Ainhoa bosteza y se tambalea, en su camino por el pasillo, y al llegar al salón golpea sin querer uno de los camiones de plástico.
—¡Carlitos! —grita al niño que aún duerme en su habitación—. ¿Cuántas veces te voy a decir que no dejes los trastos por todas partes? ¡Este señor nos va a echar de la casa por tu culpa!
Ainhoa tiene un pelo rubio y ensortijado, recogido atrás con una goma, y la abundante coleta cae sobre un pijama rosa que se ajusta a su cuerpo esbelto. Sus profundas ojeras, inusuales en una mujer de su edad, que no debe pasar de los treinta, desencajan en un conjunto físicamente armonioso. Se sienta a la mesa del salón, sin voluntad de ponerse aún el desayuno, o sin suficiente hambre.
—Buenos días, principesa —la saluda Sergio saliendo de la cocina con el cuenco del aguacate machacado en sus manos.
—Sí... principesa, principesa... de los cojones soy yo principesa —replica y se enciende un cigarrillo.
Por el pasillo aparece don Jorge, poniéndose ya el reloj, fresco de la ducha pero ya vestido, zamarra incluida.
—A los buenos días, ¿cómo estamos hoy? —saluda a la concurrencia.
—En estado de revista —contesta Sergio, ya sentado a la mesa, entre la deglución del aguacate.
—Pues me voy a pirar, que tengo ganas de pasearme temprano.
—Usted siempre tiene ganas de pasear temprano. Ya le podían dar su pensión, que la tiene bien merecida... —comenta Ainhoa.
—Hay que vigilar el horizonte —explica don Jorge—, me voy a inspeccionar los predios de Rajoy, a ver si se toman medidas urgentes.
—¿Medidas? Será para hacerle otro traje gratis a ese cabrón... —ironiza Ainhoa.
Don Jorge abre la puerta de la calle y sale silbando. Por el pasillo aparece Fructuoso, en meros calzoncillos, atusándose el escaso pelo que tiene en medio de su atlético pecho café con leche, y balanceando su cabeza a ambos lados.
—¿Cómo es que están ustedes hoy? —saluda musicalmente.
—Hijo, no sé cómo no te quedas helado andando por ahí en paños menores —dice Ainhoa por toda contestación.
—Ay, las mujeres españolas, qué conservadoras son, todo se les hace problema... —comenta Fructuoso, divertido, aún balanceando su cabeza para recuperarse de un aparente desajuste de cervicales.
—Estamos muy bien, Fructuoso, aquí desayunando —sentencia Sergio.
Por el pasillo asoma Carlitos, frotando sus ojitos dormidos y legañosos. Es un niño de seis años, enfundado en un chándal azul y unos calcetines blancos.
—A ti quería yo verte, caballerete —le reprende Ainhoa—. ¿Cuántas veces te voy a decir que no dejes los trastos por todas partes? ¡Este señor nos va a echar de la casa por tu culpa!
—Ven aquí, pequeñín —interrumpe Sergio—. ¡Hora del desayuno!
—Eso, tú dale alas. Te va a llenar de cacharros hasta la despensa —se queja Ainhoa—. Hasta que te hartes y nos eches.
—De aquí no se echa a nadie —sentencia Sergio.
Por el pasillo se incorporan los últimos habitantes de la casa, Juan y Elvira, que vienen ya vestidos de su habitación, pero sin pasar por la ducha. Ambos llevan la camiseta verde de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y vaqueros azules de Carrefour.
—Buenos días —dice tímidamente Elvira, hablando por ambos.
—¡Buenos días! —contestan a coro los tres adultos sentados ya a la mesa. Sergio se levanta al oír el pitido de la cafetera y regresa con el café, las tazas, el azúcar y la caja grande de las galletas en una bandeja, mientras Juan y Elvira ocupan sendas sillas y Ainhoa toma a Carlitos en su regazo.
—¡A desayunar todo el mundo! —les anima Sergio.
Se oyen dos largos timbrazos. Sergio mira primero cómo va la cocción y con parsimonia se dirige al salón, toma el telefonillo y abre la puerta del zaguán sin preguntar quién es. Deja abierta la puerta del piso y regresa a la cocina. Unos segundos después aparecen Adelaida y Ramiro en la entrada. Ella golpea la puerta abierta con los nudillos, dice un reverencial "¿se puede?" y se dirige a la cocina, seguida por su marido. Es una mujer huesuda, enfundada en un jersey blanco de cuello alto, y ronda los sesenta años. Él, con un serio jersey gris de cuadros, aparenta menos edad, quizás cincuenta, y está mas rellenito.
