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Gente del norte

Un joven divertido, intranscendente, usual, pasea por las calles de Nordia entre el humo del cigarrillo y las ocurrencias de su perro Tom. Va andando, nada meditabundo, y observa, al pasar, las cosas y los nombres de las calles, siempre dinámicos en el sentido más longitudinal de la palabra. Su pensamiento, un tanto disperso, acoge, sin hacer demasiado caso, nombres de calles y macizos de flores en plena temporada. Es vecino y, por tanto, discurre alegre y con paso firme de joven un tanto extrovertido, se podría decir, aunque no del todo extrovertido. Este joven paseante no posee el don de gentes, sino que saluda con un gesto escueto a los habitantes de Nordia en verano. Una ciudad del norte como Nordia sale a la calle con curiosidad a disfrutar de la estación más calurosa y más breve y, de este modo, se dan cita afuera casi todos sus habitantes. El joven Fran parece a punto de cambiar el paso no exactamente hacia una resolución final sino, simplemente, hacia un cambio de ritmo, hacia un ritmo menos vivo, de tal manera que se le ve como a punto de detenerse. Recuerda a Nuria y se sienta del todo en un banco público, el que da a la avenida y a un macizo de flores. No pasa el tren por allí, pero las vías están en el suelo, tendidas aunque cubiertas en gran parte por la vegetación. Se para y mira a sus espaldas: todo es campo, todo verde a partir de este punto pues la ciudad de Nordia queda justo al lado de un conjunto de colinas que sirven de suelo a la vegetación fogosa, justo en el límite con alguna mancha de bosque. Se ha parado a punto de contactar con el campo y con la agricultura, que se extiende por la parte de tierra más llana. Un tractor en pleno funcionamiento hace correr el surco hasta cerca de la avenida. El tren, o por lo menos sus vías, está a punto de morir ahogado por el abrazo de la altísima hierba, y dos o tres aldeas o casas de labranza sirven a lo lejos como puntos de referencia para trazar la línea del horizonte. Mirar hacia la lejanía es mirar de pie; así que Fran se levanta del banco, decidido a recordarlo todo. Nuria no está. Es Tom quien ladra. La tarde decae con su estrépito mudo característico, que es un dejarse ir muy lento pero sin escapatoria. Fran se pone la cazadora y su pensamiento se adentra en la materia enrevesada de Nordia, norte, Nuria. ¿Es pecaminoso querer andar al abrigo de alguna protección? ¿No sería más fácil aterrizar desnudo en mitad del problema?

Según su parecer, esta gente del norte con la que convive manifiesta una notable falta de energía en el debate. Aunque sostenga sus ideas hasta el final, aunque no carezca de argumentos, no parece segura de sus puntos de vista y se toma un tiempo extraordinariamente largo para decirlo todo. Es como si los nórdicos no tuvieran prisa en convencer, como si, en general, les sobrara todo el tiempo del mundo para expresar sus puntos de vista; también puede ser que no les den importancia. Y lo mismo sucede cuando van de paseo o cuando se divierten; no tienen prisa tampoco y no parecen demasiado entusiasmados con los placeres más fuertes que puede sentir el ser humano. Tal vez sea por el clima fresco o frío, según la época del año, siempre destemplado incluso en la estación más benigna: neblinoso en todo momento. Los contornos no resaltan con nitidez meridiana en esta parte del mundo y, en los ratos peores, la angustia también parece como adormecida o muy en el interior de los hombres y mujeres nacidos en el norte. Nuria no llamaba la atención en su tierra de origen, en América del sur, cuando pasaba por la calle, pero los transeúntes europeos sí la miraban de reojo o directamente y con descaro porque sus rasgos les resultaban exóticos, típicamente meridionales: Nuria era muy morena y con el pelo lacio cayéndole por la espalda. Acababa de llegar a la Europa del norte para estudiar y, como es lógico suponer, sus rasgos de india llamaban la atención de los ciudadanos nativos, de la mayoría de los ciudadanos de Nordia.

Fran se inclina por dirigirse en sus paseos vespertinos hacia la zona urbana periférica por la que transitó en otra época con los demás compañeros del curso para extranjeros. Abandona la avenida principal que linda con el bosque de pinos, ataja por entre estos árboles y, poco más allá, se tiene que tropezar lógicamente con el estanque y su presa, con el chorro de agua en medio y con la carreterita asfaltada que da la vuelta al agua y por la que salían a correr los muchachos en pleno invierno. Tom se apresura a saltar sobre sus presas con una ferocidad inesperada. Fran tiene que atar en corto a Tom porque el animalito se vuelve loco al ver correr a los conejos, una especie que, en los últimos años, se ha desarrollado de forma extraordinaria alrededor de la ciudad. Y una vez allí, frente al lago, se deja llevar por el desahogo y recuerda con claridad el día caluroso en que los estudiantes procedentes del África subsahariana se bañaron y, con una habilidad diabólica, como seguramente lo hacían de forma habitual en sus regiones de procedencia, se pusieron a coger peces tan solo con las manos. O le viene a la mente la anécdota de cuando se adentraron en este mismo bosque de pinos él y Nuria porque, con gran alegría por ambas partes, habían decidido ascender la colina que queda al otro lado del agua. Por aquel entonces, le parecía discurrir de forma continua por en medio de la pureza de ideas y de la dignidad, y a favor de la verdad en todo momento. Muy orgulloso por entonces de todos los actos que realizaba o que tenía en mente.

Y es que, ya una vez en medio del bosque y mientras Tom corre ciego detrás de los conejos, Fran se deja llevar por las imágenes que todavía conserva frescas y con colores muy vivos. Recuerda con exactitud de cronista alguna de las más llamativas situaciones. Su ventaja es que se ha quedado a vivir en la ciudad de Nordia, en la ciudad en la que, a la salida del aula, ocurrieron los hechos. Visita los mismos sitios que los estudiantes frecuentaban en grupo y, una vez en el sitio, le es más fácil ponerse a reproducir el pasado y a revivir los sentimientos. Parece casi una consecuencia directa.

“¡Nuria, Nuria! ¡Nurita!” Nuria se ocultaba al abrigo del desfiladero y yo cantaba y gritaba su nombre con alegre desesperación. Y cuanto yo más gritaba, ella más se escondía y se demoraba entre las matas. “¡Nuria!” “¡Nurita!” Pero era una diversión inocente pues yo escandalizaba a propósito y daba fingidas muestras de ansiedad. ¡Qué desgracia no verte, ojos oscuros apenas adivinados a través del matorral, paso de corza que no se expone a la luz por ser tan nueva! Con sus largas y delgadas piernas, con un tallo tierno enredado en la mata del pelo o adornada con alguna hojita seca también procedente del matorral, ¡qué astuta se camuflaba en lo profundo del bosque! Era como si quisiera huir de mí para siempre. La di por perdida cuando divisé el final del desfiladero. Pero al final del paseo, pero al doblar un recodo, y como si no hubiera hecho nada malo, dio un salto desde la espesura y se me abalanzó con sus piernas elásticas, se me echó encima con sus patas de alambre.

Gaspar Jover Polo, España © 2021

joverpolo@hotmail.com

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