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Juntos por siempre

El ferviente sueño de Salomón estaba a la vuelta de la esquina; había despertado hoy en danza con la imagen de “La playa los Enamorados”.

En vacaciones de invierno, la lluvia lo encarceló en casa, con ella charló tras el vidrio de la ventana, en la mañana húmeda afuera y calientita dentro, le contó los cuentos que le contara su tío; uno por noche.

Hoy entraría al sueño o el sueño sería su realidad.

El bus de la sección Teñido de la Sedería, allí su tío tejía su futuro, los llevaría al paseo anual; “irá un niño de tu edad”, le había dicho al salir de casa a las seis de la mañana, en coro a su portazo alegre y a las ansias del niño.

Añadió con ojos rientes: será una travesía mágica, el navío será el bus.

Volaron las dos horas que tardó el bus en posarse en las arenas de la playa los Enamorados, en Quintero; los mayores, eran once, cantaban y hablaban alto: había otro niño sentado junto a Salomón; amigados, se sinceraron secretos inéditos a los grandes.

Salomón conoció al padre del niño el día que le llevó a su tío un termo con café al turno de noche: era chiquito y agachado, pelo poquito, seguro que de viejito sería más encogido, paso corto y saltarín, como el gnomo de los cuentos de su tío; los compañeros lo miraban divertidos y él se recogía en su sombra, tomaban té en jarra y se reían fuerte entre ellos; el papá del niño miraba de lejos y se movía solito entre las máquinas que tampoco le hablaban, los miraba como amigos y esperaba una sonrisa que no llegaría.

A la playa de los enamorados, la juventud iba a estar solita, a comerse con los ojos y porque su bosque les hablaba despacito al corazón. Unos enamorados escribieron su nombre en la arena dorada y para siempre, el agua juguetona los borró antes que llegaran a su casa; otros dejaron su hablar bajito bailando tallado en los árboles. Allí mismo el grupo amó piernas de ave, mordió pechos de gallina y admiró sensual las ancas de rana.

El almuerzo sucedió bullicioso, bromas entre uno y otro; volaron huesos de pollo; era su ritual de recepción al sol veraniego, la firma les permitía ese autoengaño de libertad por un día; así era cada año del Señor. Lo escribirían en sus recuerdos para contar en su edad vieja.

Terminadas las viandas y con ellas el bullicio, unos fueron de paseo y otros a dormir. Dijeron los antiguos “dos horas sin tocar el agua, para reposar la comida”. Nadie fue a la playa, unos se tendieron donde les acomodó, otros donde los esparció el vino.

A su amigo de recién no le interesó la sabiduría vieja, “el había venido al agua”. Salomón batió el argumento de los antiguos; no hubo caso. “El sabía lo que quería”. Arrojó la camiseta y voló a la playa solitaria; el sol caía a plomo. A través de los arbustos casi secos por los rayos crueles lo vio avanzar; dejó las zapatillas en una roca alta que hacía de vigía; Salomón nadaba bien, pero respetaba esa playa, había venido otras veces con sus papás; luego de unos metros en engañoso declive lento, se precipitaba a un casi abismo callado y traidor, “se enamoraba de ti”; si no te amañabas, caías en su encanto mortal en un no retorno. En segundos lo perdió de vista tras las rocas; el camino desde el bosquecillo a la ola era muy inclinado. Ya se tentaba en seguirlo y nadar juntos, cuando un grito doloroso lo sobrecogió. No atinó el origen, su intuición lo urgió, con la piel erizada tomó impulso; lo derribó un pequeño bólido en desenfreno; era el padre desalado, tras él venían los dormilones, arrastrándose en despertar lento; los siguió, el niño se debatía en angustia con solo la cabeza y un brazo aterrado afuera de la onda, se sumergía y al salir se apagaba el grito interrumpido trágicamente cuando la gravedad lo succionaba hacia la garganta subterránea ávida de su carne. ¡No sabía nadar! Lo supo Salomón en dolor impotente. En eso el papá en su ímpetu desesperado chocó con el vacío y entró al agua en un salto desmesurado y en sintonía con el grito desgarrador del hijo. A ese andar, todos aguardaban expectantes en silencio tenso el avance de la tragedia. “Menudo reto del papá se llevará el niño desobediente”, sentenció Salomón.

