedo y lo hacía girar empujándolo con la otra mano mientras se explicaba. Miraba continuamente los giros de su sombrero mientras hablaba de aquella relación tan triste. Bajo la sombra, se había puesto a hacerlo girar mientras daba fin al relato de su ya lejana aventura.

“Elisa, Elisa, ese nombre me suena mucho”, lo interrumpí. Y en ese preciso instante, una nube cubrió el cielo sobre nuestro banco y, al mismo tiempo, el extraño se calló de manera tajante como si yo hubiera dicho algo que le resultara del todo inconveniente. Al mirarlo a la nueva luz del día, descubrí en su cara los primeros estragos del paso del tiempo, las primeras arrugas y las grandes entradas que hacían retroceder su cabello, que le ampliaban la extensión de la frente; tal vez también el sufrimiento por aquel amor frustrado que al parecer le había condicionado toda la vida.

La conclusión del relato que me acababa de contar era que, en estos últimos meses, Pepe había sentido con terror que el recuerdo de su pasado se le iba desdibujando, y que, a pesar de hacer notables esfuerzos de memoria, la amenaza de olvido de los nombres, incluso de las personas que habían sido importantes para él, se le hacía cada vez más patente, hasta de las caras y de los acontecimientos que más le habían impresionado se estaba olvidando. Se daba cuenta, según su confesión, de que ya no era un jovencito sediento de emociones y de que tenía que prepararse para la inevitable decadencia física y mental. Había olvidado en gran parte cómo era esta orilla del río, los dos o tres parques que quedan de este lado y que le sirvieron entonces como acogedor escenario para sus correrías juveniles. Y en algún momento se había llegado a plantear, incluso, si alguna vez había existido su olmo y la inscripción con el corazón y con la flecha. Al parecer, se había sentido indefenso ante el peligro de que se le borraran los recuerdos de juventud y de caer, de ese modo, por “el interminable vacío que lleva hacia la nada”. Se había sentido miedoso ante semejante perspectiva y había tomado un avión a primeras horas del día para redescubrir el espacio y el tiempo. Un taxi le había traído a este lado de la ciudad directamente desde el aeropuerto y, ya resuelto a todo, se había encaminado hacia el trozo de parque en el que, sobre la corteza del tronco, tenía que estar el dibujo del corazón hecho a navaja.

Su semblante se había ensombrecido un poco más: un poco más todavía al llegar a la parte final del relato. Era solamente una modesta nube oscura, sin ninguna importancia, la que planeaba sobre nuestras cabezas, pero había conseguido descomponer a un personaje que, en principio, me había parecido más bien relamido. Había acabado por fin de contar; y entonces se colocó otra vez el sombrero y se levantó como para despedirse. Nos habíamos cruzado por casualidad un tarde agobiante de julio; había surgido la charla informal y sin consecuencias y, de la misma forma espontánea, por pura casualidad, nos separábamos al final del corto espacio de tiempo que acabábamos de recorrer en compañía. Nada parecía indicar que la cosa llegara a más, sino que, en buena lógica, esto era todo lo que se le podía pedir a una soporífera tarde de verano.

Pepe se enderezó el sombrero una vez puesto de pie. Parecía dispuesto a seguir su camino de recuperación de la memoria por otra parte de la ciudad. Lo cierto era, sin embargo, que se había incorporado solamente para acompañar a Clara hasta el quiosco de los periódicos y de las chucherías. Cogió a la niña de la mano y le dijo que si quería comer algo: un helado o unos caramelos. Por lo visto, el extraño se llevaba muy bien con los niños aunque, por lo que pude deducir de la triste historia de su vida, carecía de familia, todavía no había tenido hijos; pude deducir que tampoco estaba casado. No se marchaba aún; sino que solamente hacía un paréntesis en la conversación para agasajar a la pequeña Clara. Yo no lo había reconocido hasta aquel momento, pero, de pronto, viéndolo alejarse de espaldas, descubrí que efectivamente era él, que no cabía ninguna duda, que era Pepe López de Espinosa, el poeta de la clase de primero de bachillerato. Habían pasado más de veinte años, muchos años en realidad, y la verdad es que su aspecto se había transformado hasta el punto de que, al primer golpe de vista, no parecía el mismo Pepe. La diferencia estaba en que llevaba un atuendo tan correcto –con corbata, con sombrero, con el cuello de la camisa limpio–, que, en el primer momento, había conseguido despistarme. Este Pepe era el mismo muchacho que escribía poemas de amor al dorso de los exámenes de ciencias naturales, que luego hacía pasar de mano en mano hasta unos bancos más allá, hasta donde se sentaba mi prima, mi prima Elisa. El que sólo aprobaba las “marías” y que, sin embargo, coronaba la “o” con un rabito tan característico y de tanta personalidad; el mismo Pepe cuya inspiración, en poemas largos y siempre tristes, hacía las delicias de sus vecinas de pupitre. El que lucía siempre esa pose tan cursi y tan de poeta con ínfulas.

