No consiguió salir, pero esa noche padeció el signo definitivo de que la cosa se estaba poniendo mal pues ya no era dueña de sus reacciones. La otra dimensión le aportaba un aliciente nuevo y la ayudaba a llenar el tiempo que pasaba en soledad. Era consciente de que se trataba de simples alucinaciones y, al mismo tiempo, tenía que conformase con esa actividad secundaria que, bien pensado, tampoco estaba mal para sus muchos años de vida. Le entraban por un lado las alucinaciones inesperadas, súbitas y, por el otro, mantenía su creencia firme y sosegada en la vida que la esperaba en el Cielo. Se sorprendía de todo ese mundo cambiante y artificial que se le ofrecía sin avisar. Abría el armario y veía, al fondo, un salón grande de baile lleno de parejas de danzarines. Había perdido gran parte de la vista y del oído, pero ahora estaba al borde del desequilibrio y todos creían que entraba también en la pérdida de sus facultades mentales. Tenía sus reparos sobre la alucinación pero se conducía, en definitiva, como si la realidad paranormal fuera más auténtica. Contaba el tiempo que le quedaba y lo cifraba en semanas o, como mucho, en meses, pero esa conclusión no parecía afectar a su interés por la vida.
Intentó hacer marcha atrás, refrenar la imaginación, pero los desconocidos se le aparecían con mayor frecuencia hasta que llegó el momento en que cobraron forma también por el día y cuando estaba sentada en la mecedora. La televisión quedaba lejos y con un murmullo apenas perceptible desde su lado de la salita. Por en medio, estaban la mesa, las cuatro sillas que rodeaban la mesa y las fotos de los seres queridos. No tenía que cerrar los ojos, ni siquiera eso, pues la cualidad menos normal de las extrañas imágenes estaba en que solían mostrarse cuando tenía los ojos abiertos. Oía voces, se alteraba y allí estaban todos, ellos y ellas, tan razonables si se puede decir de esa manera tratándose de visiones. No podía asegurar que desplegaran una gran conversación, pero estaba segura que hablaban entre sí. El diálogo de los aparecidos resultaba breve y concreto, y tenía además la rara cualidad de que, cuando desaparecían, la abuela no se podía acordar de lo que se habían dicho. Y como ella no se acordaba ni siquiera de una frase, es difícil que podamos reproducir las conversaciones de los extraños. Hablaban muchas veces todos al mismo tiempo y con una expresión tan nítida en el semblante, que el significado de las palabras tenía menos importancia. Lo mismo sucedía en el gran salón de baile, entre el sonido de la música y el roce de los pasos. Era como un eco, una impresión de conversación más que sílabas organizadas. Podía parecerle poco una vez sucedido, apenas recordaba alguna frase fuera de contexto y algún monosílabo en particular, pero todos esos diálogos la llenaban de admiración sin distinguir el significado. La soledad ayudaba a las apariciones pues la anciana pasaba la mayor parte de los días aislada con sus recuerdos, salvo los fines de semana en que acudían a visitarla algún vecino y algún conocido. Se juntaban a veces cuatro o cinco visitas a la vez y así era imposible que los otros ocuparan el espacio de la sala de estar.
Los hijos llegaban todos los días para hacer acto de presencia, lo suficiente para comprobar que la abuela seguía bien. No experimentaba adelantos en cuanto a su estado de salud, tampoco importantes retrocesos en una situación que se podía considerar como estable. Los hijos eran también ancianos, unos ancianos que no podían desprenderse de sus propios achaques para prestarle mayor atención. “Qué tal abuela” “Cómo estás abuela”, “Quieres que te traiga ya la merienda”, y eso era todo lo que solía escuchar aunque ella se preocupara de responder con una sonrisa ancha a todas las muestras de cariño. Era incluso peor pues hablaban entre ellos y la anciana no podía entender las conversaciones. Y en cuanto las visitas de carne y hueso se retiraban, las visiones tomaban confianza y aparecían por el cuarto; daban lugar a situaciones y espacios que ella no recordaba haber disfrutado ni siquiera en su juventud. Entraba en el marco incomparable del elegante salón de conciertos, se veía de pie en medio de la sala de juego del gran casino o dentro de otros espacios no menos monumentales.
