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Antón

La calle de la Merced. Ese nombre porque creció al alero del templo de la Merced. También yo maduré al alero de ambos y jugué desde siempre en la calle y acudí a la iglesia.

Antón; el único mendigo con techo que conocí; a los otros los vi acampados en las esquinas céntricas negociando al menudeo. Supimos por primera vez uno del otro: jugaba yo con Mario, otro niño de nueve, a las canicas y la mía imprudentemente rodó hasta la tosca puerta de su casita y se perdió por el intersticio entre la puerta y el pavimento. Igualmente imprudente, golpeé a manotazos la puerta; iba ganando; de ahí mi precipitación. En respuesta, apareció un anciano, sin gesto de enojo, con la bolita en la mano y una sonrisa en el rostro. El resto es historia.

El grupo creció hasta seis o siete muchachos, interesados al oírnos hablar del nuevo amigo.

Contemplaba paciente nuestro jugar y sus palabras, entretejidas con imaginación y magia, nos mantenían capturados en sus cuentos. De rostro sin edad y pliegues profundos que decían quizás de su larga experiencia o sufrir interior; su cara alargada se continuaba con una barba entrecana, enmarañada y larga, a la rusa, de donde derivaba su apodo. Nos acostumbramos a su presencia y compañía.

Las casas del barrio eran del tipo colonial, la mayoría de un piso y, una que otra, de dos. Con pretensiones y bien cuidadas. La suya -un lunar pintoresco- fue un antiguo galpón usado en la construcción de una casa, que no se demolió en su tiempo, quizás por indiferencia y luego ocupada por este hombre pacífico; nunca se le desalojo. Y así las cosas hasta que inundamos el lugar los niños, con juegos y amistad. Llegamos a ser su habitualidad y él la nuestra.

Juntarnos cambió su vida y la de los niños. Se hizo parte de nuestro día. No lo intuimos en ese entonces, pero le ampliamos su razón de vivir; su antes, era de llegar vivo a la noche y emerger al nuevo día; porque la vida, decía, era “seguir tirando, porque así debe de ser”. Leyó en nosotros. Se emocionó por nuestra confianza ingenua en la maravilla que vendría al siguiente instante inexplorado y en la emoción de cómo sería. Fue uno más de nosotros; él aportó sus ojos dulces, su comprensión y sus cuentos fantásticos, que quizás eran hechos de su vida suavizados para que comprendiéramos. Éramos, los niños, como un enjambre, quiero decir un solo conjunto; nos movíamos, diría yo, como un ejercito de hormigas, una bandada de aves, pero él desbrozaba el conjunto y parecía hablarle a cada uno de nosotros; y nos hacía sentir especiales.

Y casi cada tarde:
-Eh, Antón, ¿qué hay para hoy?

Y reíamos nerviosos en anticipo. Estábamos en su cuartucho; yo encuclillado, dos de rodillas y apoyados en los talones, los otros tres reclinados y apoyados en el codo. Lo rodeábamos. Él sentado en su desvencijado sillón de mimbre; como un letrado en su biblioteca personal. Nos alumbraba una ampolleta desguarnecida de pantalla. Y entonces nos abría el baúl de los ensueños; pasajes de su vida matizada con su imaginación y sucesos de amigos, lo que conformaba los relatos que atesorábamos avariciosos.

Tuve el privilegio de asistir a la creación y diseño de un cuento. Por única vez, no tenía mucho que hacer, como casi toda mañana de vacaciones. Pateaba piedrecillas por la calle, manos en bolsillo y lo divisé preparando la carretilla para salir a su negocio de botellas. Me colgué de una súplica: “Antón, llévame en este viaje.” Sonrió: “El mendigo soy yo. Bueno vamos y robemos el cuento de esta tarde.”

No entendí. Pero asentí mentiroso y partimos, yo sentado entre las botellas con mi esmirriado peso, las botellas y yo a cargo de la musculatura del anciano.

“Atento a todo lo que veas”, me dijo. “Como siempre,” aseveré. “No como siempre,” dijo escueto y misterioso. Tampoco entendí y también asentí ya avanzado en la mentira.

Retornamos a su casa; luego de tres horas de recorrer lento las calles del centro, negociar en la estación, remolonear por la plaza, sin descuidar las calles del otro lado de la ciudad en que encontramos las mejores clientas para nuestras botellas. Me encontré con algunos compañeros de escuela que no podían entender mi exposición ciudadana ni el porqué de mi compañero tan estrafalario; pero yo andaba en otra y contento porque mi amigo hizo hartas transacciones.

“Qué interesante,” me reiteró en tanto descargábamos las escasas botellas no vendidas y guardábamos el carretón. Asentí mudo. En callada mentira por omisión. Y corrí a casa.

En la tarde mi cabezota se abrió recién al viaje de la mañana.

