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Convivencia

El hombre se acercó a la puerta de calle y la vio sentada sobre la pared que separaba el porche de la calle con un brazo apoyado en el pilar que sostenía la entrada de la luz. También vio que fumaba y el humo gris parecía brotarle de la cabeza despeinada.
—Vieja, me voy a ir a la mierda —dijo adelantando el vientre desnudo y abombado bajo la luz del porche.

La mujer se dio vuelta con medio cuerpo y el cigarrillo en la boca, rió y los pechos sueltos subieron y bajaron hasta que un exceso de tos los detuvo. Con voz cascada respondió:
—A qué otro lado podrías ir vos que no sea a la mierda.

El hombre retrocedió unos pasos y quedó al amparo de la oscuridad de la casa y pudo verla iluminada por las luces de la calle y la mortecina luz del rellano. Había regresado a la posición original, una espalda encorvada, unos brazos de piel descarnada, el pelo desprolijo achatado por la almohada de la siesta, la cintura desaparecida en los pliegues del sobrepeso.
—¿Querés venir? —preguntó desde adentro como si la casa hablara.

Ella bajó de la pared y le habló al vacío, a la ausencia:
—Cómo voy a querer ir si te vas a la mierda.

No hubo respuesta y la mujer regresó a la posición inicial.

El hombre reapareció vestido pero conservó las chancletas, pasó por delante de ella y le dijo:
—Ahora vuelvo.

La mujer no contestó, pero lo miró cómo se alejaba con la curiosidad de quien no tiene nada para ver. El hombre se perdió en las sombras estáticas del verano.

Cuando la mujer entró en la casa, en la vereda quedaron las colillas de los cigarrillos fumados como flores marchitas de la ansiedad.

Entró en la habitación y se desvistió, encendió el ventilador de techo y se acostó en su lado de la cama. No pudo conciliar el sueño, prendió un cigarrillo y oyó cómo el hombre cerraba la puerta de calle con llave. Lo vio pasar hacia la cocina y escuchó cómo abría la heladera. Lo llamó con voz ronca. El hombre se asomó a la habitación. El cigarrillo alumbró como una epifanía la cara de la mujer.
—¿Dónde fuiste, viejo?
—A tomar un helado.

Se hizo un silencio disperso por el ventilador.
—Qué viejo turro, por qué no me dijiste, hubiera ido.
—Te dije, no me escuchaste —mintió sumido en la oscuridad.
—Vení —dijo ella, y él supo que tenía la mano extendida. La aferró y se acostó vestido de costado. Ella lo besó en la boca. Él se quitó la ropa.

En un instante descansaron uno al lado del otro, tomados de la mano. Él dijo:
—En la heladera tenés helado.

La mujer se incorporó desnuda y buscó a tientas el vestido.
—¿De qué me trajiste? —preguntó alegre.
—Americana y dulce de leche, lo que tomas siempre.

Carlos Arturo Trinelli, Argentina © 2024

piedrazul@hotmail.com

Ilustración realizada por Enrique Fernández © 2024

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