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La liebre matacán

Sola desde su nacimiento —las crías de liebre se llaman lebratos y empiezan a correr a los pocos minutos después de llegar al mundo—, sin poder recurrir a la madriguera como sí hacen otros animales de tamaño parecido, intenta pasar desapercibida con el fin de ganar peso y agilidad en el menor tiempo posible, para hacer frente cuanto antes a sus muchos depredadores. Este tipo de liebre prefiere la zona de matorral o incluso boscosa para crecer y emprender sus primeras escaramuzas; luego, cuando ya está segura de sus fuerzas, le gana la inclinación por el campo abierto. Esta liebre matacán en concreto tuvo la suerte imprescindible para llegar a una longitud media y, a partir de entonces, poder salvar la vida por sus propios recursos, por su fuerza, por su agilidad y por su agudeza de oído. Notaba el lejano chasquido de una ramita al quebrarse y aceleraba el paso. Iba el lebrato de susto en susto mientras ganaba peso y, en esos meses de incertidumbre, sobrevivía gracias a su capacidad para el camuflaje y por las muchas medidas que suelen tomar las liebres antes de echarse en la cama: a la hora de volver a su encame, dan infinidad de vueltas, de rodeos y cambios de recorrido para no ser detectada por el rastro. Vagaba como un suspiro al caer de la tarde, como si no quisiera despertar a su entorno, con pasos muy muy medidos y muy atenta a todos los ruidillos que se producían alrededor. Salvar la vida, al principio, es cuestión de suerte, pero transcurrido un tiempo y ya con las patas traseras completamente desarrolladas, no resulta una presa fácil para el águila o para el zorro. Esta liebre en concreto alcanzó pronto un tamaño por encima de la media y una gran potencia en las patas, y se le endurecieron los músculos de tanto trotar sobre el áspero suelo de piedra caliza. Entonces fue cuando decidió salir a campo abierto, abandonar el cobijo del bosque y encamarse en la gran extensión de los bancales.

Una tarde se sentó sobre sus patas traseras debajo del último árbol del bosque y miró hacia lo lejos, hacia el lejanísimo horizonte para, a continuación, entrar en el barbecho y pisarlo con lentitud, como a cámara lenta, como acomodándose poco a poco a este nuevo y blando territorio. Penetró y avanzó con cautela sobre el polvo casi líquido de la llanura. Una llanura infinita se extendía por doquier, por los cuatro puntos cardinales y, al darse cuenta de que no se alzaban obstáculos a su alrededor, apretó el paso con todas sus ganas en una carrera elástica y eléctrica, hasta que alcanzó casi sin proponérselo, por puro regocijo, la velocidad punta.

¡Qué plenitud y qué saltos daba cuando puso su motor a todo lo que daba de sí! Respiraba a pleno pulmón tras cada salto. Al caer de la tarde, todavía el sol brillaba tierno sobre los terrones y relampagueaba contra la paja del rastrojo. Ni pinos, ni matas le estorbaban el paso, de tal manera que se podría decir que se deslizaba sobre la superficie de un mar despejado y tranquilo. Cada noche las liebres recorren mucho terreno en busca de comida y eso hace que fortalezcan sus músculos y su capacidad de resistencia. También se dice que la influencia lunar regula su vagabundeo.

En el mes de noviembre, en plena temporada de caza, los galgueros acababan de cenar y se demoraban un rato en la conversación de sobremesa hasta que llegase la hora de acostarse. En el corral se removían y gruñían los galgos de vez en cuando. Formaban cuatro cazadores la cuadrilla además de un niño, el hijo de uno de los galgueros. Tres de los hombres eran hermanos y desde siempre habían cazado en compañía. El hermano mayor era muy conocido en este mundillo del galgo, gustaba de contar historias, anécdotas de cuando él era joven y la caza abundaba. La liebre puede brincar y empezar la carrera mucho antes de que los cazadores lleguen a su altura, pero también puede utilizar la táctica de permanecer encamada y aprovechar sus dotes para el camuflaje. Y en este último caso, resulta muy conveniente atisbarla acostada, tener habilidad para detectarla a pesar del pelo rojizo que la confunde con el color de la tierra. El hermano mayor era un experto maestro de las liebres, no se le escapaba ninguna encamada, ninguna se dejaba atrás cuando pateaba el barbecho. Una de las anécdotas preferidas y repetidas en la charla de la noche de antes era el encuentro con las liebres matacán, aquellas que, por su poderío físico, durante la carrera son capaces de llevar al galgo hasta la extenuación.
—Son animales que gustan de jugar con los perros, que, aún pudiendo, no los dejan detrás sino que van jugando con ellos. Se mantienen a una distancia suficientemente corta para que el perro crea en sus posibilidades y lo entregue todo. Son animales astutos además de atletas superdotados.