La abuela tenía, por un lado, su fe religiosa; por otro, las alucinaciones de las que no podía desprenderse en una colisión de intereses cada vez más rotunda. Una vez soñó despierta que los espejos se sucedían alrededor de la sala de baile, que reflejaban no sólo a los bailarines sino también las columnas pintadas de negro y las mesas de hierro y de mármol. Era un conjunto en el que el negro y el blanco se alternaban como únicos colores aunque las imágenes del sueño no fuesen en blanco y negro; destacaba el blanco de los mármoles y el negro de las columnas; el blanco de los trajes femeninos y el negro del atuendo característico en los caballeros por un espacio en el que, además, la luz esplendorosa de la sala contrastaba con la noche oscura del otro lado de los ventanales. Podía sonar la música también fuera del salón pues eran los días de fiesta dedicados al santo de la localidad, y lo más curioso era que ambas músicas se completaban aunque fueran de tan distinta naturaleza. Las arañas del techo lucían con mayor brillo sobre los cuerpos en movimiento, sobre las finas prendas femeninas y sobre los robustos hombros de los señores. Y esta bella visión la atrapaba en particular porque era portadora de un magnetismo imparable.
Eran alucinaciones cada vez más claras, más diáfanas y no tenía que hacer ningún esfuerzo para concentrarse en la situación. A veces creía que había dado el salto al más allá, que se había muerto sin sentir, pero los fantasmas desaparecía a los pocos minutos, podemos decir que la soltaban, y entonces la salita recuperaba el aspecto de todos los días y se posaba otra vez la capa de lo cotidiano. Como si se hubiera sometido a una cura de desintoxicación, reaparecía la parte menos ágil de la existencia que, al parecer, estaba al lado mismo de lo que constituían experiencias únicas. Esos seres se iban sin despedirse pero ella no volvía del todo a la otra vida, a esta vida, porque la alucinación era tan clara, que podía pasarse varias horas analizando lo que acababa de ver. ¿Era un pecado disfrutar tanto con aquellos seres de tan dudosa procedencia, con aquellas veladas misteriosas y rebosantes de armonía? No se lo había contado a nadie, ni siquiera al sacerdote en confesión, pero un fondo de preocupación le embargaba un ánimo que siempre había sido muy entero. Se sentía culpable al mismo tiempo que no podía dejar de esperar el momento de las apariciones intrusas, de las imágenes en movimiento y de las formas dinámicas y llenas de vitalidad de unos seres que parecían tenerla en tan alta consideración y que la rodeaban como si ella fuera el centro de la curiosidad. Qué poco le importaba no volver a la vida corriente durante los momentos de éxtasis. Y al darse cuenta de semejantes pensamientos, una ráfaga de escalofrío le recorría el espinazo, las carnes magras y flácidas, los huesos que empezaba a sentir como si fueran de otra. No sin remordimiento deseaba que se la llevaran hacia algún sitio. Un paso más hacia el fondo del salón negro y blanco, hacia donde estaban los servicios de las damas y de los caballeros, y ya no abría para ella vuelta atrás. Y golpeaba el cristal de la puerta con el bastón cuando las visiones se iban para que no la dejaran sola con la añoranza que le producían los recuerdos.
Lo cierto era que, desde el momento en que había sentido la necesidad de oír y ver a esos seres, el salto había comenzado y no paraba de crecer. Ya no eran dos o tres apariciones, era un constante tráfico y una populosa multitud con la que se sentía todos los días acompañada. Aparentaba en público una gran simpatía, la misma entrega a los hijos y a los nietos que le hacían la visita, a los pocos amigos que le quedaban vivos, pero estaba fuera de juego o en otro momento del final del juego, en un estado que se podría decir ribereño a la locura. En el fondo, no hacía caso a nadie salvo a los otros, a los personajes imaginarios, a las amistades recientemente adquiridas que le hablaban como en jerga, a los atentos caballeros que aparecían tan bien equipados para lucir en el baile.
