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Un día de febrero

I

"Buenos días", saludó la locutora.
"Buenos días", contestó mi abuela.
"¿Cómo se encuentran esta mañana? ¿Llenos de energía?" continuó la locutora en la pantalla, ajena al extraño atuendo que mi abuela presentaba, con su bata acolchada, frente al pelotón de jóvenes gimnastas en mallas aeróbicas que llenaban el plató.
"