Al niño no le gustó esa anécdota porque quería mucho a sus perros, estaba especialmente encariñado con Pedernal, un galgo macho, alto, negro y de curvado espinazo. Se había criado con él en la misma casa, se podría decir que habían crecido juntos.
—Ese tipo de liebre ama el peligro, o lo parece, porque se arriesga mucho en cada lance, porque podría cobrar gran distancia, le sobran facultades, y sentirse segura desde el comienzo de la carrera. Y sin embargo, se luce delante del morro de los perros. Aunque también hay quién dice que todo esto es una leyenda de cazadores y un mito que no se sostiene.

A la mañana siguiente el día amaneció neblinoso, por lo que le dio tiempo a la cuadrilla a desayunar tranquilamente. No llegaron al cazadero hasta las diez o diez y pico. Era un terreno llano, liso, una llanura enorme aunque con alguna ondulación mínima que podía estropear la visión completa de las carreras. Nuestra liebre había pasado la noche nerviosa, expectante, como si temiera alguna contrariedad. Y por eso tal vez, en cuanto vio acercarse a los galgueros, saltó de la cama. Los cazadores jalearon a sus perros y empezó el duelo entre las dos especies competidoras. Pedernal tomó la delantera a los otros perros y se dirigió con trayectoria de flecha hacia donde la liebre, que seguía una línea recta muy marcada hacia el hondo de una de esas ligeras depresiones del terreno. Era una liebre joven y nerviosa que, de repente, decidió girar a la derecha sin necesidad, y enseguida otra vez a la derecha, lo que hizo que algunos perros retrasados cobraran ventaja sobre el galgo dominante.
—¡Ahí va la liebre!
—¡Venga a por ella! —se emocionaba la cuadrilla.

Los galgueros habían temido perder la liebre de vista, pero, con el inesperado giro del acontecimiento, recuperaron la confianza y el entusiasmo. Los otros perros, los que iban rezagados, casi se tropezaron de frente con la rabona, con lo que empezó el juego de regates y de contrarregates; la liebre salía del alcance de uno y se ponía a tiro de las fauces del otro. Llegó también el perro negro y se puso otra vez delante de la jauría. El galgo negro la tuvo al alcance un par de segundos. Seguramente notó el aliento del perro el trasero de la rabona. Pero, luego, muy poco a poco, ella ganó unos metros, y perseguida y perseguidor se perdieron al trasponer una ligera pendiente. Ya era tarde, eran las doce, y el sol de mediodía pegaba fuerte aunque fuera otoño.

Los cazadores aceleraron el paso en dirección hacia donde habían traspuesto perro y pieza. Pero antes de llegar a lo alto, vieron volver al galgo sin la liebre. Traía un paso demasiado cansino y, al acercarse un poco más al animal, los galgueros notaron que llevaba una respiración como cascada, que se paraba para toser cada dos pasos. Pedernal intentaba volver al seno de la cuadrilla pero acabó deteniéndose. Se tumbó sobre el polvo del barbecho para recuperar el resuello y fueron los cazadores los que se le acercaron con paso rápido, con urgencia, porque notaron que la cosa no pintaba bien, que el drama se acababa de producir. El niño lloró como solo un niño puede hacerlo ante el cuerpo caído del monumental galgo. La liebre matacán acababa de matar a su primer perro gracias a sus facultades portentosas, al primero de una larga lista. Acababa de alcanzar el objetivo para el que había sido diseñada por el entorno silvestre. Pedernal ya no podía levantarse, menos aún mantenerse en pie, ya ni siquiera lo intentaba.

Gaspar Jover Polo, España © 2016

joverpolo@hotmail.com

Ilustración de Malene Thyssen
http://commons.wikimedia.org/wiki/User:Malene

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