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Anette

La mujer apareció de la nada. Una nada invernal acentuada por la noche. Ese paisaje desangelado era el ideal para pasear a mis dos perros dóberman. Uno de ellos la descubrió cuando todavía era una sombra. La mujer se detuvo y le habló, me di cuenta porque el animal estiró el cuerpo en la clásica pose de la raza. Acorté distancia con el otro perro a mi lado y llamé al que la olfateaba con precaución. En un instante tuve a los dos a mi lado y la mujer avanzó hacia nosotros. Se detuvo y conservó para sí la sombra. No les tengo miedo, dijo con una voz fría como el clima y agregó, soy adiestradora. Dicho esto, extendió una tarjeta que tardé en tomar. Los perros se desconcentraron y siguieron en lo suyo. Le conviene tenerlos entrenados más si los suele pasear sueltos. Yo, antes de esta recomendación, había hablado para pedirle disculpas por las olfateadas. Ella no me prestó atención y siguió su camino en la oscuridad de la que parecía formar parte. Antes de doblar en la esquina opuesta nos miró. Para hacerlo no solo giró el cuello sino parte del torso e intuí que se trataba de una mujer mayor.

Los días siguieron su frecuencia indiferentes y con ellos nuestras vidas, las de los perros y yo. Llegó un sábado. El timbre sobresaltó mi lectura y la modorra asoleada de los perros. Era la adiestradora, Anette Carson según la mentira de la tarjeta que me había dado aquella noche. Salí al rellano que me separaba de la reja del frente de la casa. Pensó lo que le dije la otra noche. Si de pensar se trata puedo no ser referencia. Dije que no me interesaba, que prefería a los perros así, naturales, solo perros. Anette no se dio por vencida, la primera clase es gratis. A la luz del día pude observar que la adiestradora poseía un físico rotundo y un porte que disimulaba los años. No le veía los ojos protegidos por gafas oscuras y espejadas que devolvían una imagen graciosa de mí. El cabello negro de Anette se empeñaba en cubrir una cicatriz que como una soga anudada partía del cuello hacia su cabeza y se convertía en un hilo que le subía por el pómulo hasta perderse en el cuero cabelludo. Sorprendido en la contemplación, la mujer, Anette Carson, nos contó que adiestraba un oso en un circo y el animal, como parte de un juego, le había pegado un cachetazo. Me distraje junto a mis convicciones y dije que sí, que aceptábamos las clases.

Anette regresó por la tarde. La hice pasar. Los perros se ensañaron en el olfateo del traje de cuero de la visitante y futura maestra. La mujer los acarició y desapareció la tensión generada por la novedad de una visita. Con voz pausada y esfuerzo en la modulación me (nos) explicó que, para que el entrenamiento tuviera éxito, yo debía participar, es decir, debía ser entrenado junto a los canes. En cierta manera logré un alivio porque me preocupaba que maltratara a mis amigos.

Pasó una semana y de nuevo fue sábado. Quedé sorprendido con los avances. Los perros aprendieron a respetarla y esperaban órdenes siempre atentos. Por mi parte, aprendí a servirla y satisfacer sus deseos, incluso cuando me pone el collar y me obliga a deambular con los perros.

Carlos Arturo Trinelli, Argentina © 2022

piedrazul@hotmail.com

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