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Artes marciales

I

En el instituto y entre los muchachos del barrio hacía furor la moda de las artes marciales, del karate, del kung-fu, gracias sobre todo a las películas del actor Bruce Lee, a productos cinematográficos como Operación dragón o como Juego con la muerte. Yo me consideraba un experto en la materia porque las había visto todas varias veces, y porque tenía un amigo que practicaba kung-fu, que se entrenaba muy en serio varias horas al día y que era capaz de levantar la pierna por encima de la cabeza al mismo tiempo que se suspendía en el aire y que, con la precisión y la rapidez de un relámpago en plena noche, lanzaba la brutal patada. Mi amigo no había participado en ninguna competición todavía, tampoco pensaba hacerlo porque, según él, su deporte era una ciencia exclusivamente defensiva que solo pondría en práctica en caso de que alguno de sus conocidos o él mismo sufriese una agresión; solo como recurso defensivo llegaría a poner en práctica, emplearía contra otras personas, sus habilidades. Tenía el punto fuerte de las piernas, aquellas extremidades tan musculosas, que lo proyectaban hacia arriba como si fueran muelles. Paraba los golpes del imaginario adversario con los brazos y respondía con una veloz patada. Todo lo contrario que Maestre, un compañero de clase que no tenía idea del arte de la lucha pero que ya se había peleado de verdad, que había salido varias veces vencedor en peleas callejeras. Maestre respetaba mis conocimientos en materia de artes marciales y me preguntaba a menudo como se llamaban técnicamente los golpes, y me pedía datos sobre la verdadera vida de mi admirado Bruce Lee, sobre cuántos campeonatos del mundo había ganado, sobre dónde había aprendido a pelear tan estupendamente. Mi película favorita era Operación dragón, un film de gran presupuesto en el que un magnate convoca a su isla privada a los mejores karatecas del mundo para que se enfrenten en un campeonato organizado por él, y uno de esos luchadores excepcionales es Bruce Lee. El magnate es también un tipo mafioso y, desde el principio, la película da a entender que no va a respetar las normas de la competición y que va a poner todo tipo de trampas al protagonista para que gane su luchador favorito, su pupilo. Yo mantenía también una buena relación con Miguel Ángel, otro compañero de aula, un joven todavía más alto que Maestre, también ancho de espaldas y fuerte de constitución, pero que tenía un carácter pacífico y bromista, poco dado a enfurecerse y a llegar a las manos: más bien destacaba por poner, dentro del aula y en el patio, un punto de racionalidad en las disputas entre compañeros y por desmontar con ocurrencias graciosas los puntos de vista radicales y que parecían encaminados al enfrentamiento físico. Miguel Ángel y Maestre eran buenos amigos entre sí, nunca discutían, se sentaban juntos en el mismo pupitre y sacaban parecidas malas notas. Mi compañero Maestre siempre sonreía y, en general, demostraba un carácter afable, pero eso no impedía que dispusiera también una personalidad fuerte, decidida, que le hacía destacar como líder del grupo.

II

-Te la hecho a ver quién dura más tiempo haciendo el pino -nos retaba José “el Zurdo”, un muchacho muy arriscado y atrevido que se mezclaba a veces con los chicos del instituto-. Yo puedo estar media hora cabeza abajo sin que se me baje la sangre a la cabeza.

Pero ningún compañero de clase le quería aceptar el reto y la apuesta porque el Zurdo parecía un felino, porque poseía una constitución física de atleta, una resistencia física fuera lo normal. Y a continuación, se pasaba más de un cuarto de hora cabeza abajo hasta que se aburría de su propio reto o hasta que se disolvía el grupo de alumnos que se había formado alrededor del personaje.

José “el Zurdo” se mezclaba a menudo con los estudiantes durante el recreo o al final de las clases, pero, al parecer, no estaba escolarizado, o, por lo menos, no era alumno de nuestro centro. Se mezclaba con nosotros y hacía apuestas sobre quién llegaba más lejos saltando a pie parado y con los pies juntos. Tenía una agilidad portentosa que le hacía parecerse a un hombre salvaje, primitivo; era además muy moreno de piel y mostraba una mata de pelo negro y lacio muy espesa. No tenía un carácter agrio, hosco, violento, sino que, por el contrario, parecía muy sociable y sonriente, y siempre andaba gastando bromas. Nos retaba con amabilidad a todas esas pruebas físicas y, luego, nos convidaba en la cantina del instituto cuando acababa su exhibición.

José nos retó otra tarde a un concurso de pulsos. Con sus retos gimnásticos y muestras de simpatía nos alborotaba, nos llenaba de admiración, pero no llegaba a inspirarnos confianza. Nos parecía un cuerpo extraño y ajeno a la organización escolar de la que nos sentíamos parte a pesar de que nos rebeláramos contra ella de vez en cuando. Por debajo de la camisa arremangada, asomaban sus potentes bíceps morenos y con algunas venas muy marcadas. Y, como en muchas otras ocasiones, le resultó difícil encontrar a un estudiante que aceptara medirse con él en esta prueba de pura fuerza física.
-Venga, tú -eligió a uno de nosotros al azar. Y el pobre muchacho, compañero de clase, intentó resistirse con todo tipo de excusas, hasta que no tuvo más remedio que medir sus fuerzas con José “el Zurdo”-. Te reto con la derecha. Yo te doy la ventaja de que, como soy zurdo, el derecho es mi brazo más débil.

