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Ella tenía veinte y pocos

Ella tenía veinte y pocos y él había cumplido ya los 55, pero la diferencia de edad no suponía en este caso un gran obstáculo en el desarrollo de la relación íntima, un obstáculo determinante, pues tanto aquel hombre como aquella mujer disponían todavía de un cuerpo y de una mente aptos para hacer el amor, para el intercambio de besos, de caricias y de fluidos corporales; aunque, tal vez, fuera cierto también que ella se mostrara algo más fogosa en los momentos de cama. Carolina era alta, delgada, muy alta; era camarera y tenía un estilo personal de vestir y de maquillarse tal vez un tanto gótico sin pretenderlo, sin que quizás pretendiera llamar la atención de manera consciente. Y el hombre, Sergio, trabajaba en el campo, labraba sus propias tierras, y era también alto; tenía todavía el pelo moreno y, además, lucía apariencia de hombre sano, fuerte, aunque más bien del tipo robusto que del atlético. Se habían conocido en el bar en el que atendía las mesas Carolina, claro; pero, desde la primera ocasión en que se encontraron y se dirigieron la palabra, su relación no había sido la convencional entre camarera y cliente; sino que se había dado entre ellos un plus de emotividad: una emoción especial desde el primer cruce miradas, al rozarse sin querer por culpa de la estrechez del establecimiento donde trabajaba ella.

–Carolina, un cortado, ¡por favor!
–¡Marchaaando!

Y algunos minutos después:
–Muchísimas gracias.
–No hay de qué, hombre. ¡Para eso estoy!

“¡Qué hembrón!”, había pensado Sergio desde el primer momento en que vio a Carolina, al mismo tiempo que “pero está demasiado delgada”. Algunas veces, cuando el hombre de campo levantaba la vista de su consumición, se encontraba los ojos de la camarera observándolo desde la media o la larga distancia, durante una ráfaga de menos de un segundo; y cuando Sergio le devolvía la mirada, a partir del instante en que este hombre mostraba el mismo interés curioso, ella apartaba la vista automáticamente y seguía con su trabajo. ¿Era un interés demasiado rotundo?, ¿se cruzaban las miradas con demasiada intención? Puede que sí, y era por eso que ella se concentraba enseguida, para disimular, en las demandas de los otros clientes. Carolina era una buena profesional y no quería, sobre todo, perder el empleo. Aunque el bar fuera pequeño y de pueblo, y un tanto cutre se puede añadir, no podía perderlo porque ya se encontraba con problemas para costearse la vida. Aquel bar no tenía categoría, el dueño del establecimiento era un explotador, sí, un mal tipo; pero, aun así y por el momento, no podía arriesgarse a que la echara. Carolina no podía salir de fiesta a menudo y tampoco comprarse ropa decente, pues tenía que ahorrar para pagar los atrasos en el alquiler de su casa: una casa muy coqueta y con jardín en las afueras de la localidad. No era natural de aquel pueblo, sino que había ido a parar allí por casualidades de la vida, había ido a dar a aquel trabajo y a aquella población más bien pequeña y rural al huir del domicilio paterno.

Su humor era por lo general alegre, su carácter decidido, su proceder diligente. Tal vez, podía parecer demasiado frágil para afrontar el encuentro frontal con el macizo hombre del campo; pero no cabía duda de que ella también se encontraba en buena forma física, de que se movía con agilidad por entre las mesas y por detrás de la barra, con desplazamientos rápidos y seguros en todas las direcciones y a grandes zancadas, gracias a sus largas piernas. No sabía por qué, pero, desde el primer encuentro, desde el primer cruce de palabras, ella estaba segura de que el cliente grandullón la mimaría, la trataría con dulzura, incluso en el momento del éxtasis amoroso; no sabía por qué, pero le parecía un individuo del que se puede una fiar y al que se puede coger confianza. Estaba casi convencida de que aquellas manos tan grandes y fuertes y, en apariencia, tan torpes para según qué cosas, sabrían encauzar su energía, acariciar con tacto las partes del cuerpo femenino más delicadas, y sabrían dominarse antes de sobrepasar el justo límite.

Nunca daba la casualidad de que se cruzaran a solas por la calle, sino que siempre se veían dentro del bar, compartiendo el reducido espacio con docenas de paisanos y de paisanas, con la modesta aglomeración de los clientes, casi todos habituales, lo que no les permitía mayor intimidad que aquellos cruces de miradas que debían ser breves y furtivos por obligación. Era difícil que se cruzaran por la calle y en cualquier otro sitio fuera del bar porque, a pesar de que Sergio tenía piso en el pueblo, vivía de ordinario en el campo, con su anciana madre, con sus tractores y con sus perros. Carolina se imaginaba el fincucho de Sergio en medio de un páramo prácticamente inaccesible, “con una casa de campo seguramente rodeada de charcos en invierno y de todo tipo de arbustos espinosos”.

La chica miraba para sí misma y para su propio interés y bienestar, tenía presentes todas las dificultades económicas que la asediaban, se imaginaba los posibles obstáculos que podía presentar la relación, pero allí seguía aquel hombre grandote y coloradote con sus manos de dedos gruesos que descansaban sobre la mesa del bar, y con unos labios carnosos y perfectamente dibujados sobre un rostro no demasiado serio, más bien sereno que serio, “son manos de trabajador a la intemperie” se decía ella, porque, sobre todo, le llamaban la atención las manos y la cara de Sergio, además de una sonrisa de astucia, que, según la muchacha, era típica de la zona rural. Hasta que, un día en el que Sergio se acercó a la barra con la intención de pagar su consumición y de abandonar el local camino de su trabajo en la finca, la camarera que atendía las mesas le deslizó una hojita del bloc de tomar pedidos dentro del bolsillo de la cazadora de entretiempo, una hojita doblada por la mitad y que llevaba su dirección y su número de teléfono. Esto fue lo que Carolina había decidido por fin, después de repasar por enésima vez los pros y los posibles inconvenientes y de llegar a la conclusión de que tenía que ser ella la que tomara la iniciativa, que tampoco importaba tanto quién fuera el primero en facilitar la maniobra de aproximación. “Al diablo el pueblo entero”, se había dicho momentos antes de decidirse. Y de esta manera consiguió, por fin, liberarse de una tensión que le estaba haciendo difícil la vida de pueblo.

Gaspar Jover Polo, España © 2024

joverpolo@hotmail.com

Ilustración realizada por Enrique Fernández © 2024

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