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DIEZ

Son las diez de la noche y llego a la estación después de diez horas de ausencia. Todos los días, de lunes a viernes, camino las diez cuadras que me separan de mi casa. En este caminar se rompe la simetría. Es difícil que pueda lograr hacer el trayecto en diez minutos, por lo general, lo excedo en uno o dos.

UNO: La primera cuadra sucede rápido. Es entretenida, hay gente con ese movimiento propio de las estaciones de ferrocarril suburbanas. Las vidrieras de los negocios que no tienen cortinas metálicas están iluminadas. No hay árboles y las luces de la calle disimulan la noche. Camino de norte a sur, es invierno y el viento se corrompe en el obstáculo de las edificaciones sin dejar de hacerme sentir su rigor. No importa, estoy abrigado. A lo lejos, el sonido de la autopista resulta una música incomprensible. Una sirena anticipa tragedias civilizadas. Aprieto los párpados un instante en búsqueda de la oscuridad plena.

DOS: La segunda cuadra comienza a tener sus sombras, menos negocios, menos gente, menos luz. Algunos árboles. Paso por delante del salón de fiestas en donde me enamoré por primera vez. Ella era... luminosa y es que era adolescente, yo también. Todavía nos encontramos en el barrio. Ella perdió brillo, desarrolló el culo y alguno de los últimos años la atropelló. No dejamos de saludarnos pero ya nos olvidamos. Eso creo.

TRES: Aquí se acrecientan las sombras y cada una comienza a ser sospechosa. Sucede que los árboles se defienden de la luz artificial que empalidece al cielo. En las casas los perros establecen cadenas de ladridos como comunicaciones atávicas de alertas fallidas que anuncian mi marcha. Cruzo por delante de la capilla donde tomé mi primera comunión. Me recuerdo en una fila incómoda, en ayunas y apretado en un traje. Con un cuello duro de almidón que me produce una picazón insoportable. Las ganas de que termine algo que no comprendo del todo pero que sé debo cumplir. En el nombre del Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén. Me persigno con el pensamiento y sigo mi derrotero pleno de dudas, (¿eran Jesús y la mayoría de sus apóstoles solteros? Judas, el supuesto traidor, ¿era casado?; entonces, la estrategia de Jesús ¿fue la de una sociedad de solteros sin hijos? Quizá. Intuyó que tanto las esposas como los hijos son empeñosos en la confrontación como modo de comunicarse y que resulta inútil con ellos tratar de ser veraz y lógico sin estar discutiendo. Peace brother, un genio este Jesús). Sigo adelante, sin mujer, sin hijos.

CUATRO: En esta cuadra y al amparo de fresnos, robles, paraísos, plátanos, jacarandaes, tipas, altos como para alcanzar a las estrellas, acrecientan su dominio las sombras. Todo ruido se convierte en amenaza y algunas veredas rotas impiden ir alerta a las acechanzas en el esfuerzo por no tropezar. Lo mejor sería caminar por la calle, muchos lo hacen pero ahora no hay nadie y los autos o motos son más sospechosos que la oscuridad.

CINCO: Comienzan las mansiones. Al pasar por delante de los portones ciegos se encienden luces agresivas que encandilan la marcha. En estos cien metros imagino que me sucede, como al personaje de Roberto Arlt, Erdosain, que una dama me espía día tras día por los visillos de una ventana hasta que se anima y me llama para decirme que está enamorada de mí, de mi figura de andar ligero y sombra veloz. Me invita a pasar, nos sentamos en un sillón. La dama habla poco, no importa la edad, si es agraciada o no, importa que el lugar está calefaccionado y ella se desnuda y dice que me ama desde que me conoció y que desea que viva allí con ella, con su fortuna dispuesta a concederme la gracia de que no deba regresar después de diez horas, a las diez de la noche a caminar las diez cuadras. No digo nada, disfruto de su piel cálida, de los labios húmedos y el perfume de jazmines que desprende su cuello. Me pierdo en ella y disfruto de su único quejido que apenas quiebra el silencio.

Luego me pregunta qué hago y digo que soy escritor, no cualquier escritor, uno sin repercusión, sin reseñas, sin críticas, sin ventas. Un escritor que solo él sabe que existe y me asegura que todo va a cambiar, ella lo hará posible.

SEIS: En está cuadra se acaban las mansiones. A mitad de camino con la siguiente esquina hay una casilla que replica un chalet pequeño y alberga a un guardia que custodia a los dueños o habitantes de las mansiones. Me conoce de tanto verme traquetear estas calles. Me saluda, cruzamos alguna palabra, yo no me detengo. Me desea buenas noches, le respondo lo mismo. No aclaro con que me conformo que sea igual a todas.

SIETE: Atrás quedan las mansiones. Entro en el barrio, mi barrio. Cuando llego a la esquina recuerdo cuando caminaba en sentido contrario y doblaba hacia el colegio. Años de primaria, años en que la niñez, la mía al menos, era una fiesta, regresar a casa con alegría a los juegos de siempre, iguales pero distintos. Años de secundaria, años de la adolescencia, una herida del crecimiento. Una época en que deseaba ser muchas personas y estar en muchos lugares. Años en que envidiaba a alguien como yo al que suponía libre de hacer lo que quisiera. Ahora he comprobado que somos demasiado parecidos a nosotros mismos y a medida que vivimos nos afianzamos en ser como somos y no hay vuelta atrás. Es mejor creer en cambiar el mundo que en cambiarse uno mismo.

OCHO: Un hilo imperceptible me mantiene sujeto a la realidad. No sé si esto es bueno. Por las dudas trato que esta realidad no tenga demasiada injerencia en mi vida no vaya a ser cosa que un simple aleteo de mariposa en Beijing consiga deprimirme.

En este tramo, cerca de la meta, acelero el paso, en el barrio los árboles son más bajos o tronchados por la irracionalidad de las podas. De frente a mí caminan dos perros, se apartan desconfiados, nos cruzamos, los miro de soslayo, siguen su camino como si supieran donde van, igual que yo.

NUEVE: Aquí doblo y el viento lo hace conmigo. Cruzo para estar en línea con mi casa. Unos jóvenes están en la puerta de una casa. Beben cerveza y se pasan la botella. Son los hijos de..., los sobrinos de..., los primos de..., me saludan. Pienso que no me gustaría morir en el barrio, no me gusta envejecer en el barrio. Un falso pudor. Nadie es perfecto.

DIEZ: Miro la hora, preparo la llave dispuesto a asumir con lucidez la soledad. Cuando entro el gato me hace esas fiestas felinas que no me dejan avanzar. La cola hecha un bastón se refriega entre mis piernas y emite un ronroneo. Lo alzo y lo llevo a la cocina, le doy la comida. En un rato se irá y puede que regrese herido de su paseo nocturno después de alternar con sus congéneres. Igual que yo, los dos de regreso y heridos.

Carlos Arturo Trinelli, Argentina © 2023

piedrazul@hotmail.com

Ilustración de Manuel Girón, 2015 © ProLitteris

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