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Al final será el verbo

Yohiro metía deprisa unas mudas en una pequeña mochila. Su rostro y sus gestos mostraban una preocupación rayana en el pánico. Junto a él, en el suelo, un teléfono celular yacía roto, como si hubiera sido pateado hasta mostrar sus tripas de silicio. El teléfono de mesa estaba desconectado. Yohiro seguía metiendo cosas en la mochila. Debía huir de allí cuanto antes. La caza había empezado. Entonces oyó que sonaba el teléfono en el apartamento aledaño al suyo, y supo que la llamada era para él. Yahiro dejó de moverse y guardó silencio. Escuchó cómo el vecino contestaba el teléfono y mantenía una breve conversación. Esperó sin moverse hasta oír cómo ese vecino llamaba a la puerta del su apartamento. No contestó. No debía contestar. Cuando el vecino, en la creencia de que no había nadie en casa, volvió a su apartamento, Yohiro cerró la mochila, comprobó que llevaba los documentos imprescindibles y suficiente dinero, y se acercó a la puerta de su apartamento. Miró por la mirilla. No había nadie. Entonces oyó que otro teléfono sonaba en el piso de arriba. No debía demorar más la huida. Le habían localizado. Yohiro salió del apartamento y evitando el ascensor se precipitó por las escaleras. En cada rellano oía cómo los teléfonos de los vecinos más cercanos al hueco de la escalera emitían su ominoso soniquete. Lo iban siguiendo. Sabía que en cada llamada preguntaban por él. Al llegar a la planta baja y pasar por la portería, el conserje salió al paso y le dijo que en su pequeña garita había una llamada para él. Yohiro dejó al conserje con la palabra en la boca y se precipitó a la calle. Corrió por la avenida y eligió una calle aledaña menos transitada. Debía dirigirse hacia el monasterio de Ryo-kan. Sólo ese bastión zen podría darle cobijo, protegerle de la amenaza que sobre él se cernía. Mientras corría por la calle, un mendigo que se encontraba tirado en el suelo, exhibiendo un teléfono móvil abierto, le dijo:
—Señor, señor, tengo aquí una llamada para Yohiro. ¿Es usted el señor Yohiro?

Yohiro apretó el paso y no contestó. Salió a una calle transitada. A su paso oía cómo sonaban los teléfonos de las personas con las que se cruzaba, cómo todas respondían y luego miraban en su dirección, como si el interlocutor les hubiera dado sus señas personales. Alguno tendía su mano con el teléfono hacia él, otros preguntaban en voz alta por el señor Yohiro. Yohiro hacía oídos sordos, como si aquel asunto no fuera con él, pero le incomodaban las miradas de los transeúntes. No sólo los móviles de los peatones sonaban a su paso, también las cabinas telefónicas con las que se cruzaban. Sabía donde estaba, donde se encontraba, pero, ¿sabrían adónde se dirigía? Para evitar esta eventualidad Yohiro decidió dar un rodeo por calles poco transitadas y lugares que aparentemente le alejaban de su destino, pero acercándose a él de forma solapada. No debían adivinar su meta.

Las caras de los transeúntes con los que se cruzaba, la mayoría con el móvil encendido, le miraban con odio contenido, como si alguien les hubiera dicho que él era el destinatario de la llamada recibida y que no quería ponerse. Yohiro procuraba no mirarlos, seguir andando deprisa, continuar con su rodeo hacia el monasterio zen. En una esquina casi fue atrapado por una mujer que insistía en que se pusiese y que incluso trató de acercarle el móvil a su oreja. Yohiro tuvo que darle un empujón para deshacerse de ella. Comprobaba con preocupación que cada vez los paseantes que contestaban a la llamada que inevitablemente sonaba al acercarse Yohiro, reaccionaban con mayor agresividad. En una ocasión tuvo que correr para alejarse de una pequeña multitud que quería atraparle con sus móviles levantados. Yohiro decidió buscar las calles menos transitadas, los callejones. Mas, por poco habitados que estuviesen, siempre había alguien que se asomaba a un ventanuco para decirle que le llamaban por teléfono. Menos mal que ya se encontraba cerca del monasterio. Sólo allí estaría a salvo. Rodeado por un cordón de oraciones budistas, el monasterio de Ryo-kan se hallaba a resguardo de llamadas, de interrupciones electrónicas. El monasterio era un espacio sin teléfonos, sin cables, un espacio de quietud pre-científica. Debía llegar allí cuanto antes.

Yohiro salió de un callejón y desembocó en una gran explanada, una plaza diáfana que debía atravesar para llegar al monasterio. Observó que había unos pocos paseantes y algunos turistas desperdigados. Debía evitarlos. Seguramente tendrían móviles. Dudaba qué ruta tomar para toparse con el menor número de personas cuando oyó a sus espaldas el sonido de un teléfono celular. De un ventanuco de una casa del callejón salió un hombre que le tendió el teléfono mientras le decía que la llamada era para él. No lo pensó más y echó a correr en dirección al monasterio. En ese momento oyó con terror que sonaban todos los móviles de los paseantes y turistas que poblaban la explanada. Todos parecieron contestar al unísono. E igual de sincronizados miraron todos en dirección a Yohiro, que corría hacia la puerta del monasterio, previsoramente abierta. Súbitamente todos los hombres, el teléfono celular en una mano, echaron a correr en dirección a Yohiro. Los que se hallaban más cerca de la puerta del monasterio realizaron un movimiento envolvente para cortarle el camino. A pocos metros de la puerta, que mostraba en su quicio abierto un monje con las manos en oración, Yohiro fue alcanzado y arrojado al suelo. Atrapado, uno de los perseguidores colocó el móvil en su oreja. Yohiro gritó. El sujeto del teléfono le apretó con más fuerza el celular a la oreja y Yohiro no puedo evitar oír el mensaje. Había perdido. Le habían dado caza. Las personas que le sujetaban, al ver que Yohiro no se movía, le fueron soltando. De pie rodeando el cuerpo inerte de Yohiro, los hombres guardaron sus móviles y fueron retirándose de forma pausada. Allí quedó el cadáver de Yohiro, víctima de la barbarie del celular, de la telefonía en exacerbo. El monje, luego de mirar con conmiseración el cadáver de Yohiro, cerró lentamente la puerta del monasterio. Se lamentó de que fueran tan pocos los que lograban llegar.

Zaragoza, 11.06.14

Lamberto García del Cid, España © 2014

lgdelcid@telefonica.net

Lamberto García del Cid ha publicado varios libros: La sonrisa de Pitágoras, Editorial Debate, Barcelona, 2006 y 2007 (traducida al griego en 2009); Numeromania (Números, mística y superstición), Editorial Debate, 2009; y Números notables, RBA editores, 2010 (traducido al portugués, italiano, polaco y francés, y contratada ya la traducción al inglés). También ha publicado en varias revistas, como Contrastes (abril/mayo 2002): “Criterios estéticos en las teorías científicas”.

En la actualidad mantiene dos blogs: La oveja feroz (de humor irreverente) y Lector en desvelo (de literatura).

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