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Al otro lado del telón de acero

La mujer joven que se sienta a la derecha del pasillo está viendo la primera película de una sesión que dura toda la tarde noche. El programa es variado e incluye, como de costumbre, una conferencia en el principal intermedio. Se encienden poco a poco las luces tras la palabra “fin” y un hombre mayor se presenta a sí mismo como el conferenciante. Se sienta tras la pequeña mesa que le acaban de instalar los conserjes del edificio y, después de un hondo suspiro que se le oye sin querer en las dos o tres primeras filas, pasa a enumerar los apartados que va a tratar en su charla. La conferencia versa sobre un tema de moda; pero vemos, desde el principio, que el conferenciante tiene el don de la oratoria y que adorna sus reflexiones con aspectos muy tangenciales, con ejemplos que tienen que ver también con la filosofía, con la historia y que se salen del guión trazado por él mismo, que utiliza circunloquios escogidos para realzar con mayor énfasis la importancia del asunto central. No se trata de una intromisión pues este conferenciante figura al final del programa de mano que se reparte a la entrada; su nombre y su curriculum están dentro de un recuadro junto con sus muchos años de dedicación a la docencia y con su barba blanca bien recortada según una fotografía pequeña en blanco y negro. La cara del conferenciante en un recuadro todavía en blanco y negro cuando todas las películas se proyectan desde hace años en colores. “No cabe duda de que el proyecto de que ahora me ocupo presenta el máximo interés para la mayoría de nuestras mujeres y de nuestros hombres y por eso quiero que me presten todos atención”, instruye a los presentes y los alecciona. La tradición se mantiene en la mayoría de los cines con el apoyo oficial; sale el conferenciante y consigue mantener a los espectadores en sus asientos durante el intermedio con recursos que quizás parecen demasiado teatrales, haciendo gala de una vocación que puede resultar demasiado entusiasta.

La sala sigue completamente llena, pero alguien de entre el auditorio se levanta para ir al baño. El conferenciante hace una mueca de disgusto, aunque sabe que no es posible evitar que a algún espectador le surja la inoportuna necesidad de salir para solventar sus necesidades. La joven de la tercera fila y al lado del pasillo, como la mayoría, admira al orador por su talento, por sus conocimientos; y por eso se mantiene firme en su sitio a pesar del tiempo que ya lleva en la misma postura. La primera película ha sido estupenda, ella ha aguantado la incomodidad del asiento sin moverse, y ahora no puede apartar tampoco la atención del escenario sobre el que de la pantalla en blanco sirve de telón de fondo. No se oyen gritos como el de “¡fuera, fuera!” o el de “no queremos oír más” o “vaya tostón”, sino que, por el contrario, el silencio es general. Las digresiones pueden parecer inoportunas, pueden conducir al tedio, pero no es frecuente que al orador se le pierda el respeto. El público permanece expectante en su sitio hasta que el sabio concluye con estas palabras o parecidas: “Podríamos decir que nada es lo que parece y que, en consecuencia, siempre nos queda la posibilidad de un estudio mucho más amplio y profundo de un tema tan fundamental para nuestro presente y nuestro porvenir”. No están prohibidos los aplausos cuando se retira por un lado y cuando otra vez comienza a brillar, sobre la pantalla, la luz que anuncia el comienzo de la segunda película.

Ya están saliendo del cine; los rótulos de neón siguen brillando fuera con el anuncio de los filmes que se acaban de proyectar. A esas horas, ya de noche, el viento es frío y no tiene compasión cuando la gente que vuelve a sus hogares dobla la esquina: consigue que los carteles luminosos se tambaleen sobre la larga fila de los que regresan. Después de algunos instantes, ya no se ve a nadie por las proximidades de la sala y baja automáticamente la potencia de las luces en el frontispicio del teatro. La joven de la tercera fila todavía duerme en el interior; se ha quedado dormida en el último momento y nadie se ha dado cuenta o nadie se ha molestado en despertarla. A pesar de la incomodidad de la postura y de la dureza de la madera de pino, ha dejado caer todo su peso sobre un brazo de la butaca, se ha acomodado sin querer y se ha quedado profundamente dormida. Todo el calor del público se ha repartido por las calles de los alrededores y mucho nos tememos que, muy pronto, la temperatura llegará a bajo cero también en el salón.

Gaspar Jover Polo, España © 2008

joverpolo@hotmail.com

Gaspar José Jover Polo, español, residente en España, profesor de lengua y literatura en la Enseñanza Media, autor de cuentos, novelas y también algún ensayo. Me gustan y me entretienen a la vez los autores que no se conforman con vender libros, ni siquiera con vender muchos libros, novelistas como Cortázar, Miguel Ángel Asturias y poetas como Carlos Germán Belli, Oliverio Girondo y muchos otros.

Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
Este cuento presenta una mirada más tierna y nostálgica que crítica sobre un mundo definitivamente desaparecido y que ya no volverá a ser con toda seguridad. Es una especie de despedida. Estas pocas líneas me parecen que describen bien el tema latente por debajo de la peripecia.

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