Entre tintineos de loza y plática admirativa sobre su difunto marido, María me invitó a visitar el despacho del escritor. Acepté encantado. El cuarto, con muy poca luz, y también pocos libros, tenía un escritorio no muy grande junto a una lámpara de pie, conjunto extrañamente apartado de la única ventana que, sobre un jardín umbroso, impedía la penumbra total. Comencé a mirar embelesado las estanterías y María, comprensiva, me dijo que me dejaba un momento solo, que tenía algo que hacer. Consciente de encontrarme en el despacho de uno de los más grandes escritores jamás surgidos, respiraba quedo y recorría con índice respetuoso los escasos volúmenes de los anaqueles. Respiré el ambiente que había pertenecido a un hombre que creyó que lo eterno está en el bifurcarse de caminos, a un escritor que consideraba la literatura la manera más agradable de ignorar la vida. Entre los libros que allí había distinguí los gastados tomos de The Anatomy of Melancholy, de Burton, y la versión de Las mil y una noches, en inglés, del otro Burton.
Paseando mi mano por uno de los estantes activé involuntariamente un pequeño mecanismo o simplemente toqué una pestaña disimulada (no sabría precisarlo) que dejó al descubierto una minúscula hendidura en una de las tablas. Dentro distinguí un papel en varias dobleces, muy prensado. Lo extraje y advertí que en el papel, plegado por el reverso, se traslucía lo que parecía una escritura abigarrada y de letra muy menuda. Instintivamente me guardé el papel en el bolsillo y cerré el pequeño hueco en la madera. Nervioso por el hurto, comencé a pasear por la habitación, pero ya sin fijarme en nada, sólo con ganas de salir de allí. Pasaron unos minutos, que se me hicieron largos, hasta que apareció de nuevo María Kodama. Continué un rato interesándome por los objetos que pertenecieron al fallecido escritor, un poco por cortesía y un mucho por no delatar el hallazgo que ocultaba en el bolsillo. Al final me despedí de María Kodama, a quien agradecí su amabilidad. Ya en el hotel, desplegué las hojas encontradas en el despacho de Borges. Eran dos, algo ajadas por el tiempo, y escritas con pluma cuya tinta había traspasado el papel. La escritura, como ya había adivinado, era abigarrada, menuda, y por ello difícil de descifrar, pero logré interpretar lo necesario para discernir que se trataba de un cuento inédito del propio Borges. El empleo de ciertos modismos, ciertas palabras, eran signos inequívocos. Desde aquel momento conté las horas que me faltaban para volver a España.
Acabado el viaje, al amparo de mis lares, armado de paciencia y emoción, descifré la escritura del maestro. El cuento resultante os lo transcribo a continuación. Que el texto que os aprestáis a leer sea el resultado de un latrocinio, en nada disminuye su mérito, por lo tanto no hagáis remilgos y disfrutad. Por cierto, el manuscrito no tenía título.
Tato Valdez, el carnicero, le admiraba profundamente. Había leído todos los cuentos de Carducci y en su pobre cabeza de menestral no entraba cómo se podía lucubrar tramas tan perfectas y soluciones tan airosas. Un día decide hablarle. Cuando Silvio Carducci pasa por delante de su establecimiento, aprovechando que no tiene clientes, el carnicero deja el local y lo aborda. Le dice cuánto le admira y que deseaba desde hacía tiempo saludarlo. El escritor le mira con cierto interés y siente necesidad de confíarle que ha recibido una misiva junto con una llave. En la nota se precisa una dirección, pero no conoce dónde pueda caer. Se la lee al carnicero. Éste la conoce. Se trata de una calleja perdida en los arrabales, dejando atrás la quinta que llaman de los laureles. El carnicero se ofrece a llevarlo hasta allá. El escritor consiente. Tato Valdez cierra su establecimiento y, cual Hermes el conductor, guía a Silvio Carducci hasta las afueras por calles que éste jamás había frecuentado. El escritor está intrigado por la amabilidad del carnicero. Sabe que entre un hombre y otro hombre sólo la curiosidad mueve al conocimiento.
Llegan a un callejón de tierra, invadido por el polvo y el olvido. A ambos lados se defendían de la ruina unas casitas de adobe, bajas, miserables. Buscan el número indicado en la nota. La puerta es de madera; su color, marrón oscurecido por el tiempo. Silvio Carducci introduce el llavín en la cerradura. En ese momento se extraña de que la cerradura sea relativamente moderna, como la llave. Piensa que al lugar se adecua más una llave de hierro grande, herrumbrosa. Abre la puerta. Ante ellos emerge una estancia desvencijada. La pieza huele vagamente a humedad. Los tablones que tachan la única ventana dejan filtrar tímidos haces de luz. Junto a la pared distinguen un sofá que muestra sin recato los muelles del artesonado. A la derecha hay una puerta que da a una cocina. En ella todo está mohoso, sucio, desconchado. A la izquierda hay otra puerta. La abren. Se trata de una pieza que contiene un tubo de baño sucio y con desperdicios en su interior. Un caño de ducha pende del techo mostrando en su boca bordes de orín. A un lado, un lavabo partido está tumbado en el suelo, unido todavía a la pared por el cordón umbilical de la cañería. El escritor escruta el lugar en silencio. Una mosca vuela en círculos, zumbando alegre por la visita. El carnicero husmea por las distintas cámaras. El escritor considera que hace demasiado ruido. Durante varios minutos ninguno habla. Al fin es Silvio Carducci quien rompe el silencio para anunciar que ya ha visto suficiente y que debe regresar. Concluye que ha sido objeto de una broma. Dejan la casa y cierran la puerta con llave. Vuelven sin decir palabra hasta el centro de la población. Junto al establecimiento de Tato Valdez, se despiden.
