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El nuevo Baltablau

Ella era así de emprendedora, de vital, de independiente. Una mañana, después de sonar el despertador, salió de casa y se adentró sin pensarlo en el banco de niebla que se había extendido sobre la comarca. Se adentró en solitario, pues su compañera de toda la vida, desde que habían asistido a la escuela por primera vez, no estaba ese día en la ciudad. La niebla resultaba tan espesa que el recorrido de costumbre se había vuelto muy confuso e incluso irreconocible en algún tramo. Su casa estaba situada en lo alto de una colina y, hasta que se llegaba al siguiente edificio por la calle en pendiente, mediaban muy bien trescientos o cuatrocientos metros. Seguramente fue por culpa de aquella lechosa claridad que la muchacha equivocó el recorrido, que ya no supo cómo volver al punto de partida para retomar el trayecto que la llevaba todas las mañanas al instituto.

En los primeros momentos la niebla resultó especialmente espesa, tanto que le fue preciso avanzar adelantando cuidadosamente, lentamente, los pies e incluso las manos, para no tropezar con alguna farola. Otra joven de su edad se hubiera asustado seguramente, hubiera buscado ayuda, pero ella, además de asustarse, sintió como una liberación, como un principio de desahogo. Notó que ante sí se le presentaba una oportunidad única para salir de la monotonía, del impasse vital ordinario. Le llamaba la atención todo lo que le rodeaba y que ya no reconocía. Y aunque supiera que, en buena lógica, no podía estar lejos del prado que lindaba con su domicilio porque pisaba hierba, todo aquello no parecía un prado sino una extensión de campo mucho mayor, algo así como una pradera de Norteamérica, como una de esas que salen en las películas de vaqueros. Sus sensaciones eran tan novedosas, que creyó sentir a su espalda el mugido de un animal, el aliento de un animal grande y salvaje, de un búfalo tal vez, y no el mugido ordinario de una vaca. Hay que añadir que, además de gran valor, Elena disponía de gran imaginación y también de muy buena suerte, y que solo por esa conjunción de cualidades, cada una por sí sola ya bastante extraordinaria, pudo avanzar y avanzar por el ambiente lechoso sin sufrir ningún daño físico, esquivar los socavones, ingeniárselas para salvar los arroyos que recorrían el suelo muy húmedo, hasta que la niebla fue desapareciendo.

Fue entonces cuando se hizo una idea completa del sitio por donde caminaba y cuando divisó a lo lejos una colina parecida a la suya pero que no tenía una casa en lo alto. Y si la colina no tenía casa, el prado por el que avanzaba tampoco podía ser el suyo, sino otro mucho más extenso, extraño: tal vez inhóspito. Y hasta tal punto lucía ya el sol, que tuvo que desabrocharse y luego quitarse la gabardina con la que había salido por la mañana. El soñador sueña sin más, disfruta inventando argumentos, pero ella no era así, Elena era del tipo al que le gusta analizar también sus sueños y las cosas que, siendo reales, parecen salirse de la lógica y de la costumbre. Y siguiendo esta inclinación característica de su personalidad, se puso a concluir que era pradera y no prado, y se dijo que el paraje por donde ahora caminaba se parecía un poco al valle adonde había acampado en su última excursión por la sierra, que era como Baltablau, un sitio precioso en medio de la naturaleza salvaje. Situado a una altura de 1.700 ó 1.800 metros, ese valle de alta montaña estaba recorrido por numerosos arroyuelos y por coquetos remansos. Al igual que en Baltablau, los arroyos formaban continuos meandros por el terreno llano y entre la gruesa capa de hierba que cubría la totalidad de la pradera. También se parecían ambos parajes en que había que tener cuidado al pisar, pues el nacimiento de agua surgía en cualquier punto y empantanaba el trozo de suelo bajo la hierba. A Elena se la podía considerar una experta en todo tipo de excursiones, una auténtica aventurera, porque la ascensión a Baltablau estaba considerada como de dificultad media-alta por los entendidos. Luego pensó que la sierra quedaba a unos treinta kilómetros de su casa y que, por tanto, resultaba imposible que ella hubiera recorrido todo ese tramo caminando a través del banco de niebla. Además, Baltablau tiene límites, las zonas boscosas que lo rodean, y, por contra, la pradera sobre la que ahora avanzaba parecía infinita, parecía llegar hasta el horizonte y amenazar con sobrepasarlo.