Mientras se alejaban Pepe y Clara hacia el quiosco, yo perdí todas mis prevenciones. No me cabía duda de que conservaba su antigua figura, sus escurridas caderas, aquella misma forma un tanto atolondrada de mover los brazos a la hora de dar las explicaciones. Era el viejo Pepe López, más conocido por Espinosa. Todos le llamábamos por el segundo apellido, y algunos incluían con sorna el aristocrático “de” que le distinguía del resto del alumnado. Había venido, sacudido por el bandazo de la nostalgia, a caer en mi parque y se había acercado a revisar la inscripción en el olmo. En el centro del bosquecillo formado por diez o doce madroños de gran altura, había un claro por el que Pepe y Clara se alejaban y se difuminaban entre la bruma que comenzaba a levantarse y que sólo se podía apreciar desde la distancia, desde la perspectiva que me proporcionaba mi posición en el banco.

Ya desde varios kilómetros por encima de la ciudad, Pepe había reconocido la avenida y el parque al lado del río. Y todos los recuerdos que creía olivados, o por lo menos en trámite de disolución, habían acudido en cadena a su memoria mientras sobrevolaba la ciudad y mientras el avión practicaba la maniobra del descenso. Me había dicho que me había reconocido al instante, nada más verme, aunque solamente hubiéramos coincidido un curso como compañeros de aula. Y me había asegurado además que, al reconocer las plazas y las calles que habían sido también suyas, le había venido la seguridad de que, más pronto que tarde, me iba a encontrar a mí, precisamente a mí, la compañera de clase de la que, según él, más se acordaba. Aquella última afirmación suponía un gran riesgo por su parte pues, por supuesto, yo no me iba a creer sin más que se acordara de manera especial de mí. Otra vez había sacado a relucir el descaro que le era tan característico como la fantasía o como la facilidad de palabra: todas esas señas de identidad que cuadraban tan bien con su ridícula pose de poeta.

Cuando Pepe y Clara volvieron, él iba haciendo gestos grandilocuentes para explicar a la niña algo que, desde mi asiento, yo no podía oír. Entonces comprendí que era el mismo muchacho charlatán y embaucador aunque ya no fuese precisamente un muchacho. Clara parecía impresionada por el derroche de elocuencia, aunque sin dar demasiada importancia al contenido de las prolijas explicaciones que le caían encima. Seguían avanzando una al lado del otro de vuelta al banco y entonces, de repente, Clara le tomó la delantera y le dio la espalda. Y, aun así, de Espinosa continuaba hablando y gesticulando por detrás de un auditorio mínimo y que, además, daba precisas señales de haber emprendido la huida. Recuerdo que, de estudiante, siempre se crecía ante la adversidad; aunque nadie lo secundara en sus propósitos, una característica de su forma de ser era que se las ingeniaba para convencerse a sí mismo de la importancia de sus teorías, de que sus iniciativas y sus opiniones valían mucho la pena.

El calor había disminuido algún grado, así que me recogieron y nos pusimos los tres a caminar en dirección al manso río que sirve de límite al parque. Tuve que limpiar la porción de helado que le cayó a Clara sobre el vestido de salir de paseo porque el calor hacía derretirse el hielo a una velocidad vertiginosa. Tomamos el sendero más estrecho, el que avanzaba entre dos altos setos, y por allí bajamos hasta la playa que forma un meandro del río y donde varios bañistas se zambullían y se tendían a continuación para secarse al aire. Pepe extendió su pañuelo y se sentó sobre el borde del fatigado curso fluvial. Clara se sentó con él para devorar el helado con más calma. Al parecer, Pepe quería extraer del rumor del río, apenas perceptible en la estación más seca, algunos recuerdos de otras tardes de verano y corriente también escasa, ciertos viejos pasajes que le tranquilizaran el remordimiento que le producía la pérdida parcial de la memoria. Luego, volvió la cabeza y me miró a los ojos. Yo permanecía unos cuantos metros por detrás pero muy atenta a todo lo que pudiera hacer o decir este antiguo compañero de clase.

La novedad me había despabilado; me había despejado la mente del todo. Pensé que mi sobrina podía ser su hija, la que hubiera podido tener con mi prima si se hubiera consolidado la relación entre Elisa y de Espinosa. Si los dos se hubieran comportado con menos ímpetu, con menos escenas dramáticas, si sus caracteres no hubieran sido tan incompatibles. La hija que no tuvieron porque, una tarde, de Espinosa se marchó definitivamente de nuestras vidas con un odio hacia Elisa a la altura del amor que los había emparejado. Todavía se recordaba en el barrio el tempestuoso noviazgo y la dramática separación. Todos los conocidos estuvimos presentes en el momento en el que el poeta empezó a despotricar contra su novia de toda la vida con una violencia que no le habíamos visto y que tampoco le suponíamos. Y, a partir de entonces, pocos meses después, tal vez un año, dejamos de ver a Pepe López. Según me acababa de contar, se había dedicado desde entonces a unos negocios que le habían producido un éxito discutible, pero que le habían proporcionado, y a la vista estaba, un aspecto mucho más cuidado y más distinguido. Extendí algunas hojas del periódico amigo y me senté con él sobre la arena de la playa ya sin ninguna inquietud. Estábamos tan cerca que yo podía sentir su respiración; casi oír sus pensamientos. El aventurero arrojó sobre la corriente una ramita de árbol recién desprendida pero que ya empezaba a secarse. Aún conservaba un par de hojas verdes que se habían arrugado sobre sí mismas al separarse del tronco principal.

