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Añoranza

Bajo la niebla de ese abril, la tierra húmeda recién despertándose, acunada en las palas de los hombres silenciosos, cae en granizada helada y golpeteo rítmico sobre tu ataúd; su caer engrilla en cerco hermético a cada uno de nosotros, sumido en privada tristeza. Redobla con seco golpe, incrustándose en los pensamientos, y cubre inexorablemente tu caja. Hoy, décadas después, mi curtido rostro se resquebraja al evocarte pese a los cuarenta y dos años amontonados entre ese ayer y el hoy, tal como se quebrantó el corazón del joven que fui en ese lejano ayer, ante tu cuerpo inerte. Nos fuiste arrebatada por el Poder egoísta de los cielos a tus escasos cuarenta y cuatro.

Mi papá nos persigue en la quinta, para castigarme; yo, acurrucado en tus brazos, me siento protegido. Saltas la acequia y me liberas de la paterna garra. A un lado de la acequia quedó el amor-amor y al otro el amor-rabia. Eso no me salva de, a la noche, recibir su severa mirada de padre; cuchilla que me hizo cenar con estomago contraído y ojo húmedo. Una parte de mí sonríe contenta, animando a la parte aterrada.

La tierra en cuya entraña te dejaremos, tiene el mismo aroma, color y modo de surcar el aire, del momento tan nuestro en que cuando jugábamos; ya sudoroso, me bañabas amorosa, me llevabas en brazos a la cama y, luego de obligarme, entre risas, a cenar, me contabas de Pedro Urdemales.

Cae la tierra, caritativa, hurtando a mi vista la artesanal tapa en madera; me evado del presente, evoco la imagen de nuestro recorrer los caminos de los cuentos que tú hilabas imaginativa; me trasportabas con tus relatos a castillos de princesas, gnomos, hadas...; conocí el reino de la fantasía, pese a que no tenías tú más instrucción que la que la naturaleza te dio, sin contaminarte con un hartazgo de saber inútil.

“Y ahora te contaré el cuento de Pinocho.”
“¿Qué cosa es pinocho, nana?”
“Fue primero cosa, madera. Unas manos de ángel le dieron aliento. Y fue tan humano que aprendió rapidito a ser ladino.”
“¿Qué es ladino, Anita?”
“No será culpa tuya ni mía, lo aprenderás a su tiempo y mejor que Pinocho.”

Estamos ahora todos ahí, tú tan quieta, pensando quizás en nuestro ayer. Los dos enterradores jadeantes y nosotros, los ocho porteadores de tu cuerpo: dos hermanos tuyos, esos cuatro vecinos amigos de todas las tertulias, mi padre y yo, de veinte llorosos años. Es arduo nuestro recorrer de los cinco o seis ásperos kilómetros bajo sol ardiente en camino abrupto a través de campos, lugares que tú amaste. Seis de nosotros te llevamos y al trastabillar alguno es reemplazado en silencio por uno de los dos que siguen vigilantes al cortejo. Se abandonaba el portear solo al punto de desfallecer, nos sostenía a cada uno un muy diferente amor por ti. Tuvo tu ternura facetas distintas de una calidez tal que cada uno de nosotros, con diferente edad, cultura, ansias, se sentía cerca de ti.

“Dios quiera y la virgen…” dices y me sobas la magulladura con crema y Fe y si te falla tienes bajo la cazurra manga otro secreto de naturaleza, “sana, sana potito de rana”. Reímos calladitos de tu segundo recurso.
“Dios quiera y la virgen.” Por siempre estará, inserta en mi corazón, esa Fe ingenua. Lo hice extensivo a los distintos tramos de mi vida.

A veces soy desobediente. Al desusado grito tuyo, pese a mi rabia y a tu enojo reímos hasta llorar. Así eran nuestras peleas cortas y quedábamos más amigos.

Aunabas cuentos de campo, que escuchaste cuando niña, con los de Ulises el trapacero y el ladino Urdemales para servírmelos sancochados con solapiillas en los días de invierno. Tus relatos tenían el sabor a torta campesina de miel y nueces, me los contabas en las tardes de lluvia, noches de invierno y cuando estaba enfermo. Tus cuentos envolvían mi sensibilidad y acariciaban mis oídos en noche invernal y plena de magia. Ahora, en tercera edad, ya no oiré tu voz reposada y dulce.

El escenario de tu entierro ha vuelto a casi como antes de nuestra llegada intrusa que desordenó el cuadro idílico. Está restablecida la horizontalidad del terreno con solo un nuevo montículo minúsculo.