Sin árboles, sin puentes, sin caminos ni carreteras, el único edificio que se podía ver sobre la verde superficie, era una especie de ermita, una construcción muy rudimentaria en apariencia y que le quedaba a un par de kilómetros por delante. Elena decidió inspeccionar ese único rastro de civilización y, cuando se acercó un poco más, se percató de que no era una ermita, sino que se trataba de un edificio mucho más antiguo y más simple; se parecía más a una de esas construcciones prerromanas que se habían dado por la zona según le habían explicado en la clase de historia, más en concreto en la clase de arte y a través de las fotografías que reproducían de manera digital lo que debió ser uno de esos templos primitivos. Y entonces recordó también que, justo por debajo de la iglesia de su ciudad, estuvieron una vez los cimientos de uno de esos templos, pues todas las religiones consideran sagrados ciertos parajes, y es en esos sitios especiales donde una civilización tras otra celebra sus ritos. Se dijo que, por tanto, la conclusión era que no se había alejado de su ciudad, como le había parecido, sino que había estado dando vueltas mientras atravesaba la niebla. Se había alejado mucho, sí, pero no en el espacio. Y también dedujo con satisfacción que la loma donde ahora no estaba su casa sí era su loma, y el prado que quedaba alrededor de su domicilio formaba parte de la extraordinaria pradera que estaba recorriendo.

El banco de niebla, al parecer, había barrido con singular encono todas las construcciones humanas, y había devuelto al valle su primitiva configuración. Las luces del alumbrado público, las vías del tren, el aeropuerto y las obras de canalización de las aguas, todo el conglomerado de edificios, incluso los del casco antiguo, habían sido barridos de la superficie terrestre por la luz fantasmal. Ella vivía en la soledad del extrarradio, pero tampoco había quedado en pie el conjunto de casas abigarradas que formaban el centro urbano. Se dio cuenta de que el paso siguiente, el más lógico, debía ser intentar establecer contacto con la civilización que utilizaba el diminuto templo. Y en vez de seguir hacia delante como había hecho durante toda la mañana, investigando con imparable curiosidad, esperaría a que tarde o temprano sus antepasados remotos se dejaran caer por allí para celebrar sus ritos.

No se sentía cansada pero se sentó sobre la hierba a esperar. Consideraba preciso reflexionar antes de dar el siguiente paso, pues combinar la audacia con la inteligencia es siempre la mejor táctica. Lo primero que vio o, mejor dicho, que oyó, sentada sobre la hierba, fue el ruido, el ruido asombroso que surgió de pronto y que parecía recorrer el ancho valle de una punta a la otra; un ruido tan atronador que tuvo que taparse los oídos con las palmas de las manos. Y solo un momento después fue cuando pudo ver el movimiento; la masa infinita de cabezas cornudas avanzando a toda velocidad, una estampida que venía corriendo en su dirección. Y comprendió que ya no le quedaba tiempo para apartarse, para reaccionar ante el peligro que sin duda se le venía encima. El marco ambiental resultaba tan distante, tan distintas eran las coordenadas ambientales, que ya no le servían sus profundos conocimientos del terreno, las normas de supervivencia en el monte o las muchas horas de práctica en la escalada, todos los esfuerzos y preparativos que había hecho el último verano para acceder hasta Baltablau.

Gaspar Jover Polo, España © 2020

joverpolo@hotmail.com

Ilustración de Manuel Giron, 2015 © ProLitteris

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