Es ya la hora coloquial; tiempo de sacarse máscaras sociales; los invitados de compromiso se han retirado. Resta solo los socios e invitados especiales. Se habla en grupos reducidos. Dos, tres, los conforman a lo sumo.
La nube de silencio fue aventada por la voz lenta, corrosiva e inexorable del desconocido. Palabras metálicas, sin matices irrumpían de labios del hombre gordo de mortecinos y líquidos ojos verdes. El zumbido rasante de la única mosca y el humo de cigarros cubanos fueron atrapados en el entorno enrarecido que se conformó al hablar el hombre aquel. La soberbia se esfumó cobarde.
Los rostros se pincelaron sombríos. Afloró un vaho pútrido. El fantasma del miedo se posicionó en el lugar. Y como perro de la guerra, desgarró con desprecio frío los velos con que cubrían -para sedarse ingenuos- el horror interno.
Su boca pequeña, labios delgados y frío ojo verde configuraron un rictus de desprecio.
Fue escuchado en silencio de cripta:
“La quintaesencia del Poder reside en la información.”
“La obtengo con el manejo del miedo. Extraigo deliran te confesión y entrego a cambio –no tomo nada gratis– miedo cerval, angustia y asco de sí mismos.”
Y los escrutó con ojo sin pestaña, al tiempo que, displicente, hería la alfombra persa con la ceniza del habano; con su inicial grabada.
Y continuó gota a gota helada...
“Ustedes, burócratas del poder, ¿han reflejado su imagen en el ojo subyugado? ¿Palpado su miedo? ¿Le han dicho, sin decir, a esa carne trémula: “¡No habrá otro día de luz para ti!”?
Llegaron al privilegiado piso veintiuno montados en el dinero de papá; los menos, subiendo por trabajosa y sucia grada engañando y degradándose con mil argucias sucias.”
Sé de uno de ustedes que se inició de manera distinta; su osadía desafió mí Poder; enfrentó su miedo interno. Empinado en su esmirriado metro treinta, respaldado en leves treinta y cuatro kilos e inexpertos trece años. Reconocí, en ese niño, de inmediato, a un igual.”
Su dedo regordete y frío ojo verde señalaron a un socio de bajo perfil. Dedo y ojo lo arrojaron al pasado; desde la torre fue catapultado tres décadas atrás. A un helado sitio parcamente vestido con flacos álamos. Al patio de su colegio regido por hermanos Maristas. La escena planteada era tensa; un alférez, al mando de una frágil tropa de niños en el patio del colegio; un adolescente escuálido; una pirámide humana, trunca, de tres alturas; en su base cuatro macizos muchachos, tres pisando en sus hombros y dos delgados, montados sobre los tres; veinte niños clavados los ojos en el militar, en el muchacho y en la pirámide. Nerviosos aguardaban al esmirriado, quien coronaría la estructura.
Han trascurrido dos minutos de inmovilidad, tensionados los músculos de los inexpertos circenses; la torre trunca palpita al borde del miedo.
No habría movimiento hasta la resolución del conflicto suscitado entre dos dispares litigantes: el instructor y el luchador solitario.
Los dardos disparados eran:
“¡Ya, turco, trepa a la cúspide!”
“No soy turco.”
“¡Arriba, mierda!”
Silencio tenso.
“¡Te las voy a cortar!”
“No soy turco.”
Los muchachos, atentos al desenlace, construyeron silencio respetuoso. El niño negociaba. Sus ases: peso adecuado, agilidad felina y no temía al energúmeno que se golpeaba rítmico la bota con la fusta. Se crispó el rostro de los asistentes al drama. Se agrietó la fortaleza de la pirámide. Se detuvo el vuelo de un tiuque solitario. Siguieron inmóviles los álamos. No cejó ninguno de los litigantes. El soldado era diestro en estrategia: “ceder es abdicar el mando”. Negoció sin negociar. Su rostro esbozó un gesto dual; admiración y odio.
Se le oyó decir cavernoso: “Ya, árabe. ¡Sube!”
El niño se alzó gozoso sobre sus pies; el ascenso probaría su elasticidad. Entraría en pugna con la ley de gravedad. Su muñeca agarró la sólida del muchacho de la base; estuvo en la segunda altura, apoyado en el hombro del agarrotado muchacho del nivel superior; en grácil gesto envió sus pies al espacio en demanda de liberación. Allí se quedó; parado de cabeza y erecto.
Emocionado batir de palmas. Ninguno supo si aclamó la levedad armoniosa, el desafío al Poder o la solución salomónica dada al conflicto por los litigantes.
Declinaron los rayos del sol, se perló el sudor frío en las espaldas, el respeto se pintó en los adolescentes, el rostro del alférez fue de bronce. La orden del descenso, prisionera en su garganta voluntariosa. El único movimiento y sonido, el golpear rítmico de la fusta en la bota. La pirámide, estoica, no parpadea. El niño en la cúspide es interrogado por sus músculos; su agotamiento lo conmina a entregarse. Sonríe “eso no sucederá”; luego de siglos. La rudeza ordenó:
“¡Desciendan hombres!”
No hubo más ni hubo menos en esa asamblea de mil años atrás.
El ex-alférez, apoyado en su espada influyente, constituyó una gestora de favores Las expectativas generadas por la dictadura, su carácter impulsivo, arrojaron al señalado por el dedo del ex-alférez a una danza orgiástica Le era un juego de asombro. Fue más allá de sus fuerzas.
Sabedor del nuevo poder del ex-alférez, acorralado por sus errores, mordido por acreedores, cayó en su guarida, madre de favores de interés expropiatorio. No más al verlo de pie en la puerta de su cubil, el alférez lo increpa:
“¿De cuánta plata estamos hablando, árabe?”
Y sus ojillos oliváceos lo miran rientes. No decía el rostro inexpresivo de su naturaleza de tigre.
Fue su corta tregua blanca concedida a un chiste privado. “El árabe” celebró su humor oscuro. Lo gozó aunque de su respuesta colgara el aliento del conglomerado.
Pero el oneroso trato acordado no pudo ser. El estaba en litigio con la dictadura; su poder, acrecentado vía información, encolerizó al dictador. Ese fue su encuentro último. Ambos estaban ya por caer al resumidero.
Jorge Carmi, Chile © 2010
jck@vtr.net
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