En el sótano anida la penumbra; a la imagen pertinaz agazapada en mi inconsciente no le importó el tono amarillento del rectángulo y lo borroso de las caras, ella resplandeció reveladora e iridiscente.
En la fotografía, el joven profesor al centro y veinticuatro niños en sus seis y siete años.
Me posicioné, instantáneo, en el lejano ayer.
Con lenta gravedad y la dilatada experiencia de sus veintitrés años, el hermano Marista echó a rodar su clase.
Yo rabiaba perplejo. Apenas me contenía al oír hablar al maestro de un Jesús viejo y aburrido de treinta años, nada carismático; muy distinto al que conocí en mis cinco, en la escuela de la Srta. Encarnación y que vivía en mi calle. La Merced.
Yo tenía grabado tal y exactamente como la Srta. Encarnación contaba a sus niños y a ese gato, que yo temía y quería, en la casa–escuelita con sus jardines somnolientos y muros descascarados, que Jesús era un niño soñador y con regocijantes misterios por entregar; como Peter Pan.
Jesús, diseñaba pajaritos de barro, les imprimía vida con un ligero soplo y los echaba a volar; justito llegaba ese Barrabás, algo mayor a pie pelado, ancho y cejijunto, a pisotearlos. Jesús jamás iba a crecer. ¡Sí, Sería como Peter Pan! Eso estaba fuera de discusión. La gente grande había dejado ya de captar las cosas como eran.
Acaricié, con mano escondida, los cuentos que traía en el bolsillo. Saqué uno al azar.
El seco y corto golpe autoritario de la chasca del profesor al precipitarse rápida-prepotente sobre mi desprevenida cabeza y las risotadas de los obsecuentes con la realeza, me llevaron abruptamente, del gélido palacio de la reina de las nieves, cuento que recorría emocionado, a enfrentar los ojos claros y airados del guía.
Apagado el diapasón del alboroto volví a la realidad opaca; la clase entera disfrutaba de una insípida charla sobre un no sé qué, o quien "Pedro de Valdivia”.
Olvidado por los otros el incidente, mi mente –errática y libre– diseñó otra isla privada. Extraje en impudicia inocente otro cuento del bolsillo; me concentré en el tomillo.
–¡Ahora lo entregas! –la voz crecía en iracundia.
–¿Qué? –me amargué en rabia contenida.
Tardía la réplica. Ya no disponían mis manos del cuerpo del delito; inmerso ahora en el amplio bolsillo de la sotana del juez y parte. Y sí, en cambio, disfruté un segundo golpe artero y ágil que se alojó raudo en mi cabeza, ya experta en agresiones.
Gladiador solitario, en peculiar anfiteatro, me revolví en rabia impotente. El tenso silencio me comunicó veloz que la lealtad de la menuda y cruel asistencia estaba con el César y no con el luchador en la arena.
Afectado por la traición de mis iguales, asumí, dolido, que me enfrentaba al dominador apoyado por la plebe de las tribunas. Extraje, espontáneo y sin segunda intención, "El gato con botas" y me enfrasqué en maravillosos mundos a leguas de la odiosa sala.
Los chicos se relamían en rica espera. En el ánimo del joven maestro nacía ya un leve, pequeñito e irreversible rencor no cristiano.
El libro voló silencioso a la ávida sotana, canjeado por dos honestos golpes dibujados a mano alzada con duro puño y respaldados por obsecuente coro griego. Mi mente tozuda, entendió que la sorda lucha tenía predecible final. “¡Mi caída!”
Fui un combatiente, sol quemante ensañado en mi cabeza, de pie sobre arena inamistosa, los alaridos de la turba encimados en mi oído, el ojo rabioso del Emperador hiriendo los míos y bailoteando sobre mí libertad, no me dieron opción. Me agarré a la decisión adoptada por un ímpetu libertario aposentado en mis hombros.
Un nuevo tomo saltó decidido a mis manos. Sucesivamente, una vez y otra asomaron y fueron absorbidos por el insaciable bolsillo de la sotana; las sangrantes orejas ya no dolieron.
–¡Los quiero todos, y ya!
–¡Quite lo que pueda de mi mano! Lo de mi bolsillo es solo mío –dije en calma fría. Y mastiqué las palabras; quedamente y sin ilusión.
Despojado del tesoro, aislado por mis pares, estuve la entera mañana, gota a gota, presa y víctima del castigo máximo: aislado tras el pizarrón; mientras al otro lado sucedían las cosas. Corazón en garganta, ahogué el quebrado sollozo de niño protegido. Acto seguido, lo maté y sepulté. Ahí y en ese instante. Ya no más dependencia. ¡Nunca! Mi rebeldía se consolidó.
Al otro día, tal como entendía la guerra “mi guerra” Traje de casa los amados cuentos que restaban en calidad de tropas y –sin vacilar– los envié a muerte cierta; los canjeé por secos golpes en mi anatomía. Era mi trágica versión de un enfrentamiento: “¡Todo o nada!”
Llegó el esperado y odiado veredicto:
–Olvida tus cuentos. A fin de año los verás. ¡Quizás!
El segundo dictamen –me centró en nuevo y solitario madurar– lo obtuve de mis pares, en el patio: “Perdedor, juega con tus libros, solo.”
Quien se enfrenta al Poder Central, lucha con la Soledad como único aliado. Lo supe.
Se amontonaron, con el deslizar del año escolar, en calidoscopio los días de clases; doscientos setenta y cinco capítulos vibrantes, misteriosos que se abrieron en dicha o desdicha. Se dejó caer ese conjunto de cosas inesperadas y desconocidas que conforman el año escolar. El carácter de los niños se fue perfilando. Los menos, en escalar solitario, se modelaron a sí propios; con la espátula del dolor.
El último día de clases el guía espiritual, botín en mano, hizo sentir su poder.
–Recibe!
–Qué me dice? –pregunté en asombrada sinceridad.
–¡Esto, esto! –dijo con menos seguridad, el hombre joven, exhibiendo el ahora odioso botín y sintiéndose un poquito idiota. Perdida la sensación de poder. Lo intuí.
No lo atendí; me perdí en lontananza, en búsquedas inéditas. Visualizaba, mi etapa por venir. Cierto que la encontraría. Me encaminé resuelto hacia diferentes libros, otros desafíos, errores y aciertos nuevos. Esa argamasa heterogénea, era el nuevo yo.
En remembranza de ese ido ayer, acaricié la fotografía. Agradecí mi estadía en el anfiteatro, comprendí a mis pares en la tribuna y me reconcilié, en la lejanía, con el joven César; quien, imagino, igualmente aprendió.
Jorge Carmi, Chile © 2010
jck@vtr.net
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