Pasó un mes. Tato Valdez ha terminado la jornada y se halla en una habitación que queda justo encima de su local y le sirve de hogar. Tiene en las manos la última edición de Crimen magazín. Busca directamente el cuento policial de Silvio Carducci que anuncia la portada. Lo lee con atención, susurrando las palabras. A medida que avanza en la lectura su rostro muestra síntomas de asombro. El cuento trata de un periodista que un día recibe en su casa un sobre conteniendo una llave y una nota con una dirección. El periodista, curioso, decide averiguar dónde cae el lugar y visitarlo. Al pasar al lado de la carnicería del barrio, el carnicero, un tipo con el que nunca había intercambiado una sola palabra, sale a saludarlo. El sujeto le comunica su admiración y le confiesa que tenía muchas ganas de conocerlo. El periodista, sin saber por qué, le confía la dirección a la que desea ir pero que no tiene idea de dónde pueda quedar. El carnicero conoce el lugar y se ofrece a acompañarlo. El periodista acepta. El carnicero cierra el comercio y le guía a través de cuadras para él desconocidas hasta un lugar en los arrabales donde unas casas de adobe empobrecían el paisaje. Llegan al lugar indicado y el periodista abre la puerta. Nada más abrirla un olor fétido les inunda y miles de moscas salen a recibirlos. El periodista, sujetándose un pañuelo a la nariz, entra en la estancia. Se trata de una pieza de perímetro regular sólo iluminada por tímidos haces de luz que penetran a través de unos tablones que tachan la ventana. El olor es nauseabundo. El enjambre de moscas parece venir de un cuarto a la izquierda. El periodista se dirige hacia él y se detiene en el umbral. El espectáculo es horrendo. En un tubo de baño sucio yace lo que parece un cuerpo humano salvajemente mutilado. Hay sangre en el suelo y en las paredes. Parecía la obra macabra de esos beatos enloquecidos que dejan un reguero de estampitas piadosas en el lugar del crimen. En este caso el reguero es de sangre. El carnicero, que no lleva cubierta la nariz, se acerca al cuerpo, levanta un miembro suelto, se lo enseña al periodista y lo deja caer de nuevo en la pila del baño. El periodista observa que el carnicero tiene manchas de sangre en las puntas de los zapatos. Piensa que debe haberle goteado el trozo de carne que ha sostenido en la mano. Pero la sangre parecía ya coagulada. Por señas el periodista le dice al carnicero que ya es suficiente, que deben irse. Ya en la calle el periodista se quita el pañuelo de la cara y respira hondo varias veces. Sin cruzar palabra los dos personajes vuelven al centro de la población. Junto al establecimiento del carnicero, se despiden. El periodista informa a la policía del descubrimiento y no olvida mencionarles las manchas de sangre sobre los zapatos del carnicero y sus sospechas de que la sangre del cadáver ya estaba seca. La policía registra la casa del carnicero y halla un montón de cuchillos sangrientos. Lo detienen. La sangre, tras los pertinentes análisis, resulta pertenecer a la víctima hallada en la casa de las afueras. El carnicero es juzgado y condenado. Y así termina la historia.
Tato Valdez deja caer la revista al suelo. Se encuentra mal, un dolor sordo le muerde el pecho. Los sentidos, infalibles índices, le indican que de nada sirve el báculo de luz del albedrío. Suenan unos golpes en la puerta. Asustado, se levanta, se tambalea hasta la mesa de la pequeña estancia y esconde precipitadamente en uno de los cajones varios cuchillos manchados de sangre. Unas gotas se desprenden y le caen sobre las puntas de los zapatos. Tato Valdez, limpiándose las manos en la trasera del pantalón, se dirige hacia la puerta para abrir a la policía".
lambgar@gmail.com
Lamberto García del Cid nació en Portugalete, Vizcaya, en 1951. Es licenciado en Ciencias Económicas por la Universidad de Bilbao y reside en Zaragoza.
Ha publicado los libros: Elogio de los falsos trajines (Amazon, 2017), Historias para tiempos extraños (Amazon 2018) y Por el camino de K (Amazon, 2018).
Otros cuentos del autor en Proyecto Sherezade:
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