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Desazón

Metódico e inseguro, repasó la lista de compras del día. La misma de ayer y la de antes de... El taconeo del hombre taciturno repicaba rítmico en la vereda del exclusivo condominio; rumbeaba al almacén del centro, a la caza del precio que encajara en su escuálido bolsillo; quemarían sus dedos los valores del excluyente mall del sector en que su madre y él quedaran náufragos en isla inhóspita; desde el día que el huracán inmobiliario adquirió y devastó despiadado la modesta población que colindaba con su aislada casa y desarticuló el estilo de vida de gente que hormigueaba en sus pequeñas cosas de gente pequeña.

Veintidós dos años ya que hacía la ruta. Desde los diez, su esquematizada figura de palote desgarbado, hombros estrechos ligeramente curvados y unidos por serpentil cuello a su cabeza rígida de cetrina faz, oficiaba el ritual de la compra diaria.

La casita, propiedad de la madre permaneció porfiadamente incrustada -como grano rebelde en rostro bello- al terreno adquirido por la inmobiliaria y destinado a residencias ABC1 para gente que no leía folletos sobre el mundo de arriba. ¡Lo respiraba desde adentro! Ahogados, los almacenes modestos emigraron, cuando fueron dispersados sus clientes.

Era una relación muy especial, la concertada entre él y su madre: La una, indiscutida financista y dura controladora. El otro, eficiente ejecutor. La simbiosis funcionaba con un milenario aceite: “la ardiente necesidad del uno por el otro”.

Recorrió, una vez más, la lista de compras: 400 gr. de queso para rallar. 100 gr. de mantequilla. 250 gr. de carne magra. 380 gr. de papas curagüilla. 400 gramos de caramelos dietéticos para la tele. Tenía el respaldo en su libreta privada. Apuró sus meditados pasos al bullicioso plan.

Encerrado en su tranco, no gozaba paisaje, visualizó la vieja tortura: El cómo y cuándo responder al crédito por sus estudios en el instituto -Era técnico informático- La no justa sociedad jamás le proporcionó un trabajo para cubrir la deuda con dignidad y... con dinero. Carecía de computador. Algún día -en algún futuro impenetrable- adquiriría uno.

Vertía su “mente-base-de-datos” a su fiel libreta; garante de su futuro y depositaria muda de sus anhelos íntimos, delirios del maniatado por rutinas; inscribía lo aprehendido en el interactuar con sus alumnos, atesoraba gestos eróticos de niñas deseadas desde lejos, modales de muchachos sofisticados eran anotados escrupulosamente; hazañas libertinas confiados por alumnos en ratos de masculina vanidad fueron graficadas a fuego en las dramáticas páginas. “Gracias niñas por sus confidencias desgranadas en tardes lluviosas y tibias proclives a despertar la ternura erótica”, anotaba en emoción.

Alguna vez educó a secretarias -y recibió de sus labios educación procaz-, quienes desaprensivas le regalaron sucios coloquios y secreteos entre e llas, sin considerar su ansia masturbadora. De la libreta obtenía imágenes para dar masajes a su ariete. Le era inédito el sexo de a dos.

Ya en casa, desganado, arrojó las vituallas en la destartalada alacena. Recorrió el estrecho y ondulado pasillo de tablas con carachas que unía la cocina con las dos reducidas piezas que constituían los aposentos privados de ambos. Consecuente con su rutina, tumbó, en la cama, su escuálida humanidad. Encendió el blanco y negro y se sumió en la pantalla. Suspiró. Había vencido a su absorbente madre en la batalla por el televisor. La taimada señora yacía en su covacha, miraba opaca el techo y sufría recuerdos.

Anotaría en su libreta la epopeya del día; lo azotó una inquietud restallante. Como un rayo llevó su mano al posterior del pantalón. Se paralizaron los cinco dedos en el vacío y él quedó estático y en estupor. No estaba. Solo eso y la nada.

¡La libreta! ¡A la puta!

-¡Señora! -se oyó aullar ausente. Le subió el llanto por su garganta, como ajeno, imparable y ahogador, a borbotones, como mercurio que escapa inasible y luego se paraliza en gotas embarradas en la tierra burlona. Gritó aterrado y repitió ahora consciente, odiándose y odiándola en frenesí-. ¡Señora! Y en el tono fatalista del almohacín, también solitario en su esbelta torre, recorrió su voz desvalida ahora, en sonido ondulante, el corto pasillo.

Dejó ella en la cocina reposar -un instante tan solo- la agotada ropa en la batea y escuchó, cansina, las manos en la escuálida cadera resbaladiza de flaca.
-¿Qué? ¡Hombre de Dios!
-La libreta, señora… ¡Maldición, maldita!
-Yo no uso esas cosas. -la oyó decir indiferente y ajena, ya ido el interés.
-¿¡Qué dice, señora!? -trató de atraerla a su mundo. Inútil faena.

