Pero aquí, el quid del asunto era otro: el gran general, conquistador en Itálica, Bílbilis y el enclave bético en la península ibérica, de Las Galias y el territorio bretón, tan lejano como la legendaria Thule, sentía el menoscabo y el desprecio hacia sus glorias, aumentado por la odiosa indiferencia que aquella estirpe senatorial, parasitaria y sensitiva al carcoma de la envidia, se empeñaba en ignorar, aunque a lo mejor sólo veían en él una amenaza a los intereses del acrecentado número de enemigos que se habrían incubado en los sillares senatoriales durante su ausencia. «Licenciar a mis tropas parece ser lo aconsejable, pero cómo soportar el dolor que ello me causaría, es lo que me detiene de momento. Mis capitanes, acostumbrados a obedecer, consideran que me dan el mejor consejo, y aceptar el edicto lo dan por una muestra de sensatez. A no olvidar que su valor ante las huestes enemigas es endeble cuando habla el senado. Es obvio que no quieren ver amenazados los beneficios que una sumisión incondicional les proporcionaría a sus pecunios. Y el hecho de que los entienda, no me veda de tacharlos de cobardes...» El gran general, comprendía que ser el segundo en Roma era ser el primer perdedor. ¡Una honra más que discutible! Estaba atormentado por tantas aprensiones derivadas de su situación asaz conflictiva y del rumbo que en poco tiempo habrían de tomar las cosas, ya fuera a su favor o en contracorriente a sus propios intereses. Fue entonces que una agitación que provenía de la margen misma del río reclamó su atención. Acercándose para enterarse qué era aquello, reparó en una enorme oca que agrupaba con diligencia a su prole. El motivo era evidente: en un islote, cercano al orillar norte, un zorro de cierta hechura espiaba al nutrido grupo familiar, mientras medía el condumio apto para colmar su apetito. La voracidad del raposo, no obstante, poco era para la madre oca, que extendía sus alones amenazantes en la busca de amedrentar al depredador. César miraba aquello que de pronto reclamaba su atención y le proporcionaba un escape a las indecisiones que lo atosigaban. Así pues, tomó asiento en una roca y, acomodándose lo mejor que pudo, se aprestó a mirar en qué acababa aquel nuevo género de diversión. La encrucijada se debatía en que la madre oca y sus críos querían ganar la orilla opuesta por cualquier razón desconocida, pero el vulpino tenía otros planes, tal vez cobrar un derecho de paso a costa de menoscabar el grupo familiar. El general, en tanto, extraía sus propias conclusiones: la oca maternal, dispuesta como estaba a defender a sus crías, tenía al frente al zorrillo, noval, al juzgar César sus orejas aún carnosas y sin cerdas. Se notaba algo indeciso y hasta cobarde. «Me recuerda a algunos generalitos que conozco» -consideró-. Se preguntaba también si en determinado momento debería intervenir para ayudar al plumífero grupo. Recordó que Catón disertaba en que la naturaleza tenía sus propias reglas y que debíamos de abstenernos de intervenir en ellas. ¡Al diablo con Catón! Sus moralidades y sentencias no eran, a lo sumo, gratas a César, muy al contrario, siempre había sido a su consideración una rata más en el estanque de Roma, y un hombre que no le causaba otro sentimiento que no fuera la repugnancia más extrema, máxime si consideraba que de tan nefasta progenie descendía el otro Catón, nieto del Viejo, y al que llamaban el Joven, aliado a Pompeyo con el solo afán de adversar la ascensión de Julio César en el escalafón político de Roma. Y un hombre que tiene su propia batalla interna, como era su caso, no dejaba de seguir aquella otra lid: la de la emprendedora madre contra el rapaz que amenazaba su prole. «Ella guía a su grupo, lucha por él, y se decide a avanzar haciendo caso omiso a los riesgos... hum, eso es tener agallas», concluyó, a la vez que veía allí una réplica de su propia incertidumbre.
Al final, la batalla entre el ánade y el raposo, antes que parecer morosa y consumir al paso las eternas galeras de un tiempo que parecía apremiar, tuvo en la decidida madre su pronto desenlace. Batiendo los alones mientras graznaba al modo de una sordina incesante, arremetió contra el zorro con unas agallas y un ímpetu que, visto por el noval raposo como una abierta amenaza, lo hizo girar en redondo para emprender la huida. El intento, por toda respuesta, de la oca, casi resultó estéril, cuando ésta emprendía un vuelo en corto sobre el torso del raposo, llevándose éste una raspadilla en el lomo como advertencia a su osadía. Ya despejado el lecho de aguas de toda amenaza, la madre oca se dio en organizar de nuevo la tropilla. El General, los seguía con la vista atenta, hasta cerciorarse que el grupo había ganado la otra ribera del Rubicón. A su vez, el asunto de marras lo entregaba a las consideraciones. Recordaba de pronto las máximas del ateniense Menandro: «¡Qué empiece el juego!» Es qué no era ésta la decisión que determinaban las circunstancias. La naturaleza es sabia y nos sujeta a una sola regla, es igual para hombres atormentados como es mi caso, que para una madre que defiende a su prole a costa de lo que sea. Es el mandato que nos impone la decisión, ¡alea iacta est!...
Fue Anco Marcio, uno de sus comandantes, el primero que lo vio regresar, y de inmediato le salió al paso a la espera de órdenes. Su General caminaba con decisión y con la frente en alto, como si quisiera bajar a una todas las estrellas del firmamento. «Ordena la legión sin demora; nosotros también cruzaremos el Rubicón: “¡el juego ya empezó!”»
-Perdón, General, pero ¿quiénes son esos que ya han cruzado el río?.
-Preguntas en demasía, ve y cumple mis deseos.
El soldado que se apresuraba a obedecer, iba feliz, muy orgulloso de cruzar el Rubicón a las órdenes de tan distinguido General, aún sin entender el motivo capital que había propiciado tan repentina decisión por parte de Julio César. «Será el valor. Por eso es nuestro general», se fue repitiendo, mientras iba solícito a cumplir la disposición definitiva.
Marvin Mora, Costa Rica, Estados Unidos © 2024
liciniomaron@aol.com
Ilustración realizada por Enrique Fernández © 2024
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