En tales menesteres de la existencia estaba ocupado Tancredo, acodado a la repisa de la ventana de su habitación. Afuera, el caer incesante de las hojas motivadas por un incipiente viento del otoño, eran el acicate idóneo para incrementar sus ya lejanos recuerdos. El persistente roce de la hojarasca sobre el áspero asfalto, se mezclaba con la animación de voces y ruidos que llegaban desde la calle.
Era lo mismo cada víspera del día de muertos. Las palabras del tío Ignacio le llegaban desde alguna remotidad de recuerdos...
«Si levantas la pluma del suelo y la guardas en tu caja de lápices, podrás conservarla por el tiempo que quieras, por una eternidad si se quiere, ya que la estarás alejando de la tierra y de todos los elementos que terminan por descomponer las cosas, volviéndolas pasajeras y breves...»
Era lo mismo de siempre. Eventualmente, y en especial cada primero de noviembre, Tancredo evocaba a su tío, y aquellas palabras volvían a tomar forma en el tránsito de su memoria.
Y ahora que su tío no era más que una sombra, la sombreada memoria que los muertos tienen para nosotros, huérfanas habían quedado aquellas palabras que, en su momento expresadas, habían impresionado a Tancredo cuando apenas era un niño.
Recordaba en detalle la pluma: de un verde encendido y ribeteada de amarillos tenues vistosa al ojo, y muy común a los loros del trópico. Argenis ya era viejo para entonces. El tío Ignacio lo había adquirido en el muelle de San Diego a un precio ventajoso. De continuo, el charlatán se divertía viendo caer sus viejas y decrépitas plumas, en tanto se balanceaba en su columpio, y por ese sin sentido de la loca ley de la gravedad. A veces, y en muy contadas ocasiones, una inusual y joven pluma caía desde el añoso plumero, suspendiéndose en un inquietante zigzagueo, hasta dar de “revolión” con la losa del piso. Una de estas noveles plumas, por cierto, había sido el objeto de disertación del tío Ignacio hacia su sobrino. El chico, decididamente impresionado en su fuero de fantasías, dio en guardar el arcano de tal revelación en el fondo del maderamen de su caja de lápices. «Si el tío así lo quiere», había considerado entonces el muchacho más para complacer a su tío que por otra razón incomprensible a su corta edad.
Allí permaneció la pluma hasta la muerte de su tío; muerte a la sazón muy dolorosa, a causa de una terca enfermedad invasiva. Tancredo recordaría para siempre, los extenuantes velorios de la familia, hasta verlo reducido a una marisma de carnes putrefactas y corrompidas.
«¡Qué terrible era la muerte!», había razonado en su momento el niño, impresionado al extremo por el devastador óbito de su tío.
Algún tiempo después decidió liberarse de la pluma y de sus afanes de inmortalidad. ¡Todo era una falacia!, lo de las pretendidas inmortalidades, mentiras y naderías, sólo eso. Recordaba haberla dejado escapar por la libre, a los caprichosos devaneos de un viento cálido de la canícula de agosto, y que la arrostró con marchosa indiferencia, hasta dejarla por ahí, entre los elementos que procurarían su perdición. Este proceder, aunque le pareciese justo en su momento, no había dejado de inquietarle con insistencia. ¿Había obrado, acaso, a la ligera al desprenderse de la pluma? Al fin y al cabo, esta formaba parte de un legado y de una época irrecuperables de su vida; pero el tío Ignacio y Argenis ya no estaban, eran, si se quiere, sólo sombras tan leves e intermitentes como la pluma que, librada a su azar, lo impelían a pensar en despojos de pasada vida y de pretéritas esencias.
Tancredo pensaba, en tales trances, que algún mal día él mismo empezaría a ser también el sombreado recuerdo en la memoria de alguien. «¡Maldita sea!» Pensaba con inquietud...
Miraba, el atribulado joven como, afuera, el viento de la tarde arreciaba en toda su longitud de Céfiro delirante que a cada momento amenazaba con partir la cintura de los árboles.
Un frío incipiente, no obstante, abría sus bocanadas jóvenes sobre el lomo de un viento cálido y decrépito; el otoño principiaba a lucir sus arrebatos. Ajeno a todo ello, un Tancredo atosigado por los recuerdos dispuso salir.
