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Cuatro hombres buenos

Los cuatro vehículos todo terreno, como si se hubieran puesto de acuerdo, llegaron casi sincronizadamente al patio de la vieja casona. La noche exhibía una quietud de arrobo y era fría, de invierno. Los hombres que conducían los coches, ataviados con ternos de buena factura, descendieron de sus respectivos vehículos y ayudaron a bajar al invitado que cada uno traía. Los invitados eran pordioseros cuyas miradas mostraban la flor áspera de la resignación. Sus atavíos, envoltorios de carencia sobre carencias, los denunciaban como habitantes de Villa Penuria. Uno era negro. Los cuatro indigentes fueron conducidos al interior de la casona, hasta una sala donde había una mesa engalanada de fiesta. En el centro de la misma destacaba un arbolito de navidad con luces encendidas y bolas de adorno. Los recién llegados fueron invitados a sentarse. Los hombres que los habían traído, serios y circunspectos, se quedaron de pie, observándoles. Los pordioseros se miraban entre sí o inclinaban sus rostros como en conversación con las rodillas. Adiestrados en la amarga escuela de la docilidad, apenas se atrevían a mirar a sus anfitriones. Les habían metido casi a la fuerza en el coche con la vaga promesa de pasar una buena velada, con mucha comida y bebida, para celebrar la Navidad. Pero la forma de comportarse de esos hombres, su silencio arrogante durante el trayecto, había incubado en las desconfiadas mentes de los cuatro convidados cierta intranquilidad. Algo no cuadraba entre la promesa de una cena de Navidad y la distante actitud de quienes los habían invitado.

Hizo su entrada en el pequeño comedor un hombre mayor, renqueante debido a una cojera, sin afeitar y con un rostro dominado por un ceño adusto, no mucho mejor vestido que los mendigos. Uno de los anfitriones, un hombre de barba cuidada y calva impecable, se dirigió a él:
—Vicente, ¿está la comida preparada?
El anciano dijo que sí, que todo estaba listo. El hombre de la barba cuidada y calva impecable le dijo que diera orden de empezar a servir los platos. El anciano que respondía al nombre de Vicente salió de la habitación.

Los cuatro mendigos en cuyo honor se iba a celebrar el banquete apenas se atrevían a mirarse entre sí, y menos a preguntar nada. Algo en la actitud de los hombres que les habían traído hasta allá, y el lugar, tan apartado, les acobardaba. Mientras esperaban, manoseaban los cubiertos con nerviosismo o desplegaban las servilletas de papel con motivos navideños.

Hizo su aparición una mujer con un puchero. Por las trazas y la edad, bien pudiera ser la mujer del hombre mayor que había salido hacía un momento. La mujer abrió la tapa de la olla y un olor nauseabundo impregnó el pequeño comedor. Los comensales sintieron una punzada de temor. La mujer revolvió el maloliente guiso con un cazo y fue repartiendo las raciones a los invitados. Estos, alertados por el olor, se fijaron en el contenido de sus platos y advirtieron con estupor, asco y miedo, que había trozos marrones de mierda, pedazos de deposiciones humanas que concordaban con el olor del guiso. Alguno tocó los fragmentos de heces con la cuchara, apartándolos como si quisieran ver qué otra sorpresa incluía tan peculiar menú. Se cernió sobre la mesa una atmósfera de pathos trágico. Como los comensales no se atrevieran a comer, uno de los anfitriones, un hombre obeso y de pelo escaso, gigantón con voz de trueno, rugió:
—¡Qué pasa! ¿No sabéis apreciar el regalo que se os hace? Hoy es Navidad y hombres cristianos y decentes os han invitado a cenar. ¡Basta de remilgos y empezad!

Como las admoniciones del hombre obeso no tuvieran efecto en los comensales, otro de los anfitriones, un hombre de gafas con aspecto de contable, la mirada alta y como de présbita, se acercó al negro por detrás y le empujó la cabeza hacia el plato, al tiempo que exclamaba:
—¡Come, cabrón! Ésta es la comida que te mereces. Si eres un mierda, come mierda.

