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Infinitas posibilidades

De la misma manera que me resulta imposible concretar el momento preciso en que cambié de vías, tampoco puedo precisar el momento en que volví a mi dimensión y en que me di de bruces con el lamentable espectáculo que formaban mi familia y mi grupo de amigos esperándome. Después de algunas horas de búsqueda generalizada, todos ellos habían caído en el desánimo a causa de mi desaparición extraordinaria y a que ya no sabían qué hacer, qué paso dar, por dónde seguir la búsqueda. Tal era su grado de abatimiento que, al verme llegar a casa como si tal cosa, sin un rasguño siquiera aunque sucio por el polvo blanco del camino, algunos pusieron el grito en el cielo y a alguno hasta se le escapó un par de lágrimas. No sé precisar dónde se produjo el salto, pero lo cierto es que en algún punto de mi paseo matutino tuve que efectuar un movimiento desacostumbrado, necesariamente tuve que salir, sin darme cuenta, del protocolo, lo que hizo posible que pudiera perderme y hasta cambiar de dimensión.

Cuando empecé a notar las primeras diferencias absurdas, que puedo llamar también anomalías para que se me entienda, yo estaba dando mi paseo de todas las mañanas pues, por entonces, me acababa de jubilar y disponía de tiempo para hacer ejercicio. Aquella mañana, como de costumbre, había desayunado un vaso de leche con dos madalenas momentos antes de salir a la calle. Aquella mañana en concreto, había abandonado el casco urbano por el barrio que queda detrás de la peña y me había puesto a caminar por el paisaje de costumbre; primero atravesé con toda normalidad la zona del extrarradio, que es un paisaje campestre pero todavía salpicado de naves industriales y de corrales, hasta que me asaltó de pronto la primera anomalía, hasta que noté que, a la vuelta de un recodo, había un árbol menos, que un pino bastante grande había desaparecido de un día para otro, con el añadido también irracional de que no había señales de que se hubiera ejercido algún tipo de violencia contra él, de que hubiera sido talado o arrancado de cuajo. Simplemente no estaba al final de la curva donde solía aparecer todas las mañanas; fue como si nunca hubiera estado allí, al borde del camino asfaltado, como si nunca hubiera dado sombra. Y fue a partir de allí, de ese punto del camino, cuando los sucedidos fuera de lo normal se hicieron presentes poco a poco pero ya sin interrupción, como en una avalancha suave. Las diferencias no parecían muchas en total porque aquella otra dimensión o lo que fuese no presentaba una realidad demasiado distinta, porque en un ochenta o noventa por ciento era la misma realidad, y porque las novedades tampoco eran en general demasiado llamativas ni fácilmente apreciables. Si ibas ensimismado en tus pensamientos, resultaba difícil apreciar el cambio de vías, el conjunto de las diferencias, teniendo en cuenta, además, que ninguna mañana el paisaje por el que camino es el mismo, que, sobre el mismo trozo de terreno, cambian mucho las circunstancias medioambientales. Son múltiples las variaciones naturales del paisaje con que nos podemos encontrar, hasta el punto de que no podemos decir que se den dos días iguales a lo largo de la semana. A una mañana de sol espléndida le puede suceder, al día siguiente, una mañana completamente nublada, absolutamente gris, o una mañana nublada y además lluviosa, o lluviosa y acompañada también por una ligera brisa refrescante o por un fuerte viento; y también entre los días que amanecen buenos se suelen dar notables diferencias, en el sentido de que pueden resultar más o menos calurosos, más o menos húmedos, pueden salir diáfanos o todo lo contrario, pueden estar cargados de abundantes partículas de polvo suspendidas en el aire.