Pareció no escuchar a su madre cuando le preguntó si volvería tarde. Quería el desahogo de la calle, y hacia ella se dirigió.
Ahora que ya frisaba sus treinta años, sopesaba que a su edad ya su padre tenía una familia consolidada, y poco le faltaba para levantar en brazos a su primer nieto. «Decididamente hoy me siento solo», consideró a las puertas mismas del camposanto.
El cementerio se encontraba bastante animado, valga la expresión, esa víspera de muertos. Con los mausoleos recién pintados y las placas de los epitafios pulcras y desoxidadas, el natural patetismo del lugar mejoraba en algo. Se notaba un buen número de obreros ocupados en las mejoras al ornato y embellecimiento de la necrópolis. Aunado a ello, los túmulos de cemento y mortero y las artesas colmadas en las manos operarias, se esmeraban al máximo en poner presentable la obra gris, víctima “ad perpetuam” de la porosidad epidémica con que el tiempo ataca las moradas de los difuntos. Algunos deudos, empero, decidían ahorrarse el estipendio, y se dedicaban por cuenta propia, y con especial esmero, a ornar los recintos de sus finados. Estaban también los otros, que como Tancredo, colocaban los manojos de toda laya en los jarrones de mortero adosados a las tumbas. Para la consecución del homenaje floral, pagaban unas monedas al “aguador”, que no era otro que el propio sepulturero y su parentela, que se ganaban un jornal extra en tales faenas.
Ya a solas ante la morada de su tío, el joven observó a algunas personas, muy pocas si se quiere, por aquellos predios, dado que el sitio que albergaba el mausoleo familiar distaba de estar entre el conglomerado central de la villa fúnebre, y donde reposaban los muertos ilustres de la gente principal de la ciudad. ¡Qué frivolidad! Tancredo sabía de buena ley que aquello no pasaba de ser una trivialidad. A sabiendas, y para que se sepa: qué era la muerte si no el menoscabo mismo de todo lo material que en vida se acumula, el abandono de todas las cargas y artificios que la existencia nos impone, hasta hacernos leves como cada una de las plumas del recordado Argenis..., un recuerdo apenas, sin peso, porque los recuerdos que de ellos quedan no tienen volumen ni sustancia, son sólo imágenes sucesivas que transitan a veces por el espacio, a veces por los sueños. Pensaba también en el tiempo, en los casi veinte años que habían transcurrido desde la muerte de su tío. ¿Y qué era todo ese tiempo? Mucho y nada, tal vez la conciencia misma de un devenir de memorias que lo atosigaban con cierta constancia.
Sin importarle quién pudiera escucharlo, sintió la necesidad de exteriorizar su enfado o lo que fuera, con el inexorable fluir de un tiempo indiferente y fugaz.
—Y, ¿qué es el tiempo?, ¡nada!, una sumatoria lineal de acontecimientos, de imágenes aparentes; como quien dice, ¡nada!, una sumatoria lineal de mierda, y así hasta el infinito...
—¿Qué ha dicho usted? —preguntó una alarmada voz femenina desde el rellano de una tumba vecina.
—Eso debe haberlo sacado de un libro maldito... Argumentó un hombrecillo asomando una descomunal cabeza por el vértice de una cruz celta a sus espaldas.
—Las cosas que una tiene que oír. Balbuceaba una vieja desde un montículo floral. Desde otro punto impreciso se oían risas apagadas.
—Hum, sin duda ha pensado usted en voz alta, y ya ve la que se le vino encima.
Tancredo concentró la atención en la chica que lo miraba con curiosidad. La veía con el ojo escrutador del buen fauno. Vestía de rojo ceñido al cuerpo y de una sola pieza. El traje lograba resaltar una torturante belleza. Remataba el fasto conjunto un sombrerito corte de obispo, y desde el cual se desprendían unos sedosos risos de un castaño encendido. Su regular estatura acentuaba una silueta de ensueño, de artesanales curvaturas y una distribución anatómica inclinada a la perfección. Deliciosa chica por donde se apreciara; turgentes formas condensaban aquel conjunto que remataba una tez aceitunada y resplandeciente. Ni que decir que Tancredo se sentía embelesado ante aquella magnificencia expuesta del bello género.
