Supongo que ante mí tengo a la persona que busco.
––¿Zulema?
––Pase, le estábamos esperando.
Así, de entrada, me molesta el uso en plural: aquí nadie más tiene que esperarme, nadie, excepto tú, el objeto único de mi deseo. Con un ademán me ha pedido que la siga. Ahora me conduce por un zaguán mal iluminado; puertas clausuradas sin mujeres placenteras en sus umbrales, será por la hora temprana y no por otra circunstancia, a no dudarlo. Me da náuseas el olor a naftalina mezclada con lavanda que se respira por todas partes. Qué zumo tan inaguantable…, ¡almizcle de los infiernos! Me da algún trabajo respirar, y así los pulmones se encogen como bayas vacías y sin sustancia. Evito, aun así, cualquier amago de queja, no será para tanto…
Nos han confinado a una habitación de los fondos. Así se está mejor en la intimidad. Al frente del cubil dispuesto están los baños, asépticos y con un bombillito rosado coronando el dintel. Sólo ahora miro con más atención el objeto de mis trabajos.
Zulema es guapa, no decepciona; muy por el contrario, desata mis apetitos de carne pulcra y joven, para hablar con justeza. Supera, incluso, las referencias que de ella obtuve. Me he de detener en una reflexión para el caso: ¡qué limitado y pobre es el lenguaje, cuando de hacer justicia a ciertas raras bellezas se trata! Esta niña me hace pensar en esta limitación. ¡Placentera realidad que nos presenta esta deliciosa chica a mi vista atormentada!
No obstante, se han venido sucediendo ciertas cosas que conviene soslayar. Fue antes de ingresar al cubil, cuando han aparecido un grupo de servidoras, por así llamarlas, y no como en realidad deberían ser llamadas. Fue notorio su desdén, cuando no sus mal disimuladas burlas hacia mi persona; las unas, con evidentes muestras de desprecio y hasta de asco las demás. Al demonio con ellas, no vivo de sus opiniones ni de sus tontos prejuicios.
––Son doscientos dólares–– ha dicho la muchacha sin mirarme. ¡Lo que daría porque me mirara a los ojos! Pensar que debe tener unos ojos preciosos, juveniles y encendidos…, y sensuales, de esa tentadora sensualidad que tan de mi agrado es. Ojos femeniles son mi debilidad, todos tan misteriosos, tan cautivadores ¡Dios!, pero, ¿por qué ese empeño en no mirarme? Y se me niegan, y se me resisten como fuegos que moraran en abismales remotidades… El asunto me disgusta, y ella debería mirarme, al final soy yo quien paga…
Pero bueno, es de esperar, sin tener que forzar nada, que en algún momento se le pase esa condenada obstinación de no mirarme a la cara. Sin más demora le he entregado los billetes, a lo que ella me dice que proceda a desvestirme mientras lleva el importe a la dueña.
El ejercicio de desnudarme me resulta grato y me provoca un sobrecogimiento vigoroso que ya presumo de favorable a mis planes. La habitación, viéndola con más detenimiento, es bastante oscura, casi lúgubre. Las dos ventanas, dispuestas en forma de troneras, lucen clausuradas y con coladeras en las bases, que fungen como respiraderos. Un abanico aéreo agita un aire denso, casi mortecino, mientras en una repisa esquinera resplandece una lamparita escarlata que da la idea, por su esférica circularidad, de una luna alucinatoria y tétrica a la vez. Un espejo de cuerpo entero está empotrado, como una mala hiedra, en el centro de la pared. Deploro mirarlo.
Zulema ha regresado. Un tufillo de inciensos parece seguirla como un amante al acecho. Yo, en tanto, me voy acostumbrando a la abandonada penumbra del lugar. La miro con detenimiento, (a Zulema, ¿a quién más?); se nota de entrada que es muy joven, casi una mozuela en el despertar de la vida. De seguro están violando la ley de menores; qué más da, ha de necesitar del trabajo. Qué puerca vida ésta para algunos, tal vez lo sea para todos sin excepción alguna. Pero es bella, muy bella, aunque persista en esa necedad suya de no mirarme. ¡Qué contrariedad!, de todas maneras, ya quiero devorarla. Parece apenada.
––La dueña dice que no es suficiente dinero, que se está jugando con lo legal y debe protegerse...; que comprenda, por favor, la situación, y que le largue unos doscientos más...
¡Maldita Celestina! Le extiendo, en cambio, los otros billetes, así colmaré la codicia de la matrona...
––Anda, llévale y no te demores más.
Se ha marchado con la contraoferta. Sólo el peso de la dádiva puede colmar la ambición de estas busconas, ¡al diablo con ella si pretende cobrarme a la chica a precio de oro! Que sepa que no es dinero lo que me limita. He ido por la vida dando rienda a mis instintos, pagando por mis perversiones hasta llegar a esto. No hay bajeza en ello, hay honestidad en el deseo inédito que ahora orienta mi vida. No más.