—Buenos días, don Sergio, Dios le pague estas comidas que nos hace —dice ella.
—No os preocupéis. Las comidas están ya pagadas, y el día que no haya para pagarlas ya atracaremos el Mercadona —sonríe forzadamente Sergio mientras remueve los macarrones en la cazuela. Se nota que le molesta que le den tanto las gracias.
—Ha salido un solecito... —comenta Ramiro con otra leve sonrisa.
—Sí, al final va estar un día para jugar un partidillo y todo —añade Sergio.
—Al menos Dios se apiada de nosotros —dice Adelaida, quejosa.
—Dios no existe, lo ha dicho Hawking —replica Sergio.
—¿Qué sabrá ese tío? —dice ella.
—Yo, con esto del menisco, no puedo echar muchos partidillos... —se disculpa Ramiro, temiendo que lo del fútbol vaya en serio.
Por la puerta abierta del piso entran al salón Ainhoa y Carlitos. El niño lleva las rodillas del chándal sucias, pero aparentemente ya ha sido reñido en la calle. Carlitos huele el vapor de la cocción con su naricita chata, sin decir nada.
—Hola, Sergio, ¿cómo va el condumio? —pregunta Ainhoa, animada.
—En cuarto de hora comemos —contesta él desde la cocina, mientras pone a calentar la sartén grande de hierro y echa mano del salero.
—Algún día nos has de dejar cocinar a nosotros —se ofrece Adelaida, mirando a la sartén, en un tono repetitivo que sugiere que esa frase ya la ha dicho muchas veces a la misma hora.
—¡Quiá! —contesta Sergio—. "La cocina es un reducto de poder doméstico que el hombre ha conseguido arrebatar a la mujer".*
—Oye, que yo soy hombre, aunque ésta no me deje casi abrir el pico... —protesta Ramiro.
—Buen pájaro estás tu hecho, si no has cocinado un huevo en tu vida... —le corta su esposa.
Ainhoa envía a Carlitos a lavarse las manos y entra en la cocina.
—De verdad, ¿eh? Conste que no cocinamos porque no nos dejas —tercia al entrar.
—Si no tengo otra cosa que hacer en todo el día... —explica Sergio.
—¡Mierda de paro! Con este Rajoy vamos a acabar todos convertidos en estatuas de sal... —concluye Ramiro.
En pocos minutos, el atún está envolviendo los macarrones, los filetes están hechos, la mesa puesta, y los platos empiezan a llenarse. Los cinco están sentados para comer. Fructuoso abre con su llave la puerta del salón y mira sonriente a la mesa desde su metro noventa.
—¡Buen apetito, camaradas! —saluda.
—Igualmente. Date prisa y siéntate, que está riquísimo —miente Adelaida, antes de haber probado el primer bocado.
—¡Hoy tengo mucho hambre! —dice Carlitos mientras anima con la mano a Sergio a poner más macarrones en su plato.
—No le pongas demasiado, que se empacha —interfiere Ainhoa.
—¡Hay para todos! —dice políticamente Sergio.
Los tenedores sustituyen por un rato a las palabras. Ainhoa mira en derredor y pregunta por fin:
—¿Dónde está don Jorge?
—Aún no ha vuelto —explica Sergio.
—¿Y los de la PAH?
—Capaces que los han vuelto a arrestar los maderos —dice Ramiro.
—Hoy no iban a impedir nungún desahucio. Igual están de asamblea —explica Sergio.
En un par de minutos, don Jorge, Elvira y Juan entran por la puerta los tres juntos y se sientan raudos a comer.
—¿Cómo va la búsqueda de trabajo? —pregunta don Jorge a Fructuoso.
—La búsqueda bien, pero el trabajo mal. De trabajo no hay nada, mi hermano.
—A menudo país has venido —dice Adelaida.
—En mi tierra estamos aún peor...
—¿Peor? ¿Pero se puede estar peor? —insiste ella.
—Allá en Cuba —explica Fructuoso—, los comunistas no son así como aquí el camarada don Sergio, que es tan generoso, allí ellos se apañan todo para sí mismos y al pueblo ni las raspas, digo.
—Aquí don Sergio es una excepción, los comunistas españoles van en Volvo y tienen acciones de Bancaja —le contradice Ramiro—. Si no es por la amabilidad de don Sergio estaríamos muriendo de hambre.