—Me pasa que suelo pensar en voz alta, a veces —dijo un poco apenado.
—No tiene que disculparse. Convino ella.
—Tancredo Medina.
—Viviana Camacho.
Concretada la formalidad que a menudo reviste a todas las presentaciones, la conversación tomaba su propio vuelo.
—Era mi madre.
—Era mi tío Ignacio.
—Bien se ve que lo quería usted...
—Siempre me cargaba en hombros, era fuerte como un titán hasta que la enfermedad lo acabó.
— A mi madre la perdí casi tres años atrás, fue un golpe muy duro, tuvo un accidente cuando iba con mi padre, él bebía siempre, fue muy irresponsable de su parte.
—Siempre se recurre a las amistades en estos casos...Todos nuestros conocidos están muy lejos, en nuestro país de origen... tuve que afrontarlo sola, eso y lo de mi padre...
— Y su padre, ¿no vino con usted?
— Apenas si sé de él..., se largó al tiempo de suceder aquello..., siguió en lo de la bebida..., es un hastío, no quiero hablar más del asunto, ¿quiere?
—Pues, si en algo puedo serle útil... Remató el joven.
Decidieron salir juntos del lugar. Tancredo, que de repente había empezado a sentir una leve comezón recurrente en su ojo izquierdo, asociaba el fenómeno con un guiño que, salido desde el misterioso mundo de lo ignoto, le enviaba el tío Ignacio para mostrar un beneplácito ultraterreno hacia la abierta y conveniente potestad surgida de aquel encuentro.
«Ya se verá, tío, ya se verá», pensaba el muchacho animado por tan disparatada ocurrencia.
Ya a la puerta de la necrópolis, Tancredo y Viviana entrelazaban promisorios lazos de amistad. Él, no obstante, trataba de ocultar muy bien cualquier asomo de un ansia evidente, (no parecer un zángano al acecho era prudente y oportuno); ella, en tanto, intentaba mostrar un conveniente recato y no dar indicios claros ante una eventual complacencia hacia el joven.
«Tanta vida hay en esta chica, tanta vida en medio de esta villa de muertos» Pensaba con justeza Tancredo. Pensaba también en lo perentorio de buscar otro sitio más a propósito, donde compartir con aquella chica, un lugar más compatible, si se quería, con la porosidad de la vida que a raudales surgía de aquella diosa. En todo ese tiempo, Viviana, en tanto, seguía a Tancredo, con muestras de una simpatía que ya se le dificultaba disimular, empatía creciente y deseosa, quizás, de prolongar la conversación en otra parte.
El caso es que Tancredo, con tantas aprensiones que surgían de la belleza de Viviana y su tácita inexperiencia, no terminaba por decidirse.
—¿Disfruta usted del viento? —dijo de pronto la chica, dispuesta como estaba a quebrar un silencio que, surgido de pronto, amenazaba con prolongarse. Viendo el desconcierto que sus palabras habían producido en el joven, se decidió a continuar—. Parece que el viento, por alguna razón desconocida, al menos para mí, tiene un poder capaz de abstraerlo a usted, como si lo sacara del mundo o, cuanto menos, lo hace olvidarse de todo, incluso de mí, hasta el punto de no recapacitar, ni mucho menos, en el hecho de que estamos en el peor lugar para que un hombre y una mujer se sientan cohibidos para hablar de asuntos más interesantes y personales, ¿no le parece?
Tancredo escuchaba a la muchacha abstraído, como ya lo estaba, por el incesante balanceo de las flores del camposanto. De pronto, percibía en ello que toda esa agitación nacía de manos invisibles, de voluntades chocarreras que las agitaban a su antojo. Simultáneamente, casi consideraba inaceptable tan desaforada conclusión, más cercana, si se quería, a un desvarío sin fundamento. Optó, en cambio, por actuar sin demora.