Como el negro se resistiese, el hombre de las gafas le arreó bofetadas de metódica ira mientras insistía, con la verba violenta del que gusta de imponer un determinado concepto de lo legítimo, en su demanda:
—¡He dicho que comáis, coño! No tenemos toda la noche. Somos personas ocupadas y tenemos cosas más importantes que hacer.

Los cuatro mendigos permanecieron en silencio, encogidos, temerosos, pero sin intenciones de comer los excrementos servidos. Entonces, el tipo de las gafas con aspecto de contable se sacó una pistola del abrigo, la montó, puso el cañón en la cabeza del negro y amenazó:
—Como no comáis, le pego un tiro al hijoputa del negro. Y luego a vosotros.

Los mendigos permanecieron quietos, los ojos dirigidos hacia las rodillas; uno hizo mención de tomar la cuchara, pero desistió y esperó. No creían que la amenaza fuera en serio, la tomaron como un gesto que sólo buscaba amedrentarlos para hacerles comer y así divertirse a su costa. El sonido del disparo asustó tanto a los comensales como al resto de los presentes en la habitación. La cabeza del negro, destrozada por el impacto de una bala a tan corta distancia, cayó sobre el plato de guiso y salpicó la mesa. Los otros tres mendigos, al ver que la amenaza era real, tomaron sus cucharas y se aprestaron a comer. Al principio la ingesta les provocó náuseas, que se apresuraron a paliar con una botella de vino blanco que había sobre la mesa, pero que resultó contener orines y no vino. Ante la amenaza de la pistola, ahora apuntándoles a ellos, los mendigos, pese a las continuas náuseas y arcadas, se tomaron la mayor parte de lo servido. Si bien no se acabaron todo, los anfitriones parecieron darse por satisfechos y pidieron a la mujer que trajera el segundo plato. La señora vino portando una bandeja con lo que parecían croquetas, pero con extraños salientes del rebozo que los precavidos convidados, al examinarlos de cerca, comprobaron que eran de metal. La masa de las croquetas iba rellena de clavos y, como comprobaron al ingerirlas, también de pequeños fragmentos de vidrio. Los tres forzados comensales, temerosos de acabar como su compañero, cogieron cada uno una croqueta y fueron comiéndola con aprensión y esfuerzo. Sabían que su contenido probablemente les desgarraría las entrañas, pero eso era preferible a recibir un tiro en la cabeza. Cuando hubieron comido al menos dos croquetas cada uno, los anfitriones pidieron que les sacaran los postres. Los atemorizados invitados esperaron con inquietud el nuevo suplicio. La señora trajo en una bandeja tres copas altas que dijo ser cócteles de champán. Su aspecto era normal, pero los mendigos no se atrevían a probarlo porque presentían que debía haber gato encerrado. Entonces, el hombre obeso de voz de trueno habló:
—Ya no tenéis de qué preocuparos. Como habéis pasado la prueba esta vez se os ha servido un auténtico cóctel de champán aromatizado con licor de almendras. Tomadlo con confianza. La ordalía ha sido superada. Cuando terminéis, podréis iros.

Los tres mendigos, sin abandonar del todo sus reticencias, probaron el cóctel. Éste, efectivamente, sabía a champán con un ligero toque amargo a almendras. Era posible que el hombre del vozarrón no mintiera. Persuadidos de que el postre estaba libre de peligro, y con la esperanza de poder irse al terminarlo, apuraron las copas rápidamente. Al finalizar, notaron que el sabor amargo prevalecía sobre el sabor a champán, pero recordando los sabores y texturas de los alimentos recién ingeridos, la amargura del licor de almendras les pareció una deliciosa anécdota. Acabados los postres, los acobardados comensales miraron a sus anfitriones esperando el permiso para irse. Pero estos les anunciaron que, antes de permitirles marchar, les cantarían un villancico. Uno de los hombres salió de la habitación y regresó con una pandereta, dos zambombas y un aro con cascabeles. Los cuatro anfitriones, haciendo sonar estos instrumentos, cantaron a sus invitados el villancico que dice: “Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad...”

