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Vejez

La observo ir y venir por la casa con lo que considero una energía mal canalizada. Me fastidia que ordene sobre lo ordenado. Ese desorden lógico que implica que encuentre mi lapicera fuera del lapicero, mi libro fuera de la biblioteca, mi periódico fuera del revistero. Como a partir de cierta edad ya está todo dicho, me callo, hago de cuenta que estoy solo. La soledad en pareja es un infierno consentido. Lo acepto porque el amor, aunque une, es solitario y paradojal. Nadie te lastima más que el ser amado y no lo hace a propósito. Está en la naturaleza del amor. Puede matar y no ser culpable.

La persona amada es un misterio. Sólo el amante puede confirmar su identidad. Yo, como Pigmalión, creé una estatua y me enamoré de ella, le di vida para verla de igual a igual.

Ahora solo queda la palabra y el carácter insoportable de los sufrimientos morales que ocasiona la vejez de la mano de una libertad que antes no se tenía.

En la vejez se toma conciencia de que la felicidad es efímera ante la tan esperada disolución del yo y llega el escepticismo.

La sociedad no ayuda, me refiero a la sociedad Occidental gestora de un aumento del deseo sexual hasta lo insoportable y esos deseos resultan cada vez más difíciles de ser satisfechos. Solo queda el deseo del deseo y eso produce repugnancia. En definitiva, ser viejo está mal visto. Uno se convierte en un hombre fuera de lugar.

Cuando afirmo que mi esposa canaliza mal la energía, lo digo en el convencimiento de que toda energía es exclusivamente sexual y que cuando fenece muere el núcleo de la vida. Palabras más o menos, me lo dijo Schopenahuer: La vida es una representación teatral que inician actores vivos y concluyen autómatas con sus ropas.

El sexo es una obsesión a veces peor que la que sentimos por la muerte. No en vano los franceses definen al orgasmo como la petite morte.

Veo esas muchachas con los pechos contenidos apenas por remeras ajustadas y creo sentir en mis manos esas redondeces firmes de crestas crispadas. Luego y de atrás las espaldas rectas que se ciñen en las cinturas finas que suben y crecen en nalgas carnosas.

Me sorprende que también admire a los muchachos con los físicos trabajados en horas de gimnasio y la virilidad que emanan. ¿Será que la vejez nos reconcilia con los griegos?

Hace poco, mi mujer y yo lo intentamos. No pudimos. El entusiasmo inicial cedió a la resignación y es que del placer y del egoísmo de toda relación sexual, en nosotros solo sobrevive el segundo, la negación de todos los valores. No voy a dar detalles. Lo aceptamos sin rebeldía, aceptamos la nada. Ella aceptó la nada, yo no porque tengo el recuerdo y lo que se recuerda es salvado de la nada que anonada. Terminamos en una animada conversación sobre los nietos que disimuló el abismo que no nos animamos a saltar.

Hay una vecina, separada y con implantes mamarios, según información aportada por mi esposa, que alienta mis fantasías. Se detiene a conversar cuando leo el diario en el porche o cuando nos encontramos por la calle. Los temas son banales, pero a veces se prestan a ese juego ambiguo de la seducción, ejercicio para el que no he perdido la práctica. A mi edad se entiende mejor el juego precisamente por estar fuera de él.

-Sos un viejo verde, se burla mi esposa y yo contrataco proponiéndole un menaje a trois.

Ella, con la inveterada costumbre de hablarme desde otro sitio, me responde desde el lavadero y no la oigo. Hace tiempo adoptó este sistema que despierta mi ira. Ella se defiende y me acusa de sordo. Más bronca que me hace pensar en las soluciones vulgares: píldoras y prostitutas.

Una vez tomé una píldora, fuimos al cine y a cenar, comió algo que le cayó mal y yo terminé mi noche masturbándome en el baño.

Las prostitutas nunca fueron mi fuerte y por otra parte la culpa me haría sentir como un íncubo.

Yo amo el recuerdo de la luz que irradiaba mi mujer, a tal punto luminosa que era una forma de violencia.

Desde hace un tiempo se reúne los miércoles con un grupo de viejas amigas (literal), a rezar el rosario. Pareciera que las actividades religiosas se agigantaran a medida que dejan atrás la menopausia.

Un miércoles cualquiera, decidido a comenzar la reconquista, la fui a buscar. Este tipo de sorpresas supieron conmoverla cuando éramos jóvenes.

En el lugar, una vieja en batón me informó que las reuniones eran una vez al mes y que mi esposa no siempre asistía. De regreso, en casa, llamé por teléfono a mis hijos, no pregunté por ella y aguardé a que ellos lo hicieran: “no está, se fue a la reunión de las plañideras”.

Cuando volvió, la mirada le brillaba.

-Te fui a buscar a la casa de Leonor.

Inalterable me respondió que el rosario se había suspendido y había aprovechado para visitar a nuestra hija y ver a los chicos. No la desmentí. “Me cambio y cenamos”, dijo. La tomé de un brazo y la atraje hacia mí, una sonrisa concupiscente me alumbró con la luz añorada y esa noche tuvimos sexo.

Carlos Arturo Trinelli, Argentina © 2025

piedrazul@hotmail.com

Ilustración realizada por Enrique Fernández © 2025

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