La prueba la ganó José con su brazo menos fuerte. Y luego ganó también otros tres o cuatro pulsos más con otro tantos contrincantes. Elegía a otro y a otro, y no parecía cansado ni que le doliera el brazo después de competir varias veces seguidas. Entonces preguntó que dónde estaba Maestre, nuestro compañero Maestre. Pues, al parecer, había oído decir que era el líder del grupo de alumnos que íbamos a la misma clase. José nos encargó que le dijéramos que lo estaba esperando para echar un pulso, que lo esperaría durante una hora. Pero alguno de nosotros levantó la voz para explicarle que Maestre había faltado durante todo el día, que seguramente estaba enfermo, así que no podría participar en la prueba. José no se movió de la cantina, no pareció oír lo que le acababan de decir, y se quedó esperando durante más o menos dos horas, hasta que sonó la sirena que ponía fin a la jornada en el instituto.

III

Por fin, se desató el conflicto entre los dos superdotados. Maestre no acudió al pulso, pero algunos días más tarde se vio con José, y se pusieron de acuerdo para celebrar una pelea en el descampado que quedaba cerca. Mi compañero Maestre era más ancho de espaldas, parecía más fuerte, pero tengo que reconocer que el Zurdo parecía más duro de pelar todavía, más correoso. El combate acordado se celebraría fuera del instituto, en el descampado que quedaba al otro lado de la tapia. No había llovido desde hacía semanas y el campo estaba reseco por todos los alrededores. El solar que quedaba a las espaldas del edificio aparecía polvoriento y con la hierba agostada y muy corta. Acabábamos de salir de clase, por lo que amontonamos las carteras allí mismo, sobre la parcela de hierba reseca. Los dos contrincantes se alzaban en el centro del solar, se medían con la mirada, y alrededor, como público, se levantaba también una circunferencia amplia y apretada de adolescentes compañeros de uno de los contrincantes. La expectación era máxima y nos había mantenido nerviosos desde el día en que se conoció la fecha del duelo.

De repente, uno de los luchadores se animó y arrancó hacia el otro, decidido a tomar la iniciativa. Ninguno de los contendientes utilizaba el arte de la lucha, tal como se podía leer en los manuales, no se habían puesto siquiera en guardia para empezar la pelea; tampoco había un árbitro que decretara el comienzo y que impusiera unas normas mínimas. Las patadas resultaban más que nada rastreras, nada vistosas, daban como mucho en la cadera del contrincante. Se pasaban casi todo el tiempo agarrados y rodando por el suelo polvoriento, no marcaban la distancia imprescindible para que los golpes resultaran del todo efectivos. Pegaban con energía, sí, con furia, sí, pero con puñetazos cortos y envueltos por las nubecillas de polvo que levantaban, sobre un terreno tan reseco y áspero como los propios combatientes. Se arañaban, se tiraban del pelo, se mordían. La posibilidad de perder la visión de un ojo, o de perder media oreja o, como poco, parte de la dentadura, era más que evidente, pero eso no parecía importarles: una vez activados los impulsos primarios, primitivos, ya no atendían a otras consideraciones que a la necesidad de procurar herir al contrario por todos los medios. Se arriesgaban prácticamente por nada, solo por demostrar quién de los dos era el más duro y el más decidido, el que “tenía más huevos”. Los espectadores seguíamos la competición en llamativo silencio, lo que favorecía que se escuchara el impacto de los golpes sobre la carne humana. Ellos no se quejaban, tampoco gruñían o se amenazaban. Si hubiera llovido el día anterior, sus cuerpos se hubieran visto embarrados en vez de cubiertos de polvo. Al poco de empezar, me di la vuelta y abandoné mi sitio en la circunferencia. Di unos pasos hacia atrás y nadie se dio cuenta de que abandonaba el puesto de espectador. Me di la vuelta y avancé algunos pasos más hacia las calles y las casas, sin esperar a ver quién resultaba ganador del duelo. Era de esperar que algún compañero me lo contara poco después o cuando, al día siguiente, volviéramos a vernos en la clase.

Cuando me alejaba, me dio tiempo a oír todavía unas voces, se desató de repente un gran alboroto y luego un grito que se elevó por encima de todo. Pude distinguir desde la distancia que alguien de entre el público pedía con urgencia en la voz que se parara la riña, que se separase con urgencia a los combatientes. Al otro día, nada más llegar al instituto, no me querían contar nada. Luego, después de mucho insistir, me confesaron que efectivamente acudió el grupo a separarlos, que el compañero Miguel Ángel interpuso entre ambos luchadores su tremenda autoridad corporal, su superior envergadura. Pero que, por desgracia, la enérgica intervención del compañero más alto y más fuerte llegó tarde.

Aunque por entonces me consideraba un fanático, para mí, el arte de la lucha, sobre todo del kung-fu, tenía mucho de ballet, de coreografía, con esos saltos mayúsculos y con esas piruetas eléctricas. Solo había saboreado la lucha en la ficción de las pelis y de los cómics, por lo que, cuando vi la primera pelea en vivo y en serio, cuando asistí por primera vez a un combate real entre gente que conocía, quedé francamente decepcionado. Fue en ese momento cuando descubrí que una riña callejera tenía poco que ver con lo que yo entendía por el uso de las artes marciales.

Gaspar Jover Polo, España © 2021

joverpolo@hotmail.com

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