Un martes de preinvierno, vagando su ocio poslaboral por un HiperMall, Tomás Pueyo sintió la fisgonería de guipar un puesto donde reclamábase una holopitonisa de nombre exótico. Nada más traspasar el umbral, la tiniebla ambiental le ofuscó. Cuando sus pupilas se aclimataron, ojeó al fondo una holofigura arropada en un halo espectral. La holoimagen representaba a una gitana que, con pañuelo de topos en la chota y en las oideras dos enormes aros, escalonaba naipes de dimensiones alupadas sobre una mesa de faldas. El halo opalino que proyectaba el holograma rodeaba al grupo de mesa y gitana de atributo quimérico. Ante la irresolución de Tomás, la holofigura indicole con la mano que se arrimase. Un asiento frente a la holofigura indicó a Tomás donde debía ubicarse. Lo hizo. Entonces la holopitonisa demandó, gesticulante, que introdujera la mano en una zona del holograma peculiarmente fotoneada. Tomás obedeció. La palma de su mano, hacia arriba, fue barrida por haces cobrizos que resaltaron las líneas de vaticinio. Tomás junaba ora su palma, ora tres menudos planetas que orbitaban alrededor de la testa de la zíngara. Reconoció a Sirio y sus dos lunas rotando cautivas. La holoadivina se inclinó sobre la palma encobrizada de Tomás y la estudió con ceja agorera. Al instante la gitana visajeó alarmista. Alzó los ojos y los apuntó hacia donde presumía debía hallarse el consultante. Su mirada, con escora, apuntaba ligeramente a la izquierda do permanecía Tomás, preso ya de desazón. La holovidente vocalizó en sintetizado que no veía nada, que zarpase, que no tarifaba. Tomás, advertido mas aturdido, permaneció sentado. Intranquilo, suplicó a la holofigura que le comunicara lo que presagiaba su mano. La gitana rehusó con la cabeza. Tomás escrutó con la visual el parco tabuco tratando de guipar una cortina o puerta velada. Fracasó. Sabiendo que la holofigura podía oírle, Tomás rogó de nuevo, imploró, amenazó. La holoadivina miró hacia un lado, como si solicitara instrucciones. Al cabo tornó a enfocar hacía ese punto impreciso a la izquierda de Tomás y manifestó que había leído en su mano que fenecería el próximo viernes. Transcurrieron minutadas antes de que Tomás Pueyo se recuperara del choque producido por la noticia. Inhábil para discurrir, sus circuitos neuronales sólo captaban el silencioso orbitear de las lunas de Sirio sobre la testa de la holosibila. Al cabo levantose. Al hacerlo, tiró la silla. Sin molestarse en recogerla, salió con paso torpe del chiscón. Dejó el HiperMall y erró por la ajena urbe hasta que, sin saber cómo, encontrose en casa. Tomás no era supersticioso, pero el vaticinio habíale derribado. Esa noche se le fue en vela. Al día siguiente en el trabajo pidió asueto el viernes.
El jueves, Tomás Pueyo se avitualló para evitar salir el fatídico día. Después de una cena frugal, se inyectó un sedante y se acostó. El viernes le amaneció, entre sopores del calmante, al mediodía. Se levantó, tomó un café de termo y se apoltronó en el living con varios tableros de pasatiempos. Por cautela, había resuelto no usar equipos conectados a redes de energía, ni siquiera la Nokami. A medida que avanzaba el día la desazón de Tomás creció. Sonó una vez el intercomunicador del portal, pero no contestó. Comió frío. A media tarde su inquietud le hacía dar constantes paseos por el piso. Se hartó de tableros-pasatiempo. Las ocho. Faltaban cuatro horas. Tomás se preguntó si no estaría exagerando la situación. Nunca había creído en adivinos, quirománticos y demás arúspices, jamás había guipado la sección de horóscopos de la GlobeNet. Execró la curiosidad que le hizo entrar en el local de la holopitonisa. Tomó un tablero-baraja y trató de hacer un solitario. Los naipes le recordaron los que desplegaba en su ocio la holoadivina y renunció. Sin apetito, cenó una dosis proteínica. Su ansiedad dilataba los segundos, que a su vez diferían los minutos, que sólo a fuerza de siglos engendraban horas. Las once de la noche. Sesenta minutos más y estaría a salvo. Los nervios comenzaron a mellar su entereza orgánica. Entrábanle constantes ganas de evacuar, ganas que desmentía recluido en el retrete. Se le puso una roma cefalea, pero decidió no inyectarse ningún analgésico. Ya apenas podía permanecer en reposo. Deambulaba de un lado a otro del piso como una fiera enjaulada. Zancajeaba del salón al dormitorio, y tornaba al salón. Se sentaba y al rato, desazonado por la inmovilidad, dirigíase otra vez a la alcoba. Renunció a acostarse. Aguardaría el inicio del nuevo día en vela. Once y media. Tomás no cesaba de guipar el reloj. Luego mordíase los labios o mesábase el cabello. Entonces creía advertir que su corazón aceleraba y tornaba a guipar el reloj. Al final se lo quitó y lo guardó. Tornó a la sala y se sentó. Se levantó casi inmediatamente. Zancajeó por la habitación. Se descubrió enfocando hacia el holo-reloj de la Nokami. Las doce menos cinco. Cubrió la consola y su display horario con un trapo. La tensión era insoportable. Marchaba por el pasillo cuando prodújose el fragor...
El sábado, alertada la policía forense por los vecinos, ésta forzó la puerta del piso de Tomás Pueyo, a quien encontró tendido en el pasillo sin vida. El forense dictaminó fallecimiento por infarto. La hora, alrededor de las doce de la noche del viernes. La policía no halló nada irregular en la vivienda salvo un amasijo de loza quebrada y cacerolas esparcidas por el suelo de la cocina. Por lo visto la alacena que los contenía había cedido.
Portugalete, mayo 1998
Lamberto García del Cid, España © 2001
lgdelcid@telefonica.net
El autor es español, nacido en 1951 en Portugalete, Vizcaya, pero reside en Zaragoza. Es Licenciado en Ciencias Económicas por la Universidad de Bilbao, pero su vocación no son las finanzas sino la literatura. Tiene escritas varias novelas y bastantes relatos, pero los editores españoles no encuentran hueco en sus "apretadas" agendas editoriales para los mismos. Ha creado dos páginas Web en internet, a las que os invita a asomaros, una en español: http://homepages.infoseek.com/~librovivo (Web literaria no apta para ortodoxos) y otra en inglés: http://members.xoom.com/pesimism (llena de pesimismo, pero del bueno, del que no deprime). También tiene dos cuentos publicados en la Web argentina El perro andaluz (antigua El Golem). Se confiesa, como todo forjador de relatos, apasionado de Cortázar, a quien relee continuamente.
Comentario del autor sobre el cuento:
Originalmente este cuento formaba parte de un relato de ciencia ficción situado a mediados del siglo XXI, y estaba escrito de forma normal. Luego, para adaptarlo a esa época futura, previsiblemente afectada por los lenguajes electrónicos, el autor decidió introducir giros nuevos en el idioma que imaginó como propios de esa época. Algunas palabras recuperan vocablos del español antiguo y otras ha tratado de adaptarlas a una futura tecnología basada en el holograma y la cibernética. Valga como explicación por si alguien nota el español utilizado demasiado "peculiar". El final también se adaptaba a la trama de la novela para la que fue escrito. Pero luego se sacó de la novela y se incluyó en el libro de cuentos "La patrulla (y 12 relatos más)", al que ahora pertenece.
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