Fango negro espeso cubrió su entender, sacándolo de su esquema. Descentrado y aislado, quedó huérfano de razonamiento y fue juguete de las veleidosas circunstancias. Días y días deambuló atónito en la insensible calle, pie desnudo y mente ida. Y en tanto el pavimento hendía y ampollaba sin amor su pie; él hacía lo propio -y más- con su agobiada mente, que al rebotarle su pérdida, redonda e inflexible, se le tornaba más y más volátil e inestable.

“¿Por qué, por qué...?” recurrente, entonaba esa sola cantinela, sin percibir ya el significado. Perdiéndose a pasos agigantados, y en un no retorno, en la maleza de su desvarío.

Divisó en su búsqueda incesante a pocos metros, un grupo de sus alumnos -queridos habitantes del Olimpo alto- y retratados en su amada libreta; ahora inaccesible.
-Escuchen amigos -gimoteó con ojos llorosos, desde su flacura encorvada.

No logró captar la atención de los muchachos, centrada en un juego que no visualizaba aún.

Farfulló en tímida confidencia:
-Nunca he tenido computadora. Así es que tengo una amiga que hace sus veces, es una libreta de tapas de cuero café. La perdí ¿Uds. la han…?

El interés de los muchachos no quiso saber nada fuera del juego. La acción centralizada en un objeto que los tenía en cerrado semi-círculo y atacados de risa. Uno de ellos leía: “Esta, sí que es de joyería, que bruto y primario el tipo”. Y leía palabras de amor ingenuo. “Atiende a esta” lo atropellaba otro. “Este primor de frase, es de colección” y desgarraba, cruel, el sentimiento expresado en esas páginas inocentes. “¿Que estúpido puede escribir con tanta miel de tarro en el hocico?”

Ahora, en horror, sí que la vio. Y, como en un accidente, todo se lentificó y captó el suceso en cámara lenta; reconoció “su bien” Vio nítida la libreta en mano de uno de los verdugos.

-Amigo -le susurró -inocente aún- entrégame mi libreta, no dilates ya mi encuentro con ella. He sufrido su ausencia. Que tu generosidad termine mi tragedia. -y el torpe enhebraba una retahíla de pormenores latosos. Fue interrumpido (es decir, continuó fuera de su interés) por el reinicio del dinámico juego. Era, para los otros, invisible, pasto, piedra, nada y nada. Interesaba el juego procaz y no su palabra o gesto.

Desgranaron con morbosidad y risas -doble crueldad- las hojas de la libreta y las fueron esparciendo en el sucio polvo indiferente y volcando al espacio, la intimidad sin piel y el ferviente sentir de ese corazón tímido. Flotaron las dramáticas páginas en el aire y juguetearon las bocas obscenas, degradando secretos inocentes y penas de amor no disfrutado; grabados en la libreta y que fue rotando de mano en mano; sin tocar suelo ni mano de su dueño. Hendido brutalmente, el hombre vio la luz. “Nunca me quisieron”.

Cuando hastiados ya, fueron tras otra novedad. Uno de ellos, algo lento en retirarse chocó con una mirada de halcón incrustada en su ojo y acerada garra en su cuello. La toma repentina sorprendió incluso al vengador de sí mismo.

Deleitado en desconocida fuerza y voluptuosidad, triturando lento el gaznate del ya rendido ofensor, el humillado capturó la horrorizada mirada de los otros y, adueñado del poder, extrajo despacio de entre sus ropas un cuchillo de cocina y violó decidido la linda ropa y poseyó la palpitante carne. El corazón del vencido se partió casi con amor. Penetró el indiferente cuchillo -como una vez, en elegante galope rítmico “la caballería ligera” imparable y asesina- con dolor dulce, sentido hasta el escroto. Registró el abatido la situación. Atacante-atacado-cuchillo-corazón. Fueron uno. Se cantó a dúo canción inédita.

El filo silente, fundió dos almas en rito mortal. Luego de la danza frenética y última, los cuerpos de arlequín y polichinela quedaron unidos y desmadejados. El muerto abrazaba tiernamente al otro que lo dejaba hacer y oprimía la recobrada libreta de apretada escritura con la que reiniciaría su anhelada vida nueva.

Vendrían días de vino y rosas, amigos sinceros lo comprenderían, escucharían sus cuitas y sueños. Niñas dulces y amorosas serían suyas. Todo sería distinto y excitante.

Y, quizás hasta obtendría su computadora propia.

Jorge Carmi, Chile © 2008

jck@vtr.net

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