Las voces eran cuidadas, el canto sincronizado y los instrumentos no desentonaban del conjunto. No obstante tener fama la música de amansar a las fieras, los mendigos, que acababan de sufrir la experiencia más traumática de su vida, no dieron muestras de amansar su impaciencia. Una impaciencia que se tornó desasosiego cuando los tres comenzaron a notar un ligero malestar en el estómago. El dolor pronto se propagó e invadió el resto del cuerpo. Una sensación de parálisis parecía inundar sus venas. En seguida comenzaron las náuseas, a la que siguieron vómitos dolorosos que les destrozaban las entrañas. Los tres mendigos, agarrándose el vientre, cayeron al suelo en medio de un concierto de congojas. Mientras los tres mendigos agonizaban entre espasmos y convulsiones, los cuatro anfitriones depositaron con mimo los instrumentos sobre la mesa y se cruzaron de brazos a esperar que terminara el espectáculo de la agonía. Cuando los mendigos dejaron de moverse, el hombre de la barba cuidada, que parecía ser el dueño de la propiedad, llamó al viejo sirviente, que acudió presto.

—Vicente, ya sabe lo que tiene que hacer con los cuerpos. Deshágase de ellos como la vez anterior. Luego arregle todo. Que no quede rastro de la cena. Nosotros tenemos que marcharnos.

El hombre de la barba cuidada miró el reloj y se dirigió a sus compañeros:
—Tenemos el tiempo justo. Ha sido una buena idea el traer la ropa para cambiarnos aquí. Si nos damos prisa, llegaremos sin problemas. Vamos.

Los cuatro hombres salieron del comedor mientras el viejo sirviente disponía de forma ordenada los cuerpos sin vida sobre las losas del suelo. Con paso presto, los cuatro hombres fueron hasta sus vehículos, de donde tomaron cada uno un porta—trajes y volvieron con ellos a la casona. Al pasar junto a un exvoto de cera que reverberaba a los pies de una hornacina con virgen junto a la entrada, los cuatro hombres se santiguaron. Se cambiaron en una habitación de la planta baja. Cuando emergieron del cuarto, los cuatro vestían de smoking, camisa blanca inmaculada y pajarita negra. Los zapatos, negros y lustrosos, brillaban en la tenue luz del pasillo. Los cuatro hombres, con las ropas de calle recogidas en bolsas, se dirigieron a sus todo terreno y se despidieron hasta dentro de un rato. Los cuatro potentes vehículos abandonaron, uno detrás de otro, la finca.

Media hora más tarde los cuatro hombres entraban juntos en la iglesia del Buen Pastor. Allí se juntaron con otros hombres ataviados como ellos, se abrazaron y se desearon paz y felicidad. Al rato apareció un sacerdote que les dijo que debían prepararse. Los hombres, junto con el resto de los integrantes de la coral, subieron las escaleras que conducían a la pequeña balconada que sobrevolaba la parte izquierda del altar, sobre el órgano. Abrieron los cantantes las partituras y aguardaron. Piadosos fieles abarrotaban los bancos y llenaban los pasillos de la iglesia. Esa misa cantada era famosa en la provincia y acudía gente de otras poblaciones. Se dio la señal. El coro comenzó entonando un lied popular que comenzaba:

Es ist ein Schnee gefallen
Und ist es doch nicht Zeit.
(1)

El entrelazado de las voces propició una súbita descarga de fruición estética que hizo llorar a los asistentes a la misa. Los cuatro hombres de nuestra historia, conmovidos por esa música sencilla, también tenían los ojos bañados de lágrimas. Eran, toda la parroquia podía dar constancia de ello, cuatro hombres buenos.

________________________
(1) Ha caído una nevada / Sin ser tiempo todavía.

Lamberto García del Cid, España © 2013

lgdelcid@telefonica.net

Lamberto García del Cid ha publicado varios libros: La sonrisa de Pitágoras, Editorial Debate, Barcelona, 2006 y 2007 (traducida al griego en 2009); Numeromania (Números, mística y superstición), Editorial Debate, 2009; y Números notables, RBA editores, 2010 (traducido al portugués, italiano, polaco y francés, y contratada ya la traducción al inglés). También ha publicado en varias revistas, como Contrastes (abril/mayo 2002): “Criterios estéticos en las teorías científicas”.

En la actualidad mantiene dos blogs: La oveja feroz (de humor irreverente) y Lector en desvelo (de literatura).

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