—Que no me tenéis que dar tanto jabón... —dice Sergio realmente enfadado—. Aquí hay comida y sitio de sobra para todos, ¿no veis que es absurdo darme las gracias en cada frase? El dinero es un bien público, impreso por el Estado. Representa el trabajo que los demás van a hacer por uno, nunca el trabajo que uno ha hecho antes, cuyo valor carece de relación con los billetes. Mi dinero, además, no proviene del trabajo, es todo de una herencia. Mi dinero es tan vuestro como mío. De verdad, os agradecería que dejarais de darme coba de una vez. Comed y sed felices, por favor. Si queréis hacer que me sienta bien, sed felices y no os preocupéis de nada.
Sergio deja pasar el comentario y reanuda la lectura. Don Jorge entra al salón y se dirige a la mesa.
—Sergio, si quieres podemos ir haciendo la cena nosotros, tú sigue leyendo tus cosas...
—No hace falta, he llamado a Telepizza, porque hoy hay oferta, dan dos pizzas grandes por el precio de una mediana. Llegarán en un rato.
—¿Y queda algo de ensalada para Carlitos? —pregunta Ainhoa—. No me gusta que coma pizza, la verdad.
—Hay tomates y lechuga en la nevera. Prepárale lo que quieras.
—Ay, señor, señor, que a los niños españoles no les dejan comer la pizza, qué estrictas son las mamás... —dice Fructuoso, que llega desde su habitación, todo animado.
—¿Hoy no bajas al bar a ver el Barça? —le pregunta don Jorge.
—Mi hermano, estoy más tieso que la barba de Fidel. Si me ve el jefe que entro al bar, me agarra por las solapas y no me deja ir hasta que le pague todo lo que le debo ya...
—Ya ni el fútbol se da gratis en España. Esto con Franco... —comienza a decir don Jorge, pero Sergio le mira severo, apartando los ojos del libro y levantando una ceja—. No, si es un decir, yo ya sé que con aquel tampoco... en fin.
—¿Con quién juega hoy el Barça? —pregunta Carlitos al entrar al salón.
—Con el Galatasaray —dice Fructuoso—. Mero trámite. El Messi les va a meter como ocho goles...
—Sergio, porfa, ¿por qué no compras una televisión? Aquí a todo el mundo le gusta el fútbol —pide Carlitos.
Sergio cierra el libro, suspira, se muerde el labio inferior.
—Mañana mismo —promete. A su alrededor se hace un tenso silencio.
Los tres se levantan y se van a sus cuartos. En el del fondo, Elvira y Juan gimen levemente, envueltos en un orgasmo amordazado. Él tiene su boca metida entre los pechos de ella y ella se ha metido una mano en la boca para no hacer ruido. Cuando se relajan, se separan y él hace ademán de buscar la cajetilla de tabaco pero se da cuenta de que no les queda nada que fumar.
—Me cago en Rajoy... Bueno, algún día volveremos a tener un piso y fumaremos lo que queramos. Te lo prometo.
—Aquí estamos bien —contesta Elvira—. Lo importante ahora es que no desahucien a tus padres por nuestra culpa. Si se arregla lo de los chopos, ese dinero es para ellos.
Juan la mira, pensativo.
—Ojalá fuera bastante con lo de los chopos. Habrá que buscar algo más.
Sergio termina de lavar platos y cubiertos y se queda mirando al fregadero, como ensimismado. Siente ganas de agarrar a todos sus invitados por el pescuezo y sumergirlos en agua de fregar hasta que dejen de quejarse de la vida, cuando él se la da toda resuelta. Se imagina también a los comensales de mediodía, Adelaida y Ramiro, debajo del grifo, hasta que dejen de quejarse del gobierno y de dar las gracias por cada bocado de macarrones. Aunque sería inútil, ni con un esparadrapo van a parar. Son incapaces de ser felices sin ser propietarios. Espiritualmente, es todo inútil.
A Sergio se le aparece una lágrima en el ojo izquierdo. Se la seca, aspira por la nariz y se da la vuelta. Mira en su cartera, ve dos billetes de veinte euros y calcula cuánto tendrá que sacar del banco para comprar la tele. Coge la bolsa de la basura y sale a la calle.
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(*) Sergio cita un diálogo de la película "Justino, un asesino de la tercera edad" (Luis Guridi y Santiago Aguilar, 1994).
(**) Verso de la canción "Estaremos todos juntos algún día" (letra de Nacha Guevara, adaptando la canción "We will all go together when we go", de Tom Lehrer).
José Luis Martín, España © 2014
joselmartin@hotmail.com
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