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El reloj

El reloj lo había comprado mi padre en el año 1926 y mi tía Dolores fue la encargada de darle cuerda y limpiarlo, ritual que practicaba todos los sábados por la mañana. Estuvo colgado siempre en el mismo sitio, como si fuera una condecoración de la casa, salvo breves pausas para mudarse al comedor y permitir la pintura de la sala. Su tic-tac, inaudible en la costumbre, marcó el pulso de la vida familiar.

Las campanadas permitieron al insomnio medir su longitud sin abrir los ojos. Señaló horas felices y de las otras. También de las comunes, las que suceden porque sí. Tuvo la ansiedad de las miradas que, copa en mano, esperaban su último tañer de los años viejos. Mantuvo viva la ilusión para la que fue creado: marcar el tiempo y lo que tarda en repetirse.

Cuando tía Dolores murió, la tarea recayó en mí; seguí las enseñanzas adquiridas en el cariño de la observación, no hacer tope en sus cuerdas y no dejarlo detener; si esto sucediera, manejar sus manecillas hasta conseguir la combinación exacta de las campanadas con las horas.

A veces conversamos cuando le doy cuerda, es como si uno le diera de comer a una mascota. Le menciono alguna de sus actuaciones y él, pareciera que gordo de impulso, funciona más rápido.

Días pasados vino una persona a verlo, es un vecino nuevo; los antiguos, los que escuchaban su gorgoteo antes de sonar las horas, ya no están, o murieron o se mudaron. El progreso llenó de ruidos las calles, no es que antes no los hubiera sino que ahora son mecánicos. A pesar de todo, debo destacar que este señor posee sensibilidad y buen oído. Bastaron dos visitas y nos pusimos de acuerdo. El precio fue justo pero lo importante, pensé, dado que mi eternidad es efímera, al menos aseguraba la de él. Claro que, como todas las afirmaciones, para nosotros los viejos el futuro es relativo, alcanza con la esperanza de estar vivos.

Cuando el hombre se lo llevó, el fantasma de su silueta, marcado en la pared, quedó mudo. Sin embargo, yo intuyo las horas con un error despreciable. Es como si mi metabolismo estuviera señalado por el devenir de un péndulo invisible.

Incluso escucho el eco de la sonería y observo mi reloj de pulsera clavado en una hora exacta.

Enseguida comprendí lo que sucedía, pero no podía intentar que mi vecino lo hiciera.

Un día lo detuve en la calle y con las rogativas de un viejo le pedí que me dejara verlo. El hombre accedió y me llevó a su casa. Cuando entré y como si hubiera sabido donde se hallaba, me dirigí directo hacia él, abrí su puerta transparente donde en el interior se hamacaba el péndulo como un susurro de la nada y lo detuve. No recuerdo que pasó, sólo que había silencio, un silencio infinito apenas marcado por el eterno tic-tac del péndulo en mi inconsciente. Me dijeron que me había desmayado. No quise atenciones y me despedí entre el meneo de cabezas de mis vecinos.

Ahora sufro con cada retraso en el tensado de las cuerdas. Los síntomas son similares a los de un ataque al hígado y debo permanecer en cama. Pero mi vecino parece recordar bien mis instrucciones y no lo deja detener. Todo esto que narro, con seguridad al influjo de las cuerdas al máximo, no es nada comparado con la extravagancia de permanecer cada vez más tiempo parado en la sala, bajo la impronta que él dejara en la pared. Además debo evitar hablar con alguien cuando se cumple una hora exacta, porque la voz se me aflauta en un resonar metálico imposible de disimular, por ejemplo a las doce. Acostado en la cama, junto las piernas y comienzo a oscilar de la cintura para abajo con los pies un poco levantados, lo que me produce dolor en el abdomen.

Si bien. con los años, el contorno oval del rostro tiende a redondearse, el mío lo ha hecho en exceso, de tal manera que mi nariz apenas sobresale de la línea de la frente y por el contrario los ojos, como si quisieran huir, han emparejado la línea de las cejas.

Dicen que todas las personas tienen una pierna más corta que la otra, pero yo comencé a tener un brazo bastante más corto y lento para responder a las órdenes del cerebro.

Antes que mis dedos se peguen formando uno sólo y mis brazos queden rígidos, aprovecho para confesarles la esperanza que aliento de que mi vecino olvide darle cuerda o deba ausentarse y lo deje a él, mi viejo amigo, extinguirse sólo, en la certeza de que jamás existió reloj en los sueños.

Carlos Arturo Trinelli, Argentina © 2022

piedrazul@hotmail.com

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