Dante Calciotti expiró en Roma a los cincuenta años. Dejaba viuda y dos hijos. Tras el óbito, el espíritu de Dante apareció frente a unas altas verjas que servían de entrada a un inmenso recinto vallado. Por entre los barrotes se divisaba un inmenso paraje de verdes prados y bosques soleados. No bien Dante dio un paso hacia las rejas, éstas se abrieron y un hombre ataviado con alba túnica y un tenue halo de leve azul emanando de su augusta cabeza, le dio la bienvenida. El hombre de la túnica guiole por un pequeño bosque de hojas cobrizas hasta la entrada de un amplio valle entre colinas suaves y donde, al fondo, divisábase una pequeña urbe como de cuento de hadas: calles bien trazadas, mansiones de tejados relucientes y fachadas pintadas con agradables colores pastel; distinguíanse también fuentecillas de agua chispeante en las varias plazas que se ubicaban a espacios regulares, así como varios edificios grandes, de corte comunal, y una iglesia de arquitectura ecléctica. El guía, mientras le conducía hacia la apacible villa, le informó de que ese sería su nuevo hogar. Al recorrer las calles de la pequeña población, Dante se cruzó con ancianos alegres, caballeros de porte distinguido, mujeres de casto mirar y andares pausados, y niños que, felices, correteaban por los jardines. Todos al pasar le saludaron con amabilidad y le sonrieron. Dante fue conducido a un edificio de viviendas donde le fue asignado un espacioso apartamento. El guía le explicó que allí no tendría que preocuparse de la comida, del vestido ni de otras humanas necesidades. Su única obligación consistiría en disfrutar del devenir en compañía de seres felices. Sin más, considerando que Dante quedaba instalado, el hombre de la túnica se despidió y se fue.
Dante inspeccionó los aposentos que constituirían su nuevo hogar. Además de la alcoba, disponía de un pequeño salón con biblioteca y un cuarto de baño. Curioso, se acercó a las estanterías de los libros y recorrió los títulos de los lomos con el dedo índice. Estos, casi medio centenar, consistían en obras pías y edificantes. Algunos títulos le recordaron sus años escolares.
Dante bajó al salón principal de la residencia y fue cordialmente acogido por los demás habitantes del inmueble. Había varias parejas de ancianos, un hombre de mediana edad, y dos muchachas jóvenes. En esa casa, le informaron, no había niños. Pronto le instruyeron sobre cómo se repartía el tiempo en aquel plácido lugar. Por la mañana, el desayuno se servía hasta tarde, lo que permitía levantarse sin prisas. A eso de las once todos acudían a un centro comunal donde se relacionaban con los demás habitantes del lugar. Esta relación consistía normalmente en conversar, planear excursiones o participar en juegos de salón. La comida era ofrecida en un enorme refectorio comunitario situado en el centro de la población. Terminado el almuerzo, cada cual podía hacer lo que quisiera: pasear, dormir, leer, hasta la hora de oración, que tenía lugar a las siete de la tarde en la Iglesia. Luego venía la cena, también en el refectorio comunitario. Acabada la vespertina colación, la gente se retiraba a sus aposentos. El plan de vida pareciole a Dante descansado y atractivo. Cumplidas las explicaciones sus coinquilinos le informaron que era hora de acudir al centro de convivencia y le invitaron a que los acompañase. Dante aceptó complacido. Durante el trayecto fueron encontrándose con ancianos de mirar dulce y andar pausado, niños de rizos rubios que correteaban por las calles, mujeres de mirada maternal y caballeros atildados y de modales educados. De todas las personas parecían emanar efluvios de amor y fraternidad. Dante sintiose henchido de una felicidad serena que nunca antes había experimentado.
Así, ateniéndose fielmente al programa prescrito, fueron pasando los días. Dante acudía animoso a los actos comunitarios, se retiraba luego a su habitación a leer a los apóstoles, o a su homónimo, el célebre poeta florentino. Dormía y comía y la vida se deslizaba por esa pendiente de dicha que tanto añora quien se halla en la zozobra.
Al cabo de un año de llevar esta existencia Dante comenzó a dar muestras de intranquilidad. Ya no acudía tan jovial a los actos comunitarios, cada vez necesitaba más los momentos de retiro en su habitación o los solitarios paseos por el bosque antes de la hora de la oración. Un día, por ver qué ocurría, no acudió a la Iglesia ni a cenar. Se demoró en el bosque y luego se dirigió directamente a sus habitaciones. Al día siguiente sus compañeros de albergue le dijeron que habían notado su ausencia y le preguntaron por los motivos. Dante, con un matiz desafiante en la voz, les manifestó que no le apeteció juntarse con nadie. Sus coinquilinos no le hicieron ningún reproche, como si su falta no fuera tal, ni siquiera algo inusual. La fraternal actitud hizo que Dante se avergonzase de su proceder y se prometiera en adelante acudir a todos los actos comunitarios.