Antón, ya sentados a su alrededor, impregnó de palabras el aire, las que volaron a nuestros oídos anhelantes. Los rostros de mis amigos eran los de costumbre, deleitados y absortos. Yo no sé como sería el mío. Pero en mi cabeza revolotearon pájaros extraños y entrecruzaron sus alas como que conformaban bocas que parecían reírse de mí. Miré a Antón; sospechoso. Pero nada, con los ojos entrecerrados seguía deshilvanando su relato.

Ese justamente era mi conflicto. Escena por escena emergían de sus labios las mismas cosas aburridas que vimos en la calle. Pero engarzadas una con otra de tal modo y manera que no había pegotes ni repeticiones o que sé yo. Tan distinto a lo que percibí yo, que pateé mi frustración y me adentré con entusiasmo en el relato y lo disfruté tanto como los que no hicieron el recorrido.

Y entendí sus palabras al inicio del viaje y aprendí a escuchar no solo los cuentos, sino también a las personas. Gracias Antón. Gracias.

Era la noche de navidad. El árbol era preparado amorosamente por mamá y mi hermana mayor; en pocas horas llegaría el dulce anciano de la bolsa y barba blanca. No creíamos ya, pero “en complicidad amorosa” todos creíamos. Era mi día de expectativa feliz. Mis hermanos y yo vigilábamos nerviosos e impacientes.

Pero algo se me revolvía inquieto. Era definitivo. El ritmo de mis tripas no andaba con el espíritu navideño. No señor. A la imagen de “Señor”, el relámpago siseó en mí corazón y lo supe: “Antón esa noche no tendría nada ni a nadie.”

Paradojalmente, él sí tenía el aspecto del viejecito inmemorial y su corazón dadivoso y desinteresado. Y nos regalaba, no una vez al año, y sí, un trozo de cuento diario; sin los aspavientos de muchos, que hacen regalos “ese día” y retornan a su egoísmo a la mañana siguiente.

Sin mayor dilación, en pocos pasos llegué al arbolito, cuando estuvo solitario; descompensé su armonía al agarrar, sigiloso, un chocolate en forma de libro, que era para mí, y lo introduje en mi chaqueta de amplio bolsillo. Fui egoísta porque deduje, con mi precoz sabiduría adquirida con los muchachotes del río, que culparían a la envidia de mi hermano menor de la desaparición.

Partí a la cercana casita de Antón con el libro de chocolate -muy afín a los relatos de tarde a tarde-. Al llegar, con el corazón en la boca, contento de acortar su soledad por breves instantes, me sorprendió el Ñico; había tenido la misma idea, su regalo, dos manzanas y tres peras, era modesto como lo era él y debió ser un sacrificio grande desprenderse de la fruta. Nos abrazamos y mi libro de chocolate fue la segunda lágrima de alborozo vertida por Antón. Y ahí estuvimos los tres compartiendo instantes cálidos e intensos y que se grabaron a estilete en mi corazón.

Los relatos, tristes algunos, divertidos otros, nos emocionaron y quedó un sedimento de enseñanza en nuestro fondo. Se iniciaba el relato un día, era interrumpido a la hora de ir a casa y se reiniciaba al día siguiente; cada uno en su lugar. Antón en su sillón, levantaba los ojos, retomaba el relato y entrábamos al reino de los cuentos…

Hasta que llego el día. ¡Ese día!

Llegamos tres de nosotros, por el cuento del día, a su casa, en realidad solo una pieza, amplia, destartalada y en penumbra. Él tenía como único bien y herramienta de trabajo, la carretilla grande que empujaba el mismo y con la que negociaba botellas. Con la que hicimos el recorrido del último cuento. Estaba patas arriba en la vereda. En la calle estaba detenido un carretón con dos caballos cansinos habituados a esperar sin aburrirse. Tuve un presentimiento extraño y de retorcer tripas, que no recuerdo haber sentido después. Me encaramaba en mis nueve. Esperamos tensos sin entender qué pasaba, solo veíamos la puerta abierta y oscuro dentro. Sin avisarse, se descolgó de lo oscuro un hombre con las dos manos a la altura de la cadera y en cada una de sus manos vislumbré las botas de nuestro amigo. El relampagueo en mi retina y ánima fue simultáneo. Trastabillé emocionado y en angustia. No eran solo las botas. Estaban puestas en los pies de Antón y los seguía el cuerpo entero y la cabeza caída hacia atrás en un ángulo de no retorno; su abrigo se arrastraba indolente y raído por el suelo ante la indiferencia de los dos porteadores. No salíamos aún de nuestro atraganto impresionado, cuando los dos tipos, en su rutina, aunados en un vaivén siniestro, luego de dos giros y en un impulso, lanzaron su cuerpo sin vida en medio del carro a medio llenar de tarros, trapos y objetos inservibles, que por ahorro, supe después con pena honda, envió la municipalidad; era el carro de la basura. Antes que moviéramos un músculo y cambiáramos a otra emoción, sin mirarnos partieron con su carga triste y una parte de nuestra vida. Quedó la puerta abierta, no importaba, no había bienes adentro.

No alcanzamos a escuchar el término del último relato.

Jorge Carmi, Chile © 2007

Jck@vtr.net

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