Con mi padre se conocieron en la calle. Tú, en cambio abrupto de escenario, desde allá donde el viento y la imaginación corrían sin dominio ajeno, buscabas trabajo y él, con instrucciones de mi madre: “tráeme a alguien para cuidar a este crío”. El mágico encuentro se produjo. Así, a mis seis meses Dios me puso en tus amorosos brazos. Te amé desde ese momento y ya no quise apartarme de ti.

Yo estaba en otra ciudad al tú irte de este mundo… de nosotros. No hubo un último mirar a los ojos. No hubo postrera conversación Tu enseñanza última no me pudo esperar. No obstante cada vez que la necesité, ahí estuvo. Y aún ahora, que mi edad supera en dos décadas tu edad al irte, aprendo de ti.

¿Por qué no recuerdo casi mis juguetes y sí flotan en mí tus relatos, palabra a palabra, de cadencia en cadencia? Pienso que los juguetes eran externos y los relatos, en cambio, prolongación de tu aliento amoroso y mirada dulce. Ulises en tus labios asumía un cariz distinto al del hombre de la enredosa palabra, me apasionaba más la recepción del perrito en la playa al retorno del estratega, que los triunfos del héroe.

Está en mi piel el recuerdo de los escondites donde nos arrinconábamos a comer sopapillas en secreto, la miel nos corría comisuras abajo y todo era risas y cuentos desgranándose. A veces nos costaba encontrar el umbral entre la fantasía y la realidad, la que yo encontraba aburrida. Tú me enseñaste que podía ser igual de divertido que nuestro universo secreto. Nuestro conocernos, ha sido coraza para los duros embates de mi época adulta. “Enfrentaré lo que tenga que ser” eso es lo que pusiste en mi corazón. Y cuando ahora caigo en debilidad, tu fuerza es mi fuerza.

La tierra te recibe alborozada y te respira amorosa. Te recoge en su seno profundo, robándote a mí. Nunca olvidaste la vivencia que nutrió tus primeros años: el amor a tus papás, el palpar a pie desnudo la libre tierra, el galopar en pelo cara al viento y oír tus primeros relatos al calor del brasero y que luego me traspasaste con ternura. No recorriste mundos ni tu oído estuvo a la algarabía vana. Estuvo tu corazón ajeno al odio, la envidia y la expectativa mentirosa. Dar y estar fue lo tuyo. Supiste comunicar tus silencios. Bordaste así tus relatos. Yo sentía palpitar tu calidez.

Anita, cuando los domingos mis papás iban al casino de Viña del Mar y quedábamos tú, mis hermanos y yo en la casa, ejecutábamos en silencio el ritual de la quema de basura. Desde recolectarla, rastrillarla ,hacer el montón y aplicarle, por sorteo, el fósforo. En pleno apogeo de la llama bailábamos y luego al rescoldo contábamos cuentos y de ahí a la cama.

Cuando caía con intenso dolor de espalda por extralimitarme en correr y saltar, tú con nuestro “Dios quiera y la virgen” con un vaso, una moneda y una vela, en mi espalda deslizabas el vaso por la zona lacerada una y otra vez. Al término me abrigabas, me dabas un té con pisco, un beso y salías apagando la luz.

Anita: te ruego que me digas, si alguna vez quisiste confiarme alguna pena de amor, tristeza o un sufrimiento, que te fuera preciso apoyarte en un corazón amigo y recibir el cálido apoyo para no sentirte sola. O en tu dulzura y buen corazón, quizás no me confiaste tus penas para no enturbiar mi alegría infantil y mis sueños pueriles. Me hago la pregunta, décadas después del día que Dios te arrebató a nosotros. Me pregunto, con mi experiencia acumulada en la que he conocido miserias humanas, nobleza… ¿Qué supe yo nunca de tus tristezas ni decepciones? Cómo duele el pesado fardo de lo que no hice. ¿Qué te di yo de mi interior? Sólo mi inseguridad, mi necesidad de cariño y ansia por conocer tu mundo mágico. Te pregunto si alguna vez mi ojo, mi corazón, mi caricia fueron bálsamo para alguna pena tuya. Tu dolor nunca se abrió para mí. Anita, querida, debiste de haberme hecho partícipe de tu pena y soledad alguna vez, en alguna tarde en estío o en anocheciendo, cuando dábamos de comer a las gallinas, o al deshacer alborozado yo, el envoltorio de tu cariñoso regalo de santo. ¿O… lo hiciste y no entendí, me hablaste y no supe...? Anita, te pido que mi egoísmo de niño sea mirado con sonrisa comprensiva y amorosa. A pesar de mis carencias, tú ahí estuviste con ternura y bondad.

Jorge Carmi, Chile © 2015

jck@vtr.net

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