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Gorra de plato

Enrique se puso una gorra de plato de la marina de un ejército sin identificar y, a partir de ese momento, su vida dio un giro extraño y definitivo. La gorra en cuestión pasó a ser parte de su indumentaria de todos los días, pues la combinaba con el atuendo que hasta entonces le había caracterizado, es decir, con un pantalón vaquero o con uno de pana según las estaciones, y con un jersey de lana en invierno o una camisa de manga corta en la estación más calurosa. ¿De dónde sacó el extraño complemento? ¿Por qué se decidió a dar aquel paso? Sus familiares y conocidos se lo preguntaban con frecuencia y la respuesta que siempre daba este hombre resulta todavía más extraña que el uso de la gorra en sí. Su explicación fue que la había visto en una película en la que un padre de familia llevaba por casa y sin venir a cuento una gorra de la marina parecida a la suya, una blanca y de plato, lo que le pareció un recurso de guión tan llamativo y original, que, por la misma falta de sentido, decidió incorporarla a su vida diaria. Esta respuesta no satisfacía a casi nadie, como se puede suponer, por lo que mucha gente le seguía demandando explicaciones.

-Una gorra civil, de tratante de ganado, o un sombrero cordobés, incluso un sombrero de copa si me apuras, pero ¿una gorra de la marina en una ciudad sin puerto de mar…?
-Pues ya ves que me queda perfecta. Yo, por lo menos, me siento muy a gusto cuando me miro en el espejo.

Al colocarse el extraño complemento había dado un salto brusco hacia lo desconocido porque, a partir de ahí, sus relaciones con los compañeros y con las compañeras, también con el otro sexo, experimentaron un cambio brusco, y un cambio también dramático, ya que fue perdiendo el respecto de su grupo. Un día, para hacer la gracia, por llamar la atención, podía entenderse, pero ese empeño constante y radical no encontraba comprensión entre la gente que le rodeaba. Era la opinión general que su traje de pana y de lana de tonos siempre grises u oscuros no pegaba en absoluto con una gorra tan blanca, con una gorra de plato. Y él, por su parte, los entendía a todos, comprendía que tuvieran que pronunciarse porque no estaban acostumbrados y porque no podían bucear en sus verdaderas intenciones. Fue como si, por ese mecanismo tan simple, hubiera establecido un cordón sanitario que lo aislaba del resto de la población, de los hombres y de las mujeres con los que se encontraba todos los días. Y aunque eso no pareciese preocuparle y aunque mantuviera un parecido talante y la misma manera de enfrentarse a los asuntos cotidianos, a la familia, al trabajo, a las aficiones, tenía que reconocer que, a partir de su provocativa decisión, ya no podía ser el mismo. Había tomado el camino marginal de forma consciente, como si lo que pensaran o dijeran los demás no tuviera importancia; y de hombre hábil en las relaciones familiares y sociales, pasó a ser un marginado por voluntad propia. Como si fuera lo más natural del mundo, Gorra de plato acudía lo mismo a una conferencia que a un concierto o a un baile con su gorra de oficial de la marina.

De dónde sacó la gorra tiene una explicación todavía más rocambolesca. No la había encontrado en el contenedor de la basura, tampoco la había comprado en el rastro, como parece lo más lógico, sino que se trataba de una especie de trofeo. Una persona como él, por lo general tranquila y bienintencionada, se enfrentó con los puños a un extranjero con el que coincidió en una tasca a las cuatro de la mañana y con el que se peleó sin motivo aparente. Un empujón, un roce casual originado por la aglomeración de clientes, provocó un “no me toque” y un “no me ponga las manos encima”, un “¿es que está usted borracho?”, y, como a Enrique la bebida alcohólica le sentaba fatal en el sentido de que tenía mala bebida, se enzarzaron a continuación en una pelea. Una alta dosis de alcohol lo transformaba en un verdadero gamberro, en un chulo, y por eso apenas salía por las noches. El resultado fue que ganó el combate por cao y que se quedó con la gorra del contrincante, con una gorra que su adversario seguramente había conseguido en otro combate similar, en una riña de bar con un verdadero oficial de la marina. El miedo a enfurecerse de manera espontánea y gratuita lo alejaba de las madrugadas y de las bebidas fuertes. Se sentía malhumorado y ansioso sin razón, enfurecido sin causa justificada en cuanto bebía dos copas. Y todo se convertía en un drama -con sangre, hematomas, desmayos- en vez de en una divertida noche de juerga.

Enrique “Gorra de plato” se había comportado siempre como un hombre de carácter amable y sociable, que había disfrutado de la compañía de sus amigos y de sus conocidos. Pero el caso es que, aunque algún día olvidara ponerse la gorra para salir a la calle, su vida social ya no podía ser la misma. Se había producido un antes y un después, para bien o para mal, en la vida de Enrique. Y ya que había apostado tan fuerte, no era cuestión de retractarse y dar su brazo a torcer ante la incomprensión de sus vecinos.
-Me siento como un nuevo personaje gracias a un cambio tan ligero -alegaba en su defensa-. Gracias a mi gorra he soltado amarras, como se suele decir en la marina.

Sobre si había sido para bien o para mal, las opiniones estaban divididas y solo algunos, pocos, aprobaban su determinación. Alguno opinaba que había alcanzado determinado grado de madurez al alcance de pocas personas; los demás pensaban que estaba perdiendo el juicio. La mayoría creía que una deficiencia síquica le había alcanzado de refilón y le había minado el juicio. Ya se le notaban antes cosas raras, se decía en su entorno, salidas de tono, obsesiones peregrinas: “le afectó muchísimo la muerte del ratoncito, de uno blanco que tenía en una jaula y que le había regalado un compañero, que Enrique cuidaba con mimo”, concluía una de sus hijas cuando intentaba explicar la ocurrencia del padre. La gorra de plato llegaba, por tanto, como una lógica consecuencia de su carácter excéntrico de siempre, de sus peleas nocturnas y de su carácter en el fondo violento. “Hay que pararle los pies”, llegó a sugerir alguno de sus íntimos. Y como no cesaba en su manía, luego se generalizó la opinión de que, al menos por una temporada, sería conveniente tratarlo; tal vez, ingresarlo como medida preventiva; por si acaso, apartarlo del resto.

Gaspar Jover Polo, España © 2019

joverpolo@hotmail.com

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