El agua se movía apenas y, en consecuencia, la ramita tardó varios minutos en perderse tras el siguiente recodo del río. De Espinosa se giró para decirme, con ese estilo retórico que lo caracteriza, que llevaba mucho tiempo esperando el momento de volverme a ver y que él había cambiado mucho, que ya se había serenado. Yo estaba tan cerca que notaba su respiración y hasta creía sentir su angustia. Adivinaba en sus ojos que estaba siendo sincero, que parecía cierto el cambio operado en casi todos los aspectos de su persona. Lo que quería decirme, con algunos rodeos en él tan naturales, o lo que yo quise entender por lo menos, era que no me había olvidado sino todo lo contrario, y que, en alguna medida, yo era su recuerdo más sólido, y que volvía para encontrarse conmigo. La historia de la pérdida de memoria y de la identidad era, en consecuencia, más bien una estratagema, una excusa que se había puesto a sí mismo, ya que lo que deseaba en el fondo era volverme a ver. Y claro está que todo eso me hubiera resultado una broma de mal gusto si no hubiese sido porque parecía confesarlo con el corazón en la mano. Me dijo, poco más o menos, que ya no era el joven romántico, desesperado y que, en consecuencia, estaba seguro de que lo que quería era estar cerca de mí sin desesperación y sin romanticismo, que todos estos años me había tenido metida en la cabeza y que, además, desde siempre me había admirado aunque no se hubiera atrevido a confesármelo durante aquel curso en el instituto. Y yo aún no me lo podía creer; todo resultaba bastante increíble; no entraba en mis planes para aquella tarde de julio semejante derroche de sincera emoción. Lo que me estaba queriendo decir era que, ya entonces, incluso cuando estaba saliendo con mi prima Elisa, era a mí a quien quería en el fondo y a quien estaba más unido.

“Qué barbaridad, que estupidez, qué falta de oportunidad y de juicio”, le tuve que decir en un tono bastante airado con el propósito de frenar su impetuosa declaración. Pero Pepe no acusó el golpe sino que, muy al contrario, me cogió una mano, me la apretó con fuerza, se levantó y tiró de mí en dirección al centro del bosquecillo de los olmos para mostrarme su secreto.

Parecía muy seguro del camino a seguir, casi me arrastraba, pero, al llegar frente a los primeros árboles, vaciló antes de adentrarse en la espesura. Los setos han crecido mucho por esta parte y casi tapan el espacio libre que cruza por en medio del grupo de los olmos. Pepe se metió en medio de la maraña y separó las ramas con sus brazos. Me dijo “entra y mira”. Y yo me acerqué sin recordar que hubiera visto alguna vez un corazón dibujado por esta parte del parque. No tenía mucha fe en la seguridad que manifestaba su tono de voz, pero allí estaban en efecto el corazón, la flecha y, formando parte del cuadro, los nombres de Pepe López de Espinosa y otro nombre al lado que no era el de Elisa Prado López, que es como se llama mi prima, sino un nombre propio que no se leía bien y a continuación los apellidos Prado González. Estos dos apellidos son los míos; y de eso no me cabe duda porque yo no tengo hermanos ni hermanas. El hecho insólito parecía cierto en toda su extensión y tomaba las dimensiones de un verdadero acontecimiento. No parecía agotarse la lista de los sucesos imprevisibles que me estaban esperando aquella tarde en el parque, tanto era así que decidí que ya sólo me quedaba dejarme llevar por las novedades sin número y por el cúmulo de deseos durante tanto tiempo aplazados.

Fue ayer, bueno, más bien antes de ayer, cuando se produjo el hecho insólito de encontrarme con el poeta Espinosa. Hace prácticamente un par de días Pepe tomó el avión de regreso a la ciudad donde reside ahora después de dejarme dicho que me iba a llamar. Estoy segura de que no han pasado siquiera 50 horas desde que nos vimos junto al quiosco y nos pusimos a hablar como desconocidos. Ha vuelto a aparecer el mismo Pepe, el de la clase de primero de bachillerato y, por unos momentos, antes de ayer, me sentí la misma alumna un poco boba que, en secreto, admiraba a este poeta y a sus continuas extravagancias. Yo era por entonces tan cursi o puede que más cursi aún que el joven de Espinosa. Recuerdo que, desde el primer día que coincidimos en el aula de primero, me hicieron gracia sus excentricidades, me sorprendieron sus salidas de tono; tengo que reconocer también que su romanticismo exagerado me llamaba la atención sin motivo, que cuando Pepe se me acercaba dentro del instituto o en el patio a la hora del recreo, me quedaba sin habla.

Gaspar Jover Polo, España © 2022

joverpolo@hotmail.com

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