Aquella mañana tan fuera de lo corriente recuerdo que lucía un sol bien definido, casi casi podría decir que espectacular para ser temporada de invierno. Y recuerdo también que yo me encontraba en un momento de forma física más que bueno, que la sangre corría con fluidez por mis arterias debido, tal vez, al ejercicio físico cotidiano y al régimen de comidas más o menos sanas. Y como me encontraba pletórico, decidí hacer el recorrido largo y subir la cuesta, la más empinada de los alrededores de la población, la que, partiendo del camino principal asfaltado, se adentra en la zona de la repoblación forestal. Me encontraba en óptimas condiciones de ánimo, hasta que me topé con la siguiente anomalía importante, la que me caló más hondo y me dejó absolutamente desconcertado. Por una de las cunetas de aquel camino en pendiente, bajaba un hilo de agua, lo que, en primera instancia, me hizo pensar en la posibilidad de que se hubiera roto alguna tubería bajo tierra o en que se hubiera accidentado la toma de agua de alguna casa de campo. Era la suposición más lógica porque no parecía razonable pensar que, en plena temporada de sequía, el agua fluyera de forma natural, de forma espontánea. Unos metros más arriba, el hilo de agua abandonó el fondo de la cuneta; es decir, dejó de bajar paralelo al camino, y yo entonces intenté seguir la corriente cuesta arriba y campo a través para descubrir de dónde procedía, para encontrar donde estaba la fuga. Con esta finalidad abandoné el camino y me adentré por un paraje de vegetación realmente enmarañada, muy espesa, por una parte del bosque de pinos en la que la hierba se mostraba a la luz del día alta, jugosa, e incluso se daba por allí una parcela de terreno cubierta por el carrizo.

Tuve que abandonar mi primera hipótesis, la de que se trataba seguramente de la ruptura de alguna conducción subterránea, pues ya resultaba evidente, incluso para un inexperto en cuestiones medioambientales como yo, que un gran embolsamiento de agua ocupaba el subsuelo a poca distancia de la superficie. El hilo de agua manaría de manera natural por tanto, saldría a través de una fuente, como si la enorme cantidad de pozos que durante las últimas décadas habían asegurado el consumo humano y también el regadío, no se hubiera practicado a lo largo y ancho de nuestro término municipal, como si no hubiéramos explotado los acuíferos. Llegué a esta conclusión completamente inverosímil pero obligatoria y seguí avanzando en busca del hipotético nacimiento, aunque cada vez me resultara más difícil seguir por culpa de la densidad que alcanzaba por allí la maleza, los diversos tipos de plantas que por allí se apretaban. Perdí por un momento el norte metido en la alta y espesa vegetación, pero no quise considerarme perdido. Tampoco quise reconocer todavía que no estuviera pisando el mismo paisaje que estaba acostumbrado a ver y a patear todas las mañanas de mi vida de jubilado. Cuando puede salir de la espesura, di con la falda de una colina y me puse a subirla con el fin de orientarme mejor desde lo alto. Trepé hasta arriba y fue allí donde me reconocí definitivamente desubicado, aturdido, por culpa de lo que se podía contemplar a lo lejos. Pude ver con claridad la línea férrea que corre a la vera del río –precisamente pasaba en aquel momento un tren silbando–, pero también pude comprobar que, a su vera, no iba como de costumbre la autovía A-7, nuestra vía de comunicación más importante y que ya lleva varias décadas atravesando el término municipal. No supe qué pensar porque son muchos años los que el cauce del río –con sus bosquecillos de olmos y sus frondosas matas de taray–, la vía del tren y la autovía A-7 atraviesan el fondo del valle en paralelo y casi rozándose. “¿A dónde van a parar todas estas novedades?”, me pregunté allí en lo alto. “¿Presentan un denominador común todas estas anomalías? Por lo menos tienen que tener una razón de ser”, me dije en voz alta. Estaba furioso; ya me sentía un poco fuera de mí; ya estaba a punto de sobrepasar todos mis límites. Pensé que ya no me quedada otro remedio que aceptar la evidencia del gran salto.