Estaba mustia, desentendida e incapacitada para llevar la actividad enérgica que había tenido por costumbre. Sólo le interesaba lo que venía del más allá aunque los hijos la llamaran al orden, a la disciplina habitual de las meriendas y de las cenas. Sentía, al final del desfile de los elegantes, la embriaguez de la euforia como si acabara de bailar ella también. No se movía de su cómoda mecedora o del blando sillón, pero notaba el hormigueo en los píes que siempre le había quedado como regusto al final del vals. Luego intentaba asociar las caras de los desconocidos con las personas que había tratado en su vida. Solamente detalles muy secundarios le servían de relación y le dejaban una sonrisa astuta. Los detalles, las palabras que se habían dicho en la llamativa reunión de los fantasmas eran una obsesión que no le llevaba a ninguna parte en el sentido de corroborar una tesis o de establecer un parecido. Estos seres imaginarios hablaban de forma elegante, aparecían bien vestidos pero no correspondían ni al pasado ni al presente del mundo. Hablaban español, tenían una dicción armoniosa, pero no podía repetir lo que acababan de oír, no podía recordar nada de lo que se habían dicho. Tampoco se despedían hasta la siguiente cita, hasta el momento en que volvieran a aparecer sin ton ni son, sino que simplemente ya no estaban.
Debía de ser una experiencia difícil por contradictoria pues, en realidad, ella no quería desprenderse de eso aunque a menudo protestara por el gran poder de la imaginación. Decía prepararse para el tramo final de la vida y, como una Alicia vieja en el país de las alucinaciones, como una niña nonagenaria que vuelve a recobrar la capacidad de imaginar, lo que quería de verdad era atravesar el fondo del armario para seguir a los desconocidos por el mundo auténtico que está más allá de las barreras. Parecía segura de que ya no tenía nada que hacer; era consciente de que su último día estaba próximo, así que se preparaba para el gran salto con los cinco sentidos al mismo tiempo que se sentía arropada por los desconocidos. No se lo confesaba a casi nadie pero estaba segura de que todos ellos llegaban para quedarse, que tenían un fin, que se presentaban para rodearla con sus atenciones y para ayudarla a pasar el último mal trago. En su imaginación, ya estaba a punto de morir, agonizaba y, sin embargo, bailaba y bailaba en medio del salón de los espejos y, de este modo, pasaba el puente casi sin darse cuenta.
No lo quería reconocer pero las sofisticadas visiones le parecían compatibles con el amor a Dios y con la religión. Estaba tan segura de eso que las consideraba como unos seres enviados desde el Cielo para socorrerla. Se justificaba con diferentes razones pero no podía engañar a nadie en su propósito. Su locura era también una justificación descabellada de un capricho de nonagenaria. Hacía coincidir sin rigor los dos planos de su existencia y, en sus largos ratos de ocio frente a la pantalla de la televisión siempre encendida, hacía trampa y relacionaba a Dios con sus invenciones para que pudieran avanzar juntos por el último tramo. Su preocupación principal era que, en esos momentos definitivos, no la dejaran sola.
Gaspar Jover Polo, España © 2008
joverpolo@hotmail.com
Gaspar José Jover Polo es español, residente en España, profesor de lengua y literatura en la Enseñanza Media, autor de cuentos, novelas y también algún ensayo. Le gustan y le entretienen a la vez los autores que no se conforman con vender libros, ni siquiera con vender muchos libros, novelistas como Cortázar, Miguel Ángel Asturias y poetas como Carlos Germán Belli, Oliverio Girondo y muchos otros.
Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar
Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar
Otros cuentos del autor en Proyecto Sherezade: