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El sueño más largo del mundo
Se durmió pensando en la brevedad de que suelen revestirse los periodos de sueño. Aquel, sin embargo, no había sido un adormecimiento muy normal que se diga. Atinaba a recordar la nube negra que se iba desplazando rauda, principiando a borrar el contorno de las cosas hasta terminar de disiparlas por completo. Después el silencio, lapsos angustiosos sin atisbos de luminosidad. Un trepidar de lejanos caballos, una brisa tan insinuada como pasajera, y la sonoridad de un goteo en caída libre dentro de una clepsidra, abrían sus sentidos hacia otra realidad... Sintió una recurrente fatiga, que de repente reclamaba un normal descanso; mas recordar su cuerpo laxo por el sueño, la hizo recapacitar en su situación de soñadora. Había un mundo por decubrir tras los velos de oscuridad, y se propuso entrar en el juego... Pronto se hizo la luz maculada de suaves sombras. Viendo que la clepsidra no era más que una vacija desconchada donde desembocaba apenas un hilillo de agua, la hizo considerar la naturaleza mezquina de algunos sueños. Bebió de allí, valiéndose de la canilla por donde se deslizaba el goteo. Sintiéndose para su mal aún insatisfecha, buscó algún regato más generoso. Al instante se vio ante una musa gigante, al abrigo de la cual encontró un remanso. En la espejada superficie se miró tal cual era: una mujercita de blondas marejadas dispersas sobre unos hombros menudos. Optó por dibujar un trazo sobre el agua, y el leve contacto la llevó por un agujero hacia otros campos, el de los sueños recurrentes y cotidianos. Allí estaba el tío Marcilio advirtiéndole de la saliente del escalón: «no te vayas a caer, chiquilla loca». Y había frecuentes yuyos alrededor de los canteros de petunias, y las seguidillas del llantén bordeando los senderos de grava oscura, y los caminos polvorientos fecundos de caminantes con sus alforjas cargadas de historias de otros lugares... Muy presta estuvo la muchacha a rodar por aquellas rutas. Se sabía gravitando por otras realidades oníricas, las secuencias en un ingrávido tropel de figuraciones despertaban la constante ilusión de evadirse de una vida repartida entre el tedio y los convencionalismos. Al fin, que era mejor así, sentirse libre, cayendo en picado hacia esos mundos privativos que nos son dados cuando se abren las fronteras de los sueños; e iba de un episodio a otro, en aquel tiovivo de ensueños. Al final, rendida de la fatiga, se dormía dentro del propio sueño, considerando que en ello habría algún riesgo; a lo mejor, pero valía la pena vivir la vida con tanta libertad.
Así, saltaba de figuración en figuración, recreándose en esas ensoñaciones; pero no todos esos sueños concéntricos resultaban tan placenteros; los había terroríficos también. Cierta vez, vivió el riesgo de ser apisonada por un dragón que se solazaba triturando árboles; o el de un hombrecillo con los ojos cocidos de hilazas toscas, y que la intentaba tomar de sus cabellos aventados por un viento tempestuoso; o el del jorobadito desdentado que la acechaba con lascivas intenciones, y los sátiros que planeaban sus recurrentes asechanzas, libidinosos y tañendo sus melodiosos caramillos. Aun así, la más acongojante visión que la asaltó y de la que se intentó reponer con dificultad, fue aquella del príncipe que se detuvo ante ella, al punto del embeleso más taimado. La anécdota trataba de que ella había quedado suspendida en un dilatado sueño, mediante las argucias de una vieja envidiosa y desalmada. La opiácea seguidilla incluía a su parentela y al habitat completo del castillo. Ella yacía en una especie de catafalco dentro de una glorieta, en un bosque que dormitaba por igual. El joven aquel, en virtud de un beso, la hacía despertar de su encantamiento, al tiempo que toda aquella parafernalia real volvía de aquel tiempo congelado. Aquello era demasiado embuste. Un sueño no podía tener tal tesitura rayana en la realidad. Y, en el peor de los casos, el deber que se le imponía de tomar matrimonio con aquel galán que expelía una halitosis insoportable a vinos putrefactos. Determinó apartarse de aquella pesadilla, pese a los ayes y ruegos de aquellos que ejercían el papel de sus padres en la alambicada historia. Recordaba también la triste estampa del príncipe llorando al pie de su caballo. Después, todo se acabó. Una vieja que se rasgaba unas greñas inmemoriales, se daba en repudiarla por su decisión de cambiar su propia historia: «¡Tontuela!; ¿habráse visto? Con tu decisión, has roto el hilo de tu destino y con ello te has suspendido en el infinito, condenándome a mí de paso». Aún, tuvo que escuchar la joven los desaforados reclamos de la bruja por un buen rato...
«Y mientras retomabas esos caminos tan cargados de misterios que tanto te agradan, te ibas considerando las dimensiones de tanta trifulca; sí, todo lo que te acarreaba la decisión de modificar el final de un cuento, de dilatar el largo sueño e intuir la emoción que te deparaba cambiar tu destino».
Marvin Mora, Costa Rica, Estados Unidos © 2024
liciniomaron@aol.com
Ilustración realizada por Enrique Fernández © 2024
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Las fauces del viento
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Página 130
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