Había sobrepasado con mucho el periodo de tiempo que destino todos los días al ejercicio mañanero, la hora u hora y media que dedico a la caminata, y me encontraba también varios kilómetros más allá del lugar donde suelo darme la vuelta. Se me ocurrió que, suponiendo que el tiempo estuviera pasando a la misma velocidad que de costumbre, mi mujer ya habría empezado a preocuparse. Me había dejado el móvil olvidado en casa, cosa que me ocurre algunas veces, y no podía por tanto ponerme en comunicación con la civilización, con el pueblo, con mi casa sobre todo. Me vino de repente un hambre atroz; una debilidad repentina; una “pájara”, como solemos decir en el mundillo del deporte. Era ya medio día, el sol estaba en lo alto, así que me puse a volver a toda velocidad, en cierta medida espoleado también por el miedo y la angustia. Fue entonces cuando me di cuenta de la naturaleza especial del polvo que estaba pisando, del polvo que cubría el camino en pendiente. Caí en la cuenta con gran sorpresa por mi parte de que era un polvo blanco, tan fino que se levantaba a cada paso en forma de columna y que la columna me llegaba hasta la mitad de la pierna, a la altura de la rodilla. Aquellas nubecillas blancas, aunque ya de forma invisible, me tenían que llegar también a la cabeza, hasta la altura de la nariz, pues todo el día había estado respirando con alguna dificultad. Recuerdo que pensé que no todo resultaba positivo en aquel espacio tan fuera de lo común; se me ocurrió que las cosas no resultaban por aquel mundo mucho más fáciles porque, a medio día, el sol caía también con fuerza sobre los hombros del caminante; me había golpeado toda la mañana sin parar y ya me estaba produciendo dolor de cabeza.

Caminaba deprisa y de forma automática en dirección al pueblo, a mi barrio, a mi casa, pero me dio tiempo a pensar, cuesta abajo y todavía por en medio de la repoblación de los pinos, que ya nada me sorprendía, aunque las anomalías siguieran produciéndose de forma espaciada a un lado y a otro. Luego, en algún punto de la bajada, y también sin darme cuenta, debí hacer algo, otro movimiento concreto fuera de lo normal, no sé exactamente qué, pero el caso es que sentí que acababa de recuperar mi dimensión. Desde donde me encontraba en aquel momento ya no podía ver la autovía, pero podía oír el zumbidillo de los automóviles, que otra vez discurrían con toda normalidad por la A-7. Casi de repente me invadió la confianza, la seguridad de pisar terreno conocido, al mismo tiempo que caí en la cuenta de que me hubiera gustado saber muchas cosas más sobre lo otro, que me hubiera gustada saber, por ejemplo, si en lo que me había parecido otro mundo yo estaba también felizmente casado. Le hubiera preguntado con gusto a algún transeúnte por la razón de todas aquellas novedades inverosímiles, por todos aquellos cambios sin aparente lógica, pero estábamos en invierno y resultaba normal que no me hubiera cruzado con nadie durante todo el recorrido. Cuando me cercioré de que había regresado a mi dimensión, me di la vuelta automáticamente y empecé a andar en dirección contraria, otra vez me alejé de la población, de casa; hice marcha atrás durante un kilómetro o dos por ver si volvía a penetrar en el otro mundo, por si podía dar con la frontera o con la ventana que sirve para comunicar dos universos.

Durante gran parte del día, había debido de andar inmerso, al parecer, en una especie de realidad alternativa, en algo así como dentro de otra dimensión, había discurrido por otra de las infinitas trayectorias posibles, pues, según cuenta la moderna teoría de la mecánica cuántica, pueden darse a la vez múltiples universos conformando lo que algunos científicos llaman el multiverso. Pensé que yo podía haber caído sin querer en una de esas trayectorias tangenciales –tangenciales en vez de paralelas pues la teoría de los universos paralelos que no pueden interactuar parece haber sido últimamente superada, que lo que pueden darse más bien son los universos tangenciales–. Esta explicación me pareció ya entonces la más lógica, y es lo que hubiera tenido que decir cuando regresé, pero, como también tuve claro que mis vecinos no se lo iban a creer y que todo volvía a ser mi alrededor completamente normal, decidí no dar tantas explicaciones. Pensé en que podría poner, tal vez, esta aventura por escrito y guardarla como si se tratara de un relato de pura ficción.

No llegué a la hora del almuerzo, tampoco a la de la merienda, y sí cuando ya empezaba a anochecer en las calles de mi pueblo. Todos consideraron al verme aparecer intacto, con las últimas luces y cubierto por el polvillo blanco del camino, que había tenido que sufrir algo así como una pérdida momentánea de memoria, o una pérdida de orientación, o las dos cosas a la vez, algo así como un proceso transitorio de amnesia. Consideré que esta explicación resultaba bastante verosímil, coherente y, como nadie me iba a creer, asumí toda la culpa del retraso y me abstuve de entrar en detalles sobre el asunto del cambio de vías.

Gaspar Jover Polo, España © 2022

joverpolo@hotmail.com

Ilustración realizada por Enrique Fernández © 2022

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