Creo percibir en el pasillo las voces sofocadas y burlonas que ya conozco. ¡Desgraciadas!, deben estar haciendo mofa a mi chica. Ya me encargaré yo de apagar sus burlas cuando se enteren, muy presto, de la generosa regalía que le he de dar a Zulema. Si, ya me ocuparé de recompensarla como es debido.
Ahora regresa para mi regocijo. Y se entregará a mí para aplacar mis ansias. ¡Ah, dicha incomparable surgida del más supremo de los placeres: mi poseso afán por esta carne firme...! Luz que disuelve la impronta de esa nebulosa que de un tiempo para acá encierra mis días... Cuando se ha desnudado, deliciosa diosa, ya la quiero poseer al solo impulso de mis activas ansias, y llegar al fango mismo de este afán prohibido. Pero, ¿qué sucede ahora? Ella, que se dedica en cuerpo y alma a entregarse a los carnales y más oscuros deseos; ella, acostumbrada a sacar el mejor provecho a sus carnes complacientes, a ofrendar la luz de su belleza pecadora; y ahora, tristemente, la veo allí, fría y apenada, con ese rubor disparado y en esa esquina que le sirve de refugio. ¡Cómo se la ve tan desolada, como un animalito que se abandona!
Con una de sus manos extendidas tapando sus tetas y con la otra su juvenil pubis, parece desorientada, tal vez a la espera de alguna instrucción. ¡Caramba!, bien visto, esto parece ser nuevo para ella, debo hacer un esfuerzo para comprenderlo, para comprenderte, sea dicho, triste conejita mía, así de linda te deseo…
––Dígame cómo empezamos…
––¿Y cómo no te lo voy a explicar, ángel mío? Es que la inexperiencia mata a cualquiera.
Mis palabras, cordiales como lo son o parezcan serlo, deben trasmitirle cierta confianza y tranquilidad, eso creo de buena fe. Busco la forma correcta de proceder, mientras palpo su pubis calentito y acogedor; la atraigo hacia mí, con la esencia de quien encanta a su objeto antes de poseerlo, o mejor, para asegurarse esa posesión… Por eso la toco y la tanteo, y la beso, y la chupo, lamiéndola sin cesar, hasta el punto de dejar paralizada mi lengua, a merced de los impulsos frenéticos que se desprenden de su poderoso cuerpo.
Hum, ahora ya me parece que va tomando confianza; siento como ceden sus primerizas inhibiciones; yo me aplico en animarla al notar su naciente apetito. Me siento capaz de guiar por el buen camino su firme instinto, por mis carnes temblorosas. Poco a poco se va soltando. Da en respirar frenéticamente. Es evidente que le va tomando gusto a la cosa…
Los hombres que la han poseído, hablan bien de sus habilidades innatas y naturales para el buen ejercicio del placer. Uno a uno los he confesado y les he arrancado sus confidencias al calor de los licores, y ya borrachos lo han certificado, y los ebrios nunca mienten. Hablan maravillas de Zulemita, la placentera, pese a su evidente juventud. Ahora, que tenga esas complacencias conmigo también, es un acto de venturosa justicia. Al fin, ¿no soy yo quién paga?...
Ya se libera por fin, es un verdadero torbellino, ¡qué chica!, ahora gime, exhuma placer…, ay mamacita, y cómo le vas encontrando el gusto a las cosas…, ahora, ¡ah!, enorme emoción, goce del más auténtico placer, ¡no te extingas nunca! Caemos de plano sobre la cama; ella cabalgando sobre mi cuerpo y grita. Siento sus muslos vigorosos socavando mis energías, agotando mi exiguo filón… Y grita, y se sacude como la tierra en terremoto, en una suerte de ritual descabellado, atrapa con ímpetu el turbión en que se van convirtiendo mis carnes… Parece decidida a complacerme sin parar en límites…; pero no, no me engaña. A estas alturas de mi vida…, no, no es posible engañarse así… Finge, sé que finge por la paga, es cruel, pero también yo pago por ilusionarme un poco, por encontrar un secreto placer en esta farsa. Mejor así, ¡vivamos el momento!; no obstante, aquí y ahora, cuando somos dos mujeres que se entrelazan fingiendo una posesiva ilusión… Ella, obviando su bien ganado pánico, finge alguna complacencia; yo, en cambio, una vieja casi decrépita, que no piensa en morirse sin antes darle gusto a sus carnes corruptas y tristes de refocilarse y restregarse a esta piel joven y tentadora. Es mi liberación, mi anhelado principio hacia el desolado fin… Y en este momento, cuando por fin me miras con miedo a pesar de tu fingido placer. Ahora, que hasta me miras con asomos de rencor, como si estuvieras aniquilando un animal feo; sólo ahora, espero que sepas entenderlo…
Marvin Mora, Costa Rica, Estados Unidos © 2019
liciniomaron@aol.com
Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
El cuento pretende hurgar en la delicada frontera de la perversión y su pretendida justificación, en labios de su compleja protagonista.
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