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Le dijo al poeta…

Poeta, imagina para mí un poema ardiente en sensualidad, que en sucesivas oleadas me arrastre tirano a gustar ardorosos deleites que desconozco, que me hunda en la irrealidad de imágenes desenfrenadas; que con cada ondulación la rápida ola aparte avasalladora las vallas de mi mesura. Y, así mismo, entrégame cuadros del amor recatado; del dulce amor.

Anda, cántame ya ese tu canto a la vida turgente e ingobernable. Y descorre igual para mí el velo del amor romántico; quiero sentir en lo profundo y como mías las lágrimas quemantes del amante colmado, vertidas al ofrendar su licor de hombre a la amada que le responde en ondular apasionado y luego acaricia, samaritana, su poder vencido. Pretendo gustar en ojo y corazón lo sublime y lo oscuro. Ilumina tú mi no saber.

Esparce, en airado volar y en aleve susurrar, la miel y el agraz que bebemos día a día.

Y el poeta cantó y cantó…, y su poema musicado estuvo en las estrechas calles del zoco donde la rupia trepidante, desnuda y delata la avidez en el ojo brilloso del mercader al cambiar de mano el oro sometedor; en el mismo verso retrató la alegría del moreno niño al recibir en su mano inocente el juguete que lo encantó; habló de las oscuras callejuelas londinenses donde se transa en la oscuridad cómplice la droga infernal; dijo del pestilente intercambio de inocencia impúber por la moneda corruptora del lascivo y pervertido engañador. Se internó ágil su labia poética en el desierto tórrido; un jeque poderoso -robada su caravana por belicoso beduino- está en la sola compañía de escorpiones y reducido a sed torturadora; ruega y llora por cambiar sus perlas, único bien que hurtó al ojo ladrón, por granos de uva imposibles.

La cadencia de la voz poética, en nuevo salto imaginativo, animó la cadera voluptuosa de la danzarina de ojo verde que arrebata la escasa cordura de los asiduos en la taberna, quienes a golpe de palma y tintineo de oro la animan, creyéndose sus dueños. Son dueños de nada; que ni su ansia misma dominan.

La música del contador de cuentos etéreos lo condujo a una sala al interior del palacio oculta a ojo intruso; dos adolescentes intercambian caricias ardientes; ellos -en un reposo brevísimo robado al erotismo, asomados al balcón que mira al patio interior- contemplan allá abajo el delicioso jardín interior. Es diseñado en arte sereno, invoca a la quietud del espíritu, llama a deliciosas encrucijadas. Desconocidas por la pubertad. El entorno, sutilmente, les dice de retardar el amoroso abrazo de amantes tórridos y que lentificar el escarceo es más deleitoso que el mero ataque brutal para llegar a la nada del orgasmo rápido esfumado en instantes y para el olvido; de pronto sabios, doncel y doncella, no se tocan y su mirar es recatado; gozan voluptuosos la quietud y el lenguaje amoroso, en preludio del lenguaje corporal que es la palabra muda en la garganta caliente y aguzada en la sensitiva yema sin pudor; entienden que al dominar su ansia, esta los esperará paciente en un recodo, para abatirlos en fiereza erótica.

Impuso el poeta, en nuevo escenario, a los oídos de su escuchador, una escena épica; un valiente enamorado es vencido con artera estocada y, antes de tocar su cuerpo el polvo, ya el atacante está mancillando con caricia agresora el cuerpo de la amada del muriente y, cuando aún los besos ni el aliento de su amante muerto no se desvanecen del cuerpo de la mujer, las impúdicas manos recorren ásperas curvas y vericuetos, barriendo sentimientos de ternura, pudor y pertenencia que la momentos antes casta ninfa imaginaba por siempre.

Descorrió el poeta velos de lo execrable y de pureza ingrávida; dejó al descubierto la traición más negra y sibilina y la transparente lealtad en versos vaciados en oído atento.

Enmudeció el trovador para enseguida rasgar el silencio e inquirir:
-¿Por qué, hombre, en lugar de arrodillarte en oración y súplica a Dios, me pediste abrir una grieta en la zona oscura y en la centelleante, cuando en escasísimo espacio de tiempo estarás compartiendo con la noche negra y la soledad silenciosa? ¿Por qué me haces contar oro reluciente ante ti, un hombre tan pobre en salud y que lo será más instante a instante?
-Es que, poeta de verso caliente lo sé y tú lo sabes, mi fuerza está en decadencia instante a instante y no retornaré, a voluntad, a las maravillas que has dispuesto hoy para mi hambre. Que no podré extender el mantel para gustar las delicias de la mesa de la vida. Me es imperioso estar consciente de que esos manjares existen y seguirán así al yo no estar presente en el banquete.

Quiero vehemente saber sin espacio a duda si en conocimiento de mi destino próximo, ineludible y negro, sabré yo disfrutar en plenitud -al perderte tú en lontananza- las imágenes que evoca tu arte aquí y ahora y que luego nunca ya más; y que recorreré mi áspero, estrecho y solitario sendero con amor, sin resentimiento ni rencor a los que tienen su seguro fin dilatado en el tiempo y que pueden, libres aún, elegir ser cigarras u hormigas cuando mi tiempo es ido sin retorno.

Y que no elevaré queja lastimosa a Quien todo lo Diseña y Dispone, del por qué repartió dones y talentos como el despreocupado sembrador, que dispersa la semilla sin ton ni son.

Jorge Carmi, Chile © 2010

jck@vtr.net

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