Cuando hubieron transcurrido tres años desde su llegada, Dante notó que la monotonía, la falta de sucesos inesperados, hacían mella en su ánimo. Inquieto, determinó buscar consejo de uno de los ancianos de su edificio, el que parecía llevar allí más tiempo. El hombre, tras escuchar pacientemente sus quejas, le dijo que comprendía su desazón. Él mismo había pasado por ese trance, y le aseguró que se trataba de un desasosiego pasajero, y superable. Le explicó que era difícil aclimatarse a la dicha, que se necesitaba mucha paciencia, incluso resignación. Pero que al final, el gusano de la rutina que le reconcomía devendría segunda naturaleza y dejaría de atormentarlo. Dante decidió hacer caso del consejo y perseveró en su adaptación a la inercia de los rituales establecidos.
Sin embargo, lejos de disminuir, la zozobra de Dante fue en aumento. Cada mañana, al despertar, odiaba el nuevo día. Sólo con mucho esfuerzo de voluntad abandonaba el lecho y bajaba a desayunar. Acudía de mala gana a las concentraciones comunitarias y, durante los trayectos, causábanle disgusto las carreras alegres de los niños, las sonrisas dulzonas de los ancianos y la mera visión de las recatadas madres. ¡Qué ganas de gritar o apuñalar! De haber encontrado una manera de desahogarse, la hubiera empleado sin vacilar. Mas desarmábale la ingenua placidez de la tranquila villa, su edénica atmósfera tornaba inermes sus accesos de furia. Fue un día especialmente desesperante, en su octavo año de residencia, cuando el decano del lugar, un hombre menudo y de ojillos penetrantes, le sacó del refectorio y le pidió que le acompañase a dar un paseo. El anciano le refirió que había advertido su creciente intranquilidad y deseaba darle algunos consejos. Después de encomiarle el poder balsámico de la paciencia y la resignación, el anciano le reveló un secreto que calmó la desazón de Dante. Le informó que su vida en el pequeño valle era transitoria, una estancia que duraba cincuenta años. Al cabo de este tiempo, un enviado de la alta jerarquía vendría a anunciarle el advenimiento de una nueva etapa, probablemente en un paraje distinto. Se trataba de ciclos pensados para procurar aliciente a los estados de continua bienaventuranza. Dante, pese a saber que aún le quedaban más de cuarenta años hasta que se produjera el cambio de ciclo, sintió renacer en su interior voluntades soterradas, bríos casi olvidados, resurgentes energías que confiaba le permitieran afrontar con entereza el reto de la diaria monotonía. Así, animado por el incentivo del lejano cambio, volvió a relacionarse con los restantes moradores del lugar y acudía puntual a las congregaciones comunitarias.
Aquel día Dante cumplía cuarenta años desde su llegada al beatífico lugar. Una tenaz resignación y gran acopio de paciencia habíanle permitido sobrellevar todos esos años. Si bien sus pies se dirigían con menos premura a los actos comunales, ya no le molestaban tanto los alegres juegos de los niños o las dulces y recatadas miradas de las madres; tampoco los sonrientes saludos de los ancianos o los exquisitos modales de sus pares. Sus solitarios paseos por el bosque y sus lecturas ayudábanle a mantener el equilibrio emocional. Pero la interna desazón seguía allí dentro. No sabía si aguantaría otros diez años más sin que esta comezón se expandiera y le fagocitara. Lo que sí sabía es que una ronca angustia le corroía las entrañas. De existir en ese lugar las enfermedades, no le cabía duda que ese desgarro interior le hubiera producido graves trastornos físicos. Pero allí no había enfermedades, imperaba una estricta salud, otro aspecto de la monótona uniformidad que probablemente contribuía a aumentar su desasosiego.
Transcurrieron por fin cincuenta años. Se anunció la llegada del mensajero de la alta jerarquía que le comunicaría el cambio de ciclo. Dante apenas podía contener su impaciencia. Antes de la hora indicada ocupaba ya su lugar en la explanada de la anunciación. Dispuestos en semicírculo alrededor de Dante, el pueblo entero, contagiado de reverente curiosidad, dábase a cuchicheos. El emisario no se hizo esperar. Un hombre alto, de alba túnica, su augusta cabeza emitiendo un resplandor azulado que Dante, convertido en gran conocedor de la obra de su homónimo medieval, supo que era ese “dolce color d’oriëntal zaffiro”, alzó los brazos para pedir silencio. El silencio se hizo. Rompiendo el devoto mutismo, el enviado, con voz de trueno, miró a Dante a los ojos y anunciole:
-¡Bienvenido a tu primer día en el infierno!
Lamberto García del Cid, España © 2010
lambgar@gmail.com
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