Dio vuelta la carne. El día estaba ventoso y resultaba reparador estar parado ante la parrilla. Se sirvió un vaso de vino y cerró el primer trago con un chasquido de los labios. Podía esperar adentro, en el calor de la cocina, pero pensó en la épica, un término que aplicaba, no sin ciertas dudas, a todas sus acciones. ¿Qué significaría asar sin un contenido épico? Estar allí, a la intemperie, resistiendo el frío, ir comiendo los trozos de carne jugosos con el único acompañamiento de un pan y beber ese tinto barato que le raspaba la garganta: ¡la épica! Al fin la vida transcurre en una sucesión de repeticiones, entre ellas comer, dormir y esperar que suceda algo que nunca ocurre. No, no es fácil la vida como una recta del tiempo. Es una serie de cosas sin ton ni son. Cosas que no siempre encajan y cuyo único punto en común es haber sucedido; entonces, si se le puede agregar una épica mejor. Mejor como la épica de la soledad, se nace y se muere solo en esa vida que se vive a sí misma.
Cuántos secretos creía poseer, sabía que al menos uno, intrasmisible, era el sino de su fortuna y que no se atrevía siquiera a pensarlo por miedo a ser descubierto. Ese secreto era el de haber descubierto que no deseaba ser diferente, que se conformaba con lo que significaba para él mismo y los demás. Se había resignado a que sus deseos no tuvieran repercusión, había soportado la traición, la infidelidad y, lo peor, supo reconocer que existían personas superiores a él. Como flores de aromas agobiantes, la soledad lo llevaba por éstas ensoñaciones, mezcla de sueño y recuerdo, vida y velorio.
El abrazo de su hija cuando lo abandonaron, ella y su esposa, resultó un hecho singular. Un hecho destinado a perdurar en la memoria. Un recuerdo que en el tiempo sería un sueño. El único sueño en común entre él y su hija. Él se quedó medio de costado y ella lo aferró con los dos brazos y descansó la cabeza en el hombro de él, que sintió el apriete y no lo respondió, solo pasó una de las manos por la espalda de ella como quien sacude el polvo. Eso sí, le besó la cabeza y sintió el olor de pelo recién lavado, mezclado con el aroma de la juventud. El recuerdo fresco seguía enterneciéndolo. Si solo pudiera decirlo, conseguiría cerrar las grietas del silencio. La épica estaba en su sempiterno silencio y no podía abandonarlo. Abandonar es fácil. Lo difícil es no ceder.
Llegaría un día inevitable en que debería hacerlo ante la mirada de aquella a la que nadie se niega, doña muerte, y esperaba que para ello sobrara tiempo.
Una nube se interpuso entre él y un trozo de carne hacia la boca. Alzó la vista hacia el cielo y comprobó que detrás de aquella se unían otras y pensó que si llovía la épica se iría a la mierda y tendría que entrar al resguardo de la cocina. Así de frágil son los equilibrios de la existencia pero por suerte, siguió pensando, la culpa estaría lejos, tan lejos como aquel cielo distante. Una culpa exógena y ajena, ¡mejor imposible! Así somos los humanos, se conformó, no podemos ver las culpas cerca.
La panza llena, el vino y la siesta van de la mano. No lo pensó dos veces y se fue a la cama. Se tiró vestido y en diagonal con el placer de saber que la cama era toda suya.
Carlos Arturo Trinelli, Argentina © 2024
piedrazul@hotmail.com
Ilustración realizada por Enrique Fernández © 2024
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