Emergió el hombre tras la zambullida y estiró un brazo en dirección a lo que afloraba del niño; estaba a unos tres metros, su gemido era desgarrador. No se entendía por qué el padre luego de sacar vigoroso el brazo desde bajo el agua, no avanzaba para ganar los preciosos segundos que restaban antes de que el niño dejara de aparecer y quizás de respirar. La escena dramática se dio ante sus turbados ojos y cuerpo paralizado. La realidad lo contó en décimas de segundo. Repitió movimiento a movimiento lo actuado hacía segundos por su hijo ¡Tampoco sabía nadar! Se dice en tres palabras incoloras. En esas palabras cortas se anotó el arrojo, la valentía, el atolondramiento de un hombre destinado a no triunfar, a no destacarse por nada. Pero ahí y en ese lugar fue un hombre valiente y pleno de amor.

Nadie pensó en “estúpido”, “inepto”. La ola siguiente pasó por sobre las cabezas y los cuerpos abrazados en comunión última. El padre no supo como llegar al cuerpo de su hijo, el mar en arrepentimiento tardío y en trágico gesto de bondad, lo acercó con el manotazo de una ola pequeña para que ambos dieran los últimos suspiros juntos. Ya vieron solo agua y horizonte, a más de las negras rocas como vigías y testigos silenciosos del drama reciente.

Consternados, se hermanaron al silencio de las rocas. Se zambulleron los más avezados; en un par de horas de trabajo triste, rescataron a padre e hijo. Acompañaron mudos a los cuerpos desmadejados en la arena, se veían más desvalidos aún que cuando en ellos rumoreaba el hálito, no muy enérgico, de vida. Los rudos empleados tuvieron las manos y los espíritus decaídos. Tres pescadores llenaron el vacío de acción, con la destreza que manejan sus peces y los arreos de la profesión y con el respeto de hombres habituados a tratar a diario con la vida y la muerte; procedieron al triste ritual, tendieron carpas en el suelo, dispusieron de los cuerpos, los lavaron y los dejaron a punto para las oraciones y la indagación policial. Eso dijeron los grandes. El niño, nada dijo.

Aquel día la desgracia repentina, salida del mar como un dragón, arrebató dos vidas. El sello se hizo cara. Se vio el otro lado de la moneda. El papá llegó, no tomado en cuenta, poquita cosa, y se fue imborrable en la memoria colectiva de sus antes despreocupados compañeros. El penoso suceso descubrió la estatura del hasta ayer pequeño hombre.

El sol en yéndose, indiferente al suceso, en su adiós se agarraba al pulgar del pie izquierdo del hombre muerto; como esas etiquetas lúgubres atadas al pie de los cuerpos en la morgue. El dedo y la luminosidad sobrecogieron el corazón de los compañeros que ayer lo ignoraron. En ese pulgar lucía el sol “como destella en los amaneceres de los cuentos”, se dijo Salomón. Los ojos de los hombres, del pulgar, subían tiernos a la rodilla, pasando rápidos y azorados por el miembro flácido -como lo usa un muerto-, llegaban a su cara que nunca dijo nada o muy poco; ahora los hombres leyeron y entendieron su mensaje: “amigos, nos faltó la última conversación”. Fue un caminante en sus vidas, un encuentro fugaz. Nunca se abrieron las billeteras de la confidencia. Ahora era un ya no más. El niño yacía tendido al lado de su padre. Su cara resplandecía de felicidad –o a Salomón le pareció. Había recibido de su papá la prueba sublime de amor. Había ofrendado su vida por rescatar la suya. Infructuosamente. Como fue casi todo en la vida opaca del hombre muerto.

El niño no llegará en el tiempo y experiencia –meditó en tristeza Salomón– al arrobo de aunarse en amor juvenil con el nombre de la playa “los enamorados”. De carita un tanto bobalicona, edición levemente mejorada del padre. Sus bromas algo cándidas para su casi ya adolescencia. No supo de él, más que lo que se trataron por esas breves horas. Llegó en risa infantil. Horas después se fue con la felicidad del entender esculpida en su rostro.

El hace momentos ruidoso y alegre grupo, ahora perplejo y en silencio, a mil años de considerar insignificante al hombrecillo, pensaba cada quien su cosa y dimensionaba en privado la proeza o estupidez del padre, que solo tuvo en mente a su hijo y que sin saber nadar se arrojo a la muerte para insuflar vida a su hijo; en labor ineficiente.

En el regreso mortecino y triste; la imagen de padre e hijo prevaleció como únicos actores y en dimensión plena. Quienes en el viaje de ida fueron casi invisibles. El padre anodino, era su hábitat natural, y el hijo jugando tímido con su reciente conocido.

En ese paseo lo conoció Salomón, en ese viaje lo despidió.

Jorge Carmi, Chile © 2009

jck@vtr.net

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