So pretexto del abigarrado ambiente, le pidió que fueran a tomar algo. Viviana accedió convencida. Siendo que el lugar elegido distaba a unas cuantas cuadras del camposanto, la caminata, en tales condiciones, no sólo servía para estirar las piernas, servía también, y esto parecía ser mejor para ambos, para estirar la conversación hacia otros derroteros. Platicaban sin inconvenientes y con asombrosa sinceridad, de ciertos puntos en particular y hasta de sus comunes aficiones. De toda suerte que la amistad naciente, derivaba hacia una equidistancia de criterios, por así decirlo, en tanto se creaban las bases sólidas de una promisoria relación. El tiempo, el escaso tiempo, haría lo demás; mientras una brisa otoñal ya triunfante, se empeñaba en incrementar sus profundas bocanadas de un viento renovado y frío.
Ya relajados entre el lío de sábanas, Viviana se mostraba gratamente sorprendida de la escasa o nula importancia que Tancredo concedía al hecho de que no fuera virgen. Libre pensador como en realidad lo era, el joven había zanjado el asunto con filosofía. «Debe ser una carga muy pesada...la de la virginidad», había dicho sonriendo. Viviana, en cambio, lo besó con ternura. Él, por su parte, se sentía poseído, de pronto, de una levedad fortuita. ¿Qué papel jugaba aquella chica en su vida? Se preguntaba una y otra vez. Se estremeció al recapacitar en el hecho de que hasta hacía poco tiempo no sabía siquiera de su existencia. ¡Qué extraño era todo aquello!
—¿En qué piensas? —la sedosa voz de la chica lo acercaba a un presente inédito, de vivas emociones—. ¿En qué piensa, anda, dímelo? —insistió ella.
—En nada que valga la pena —ahora pensaba en la eternidad (no obstante quería evitar exteriorizar el tema con Viviana); pensaba en la eternidad que nos somete a sus leyes incomprensibles. La eternidad, algo de lo que todos hablamos sin apenas entender; la eternidad de una verde pluma, por ejemplo; tiempos idos, la pluma que alguna vez descansó en la caja de madera de su niñez. ¿Es qué se podría aprisionar por ventura un tiempo ilusorio? Imaginería de un ayer aislado por un cerco de niebla indiferente. Un tiempo de imágenes separadas: el tío Ignacio, Argenis y su verde pluma, todo, todo borrado como si el hilo del recuerdo se quedara suspendido en la nada... Y ahora, este presente, inesperado tal vez, y que pretendía tejerse al lado de Viviana, la chica que yacía a su lado, un presente hasta ahora aprisionado, como parecía estarlo, en aquella buhardilla descolorida. En todo caso, la cuestión era, ¿cómo eternizar ese momento, esa deliciosa fruición de emociones nuevas para él? Todo esto inquietaba a Tancredo. Por segunda vez aquel día, se decidió a actuar.
—Quédate conmigo —había una velada súplica en sus palabras; empero, no sentía en ello un rebajarse en su dignidad.
—¿Habla usted en serio..., hasta cuándo? —quiso saber ella.
—Todo el tiempo que haga falta. Una eternidad, incluso... —dijo Tancredo, convencido.
—Ahora me preocupa usted... —sostuvo Viviana—. A veces, no siempre, lo que nos gusta es lo que conviene a nuestra vida, suele suceder así, y lo digo por usted, Tancredo.
El silencio se hizo de nuevo. El viento de la calle, con persistencia renovada, arrancaba alargados gemidos a la oscurana, que resentían, en particular, los cristales de la ventana que, en su fragilidad, sufrían los desaforados embates de la ventisca. El orden de la noche estaba alterado. Sucedió entonces que un contundente golpe salido de alguna parte abrió de porrazo la doble hoja del ventanal. La estructura se estremeció bruscamente.
Viviana, anticipándose, saltó de la cama y la cerró con alguna dificultad. Luego se dirigió a un rústico cajoncito que hacía las veces de mesita de noche.
--¿Quieres? —le ofreció un cigarrillo que él rechazó negando con la cabeza.
—Hace un viento de atar allá afuera, observó la chica, bien la podría desaparecer a una para siempre...
Las miradas se cruzaban con celeridad, en un aparente intercambiar de pensamientos que hacían su ronda por ambos mundos, como si deseasen mostrar sus escondidos fuegos y, de esta suerte, hacerse notorios a la buena inteligencia de uno y de otro.
—Me parece —soltó de pronto Tancredo— que hay algo, allá afuera, que te asusta; ahora que, no tienes que hablarme de ello, ni de tu vida, si total hoy nos conocimos, tal vez y eso sea lo único que importe a ambos.
Ella, de pronto, parecía no escucharlo de lo ausente que ahora se mostraba. Así, la propuesta conciliatoria de Tancredo no se veía prosperar. Antes bien, se encaró con él.
—Vivo sola —hablaba con resolución—, vivo de alquiler, sin un sitio fijo y así ha sido siempre. Antes me preguntó usted si había algo allá afuera que me asustara. Bien, le diré, hay algo allá que me causa angustia, ese algo es el mundo, el mundo mismo me asusta. ¿Cómo explicarlo? Tiene que ver con la perversidad de mucha gente que te encuentras por todas partes; el perder mismo de la inocencia que alguna vez se tuvo, el despertar de un día cualquiera envuelta en un lodazal de impudicia y vejada por un asqueroso... Es preciso huir entonces, ir de aquí a allá, engañando a la vida y al destino mismo, engañándose a una misma, huir, huir siempre... No sé, en alguna ocasión fui la chica de compañía de algún vejete con plata, pero... eso ya se acabó. Ahora trabajo en algo decente aunque los ingresos se resientan cuando una va por el camino recto, ¿qué se quiere?, al menos se intenta hacer algo decente de una, a la larga, y eso es lo importante.
Tancredo, que la escuchaba con atención, no había dejado todo ese tiempo de apreciarla, en toda aquella desnudez tan voluptuosa y al tiempo tan vulnerable. Simultáneamente, muchas razones pasaban por su mente y esto lo empezaba a desagradar. Todo resultaba determinado por algunas disparatadas especulaciones, a todas luces, nimias e innecesarias. Pero de todo aquello, un punto había que le intrigaba más que nada. Trató de parecer natural cuando la inquirió:
—Y tu padre... ¿qué ha sido de él, por qué no vive contigo? —la pregunta, en sí misma, llevaba aparejada una velada recriminación. Sentía haber violado un límite que no le estaba permitido, porque las preguntas que no tienen respuesta son ociosas e innecesarias. Ahora Tancredo se sentía atrapado, merced a la abierta indiscreción, en un rondón de arenas inestables. Sentía que tenía que hacer algo, y optó por mirar a la chica directo a los ojos, como quien mira y siente en esos ojos el preludiar de una tormenta. Sentía, de repente, la desazón de pensar sin saber a ciencia cierta en qué.
Entonces, una renovada y artera Furia arreció contra la edificación. La arremetida abrió de nuevo el ventanal, haciendo esta vez saltar algunos vidrios. Contrariamente, esta vez Viviana no se apresuró a cerrarla, inmóvil como estaba, casi sin voluntad, mirando hacia un vacío de tiempo metido en una especie de agujero gobernado por el encono de un viento fuera de sí. Ahora era Tancredo quien tomaba la iniciativa de intentar solventar el efecto del punitivo elemento. Al cerrar la ventana, había reparado en la concatenación de tornillos oxidados en el picaporte, y del bailoteo de éstos en los agujeros de las fallebas. Viviana, en tanto, lo miraba hacer sin decir nada. En realidad, quizás presentía un desencadenar de hechos vacuos; nada tenía sentido: ni quedarse, ni marcharse. Se estaba bien así, sin apenas pensar, levitando entre los claroscuros y las fauces del viento. Se fatigaba meditando un escape, cuando lo más natural sería vestirse y salir.
La resolución que de repente vio en Tancredo la hizo sorprenderse, a la vez que la sacaba de su mutismo. Se notaba, a las largas, una decisión aparejada a su necesidad de actuar.
Se había levantado del lecho, y tomando a Viviana del brazo, la metió en la cama.
—No pienso dejarte ir por ahí nunca más..., estás desnuda y empieza a hacer más frío de lo normal...
La suavidad con la que le habló Tancredo no entonaba, por así decirlo, con el arrebato de sus vigorosos brazos que ahora la abrazaban, por más que esa voz si armonizara, por así decirlo también, con la tibieza que se propagaba por instantes en sus ojos enamorados. No importaba como fuera, porque ahora ella se empezaba a sentir feliz de ver, por primera vez en su vida, tanta ternura en la cara de un hombre.
Marvin Mora, Costa Rica, Estados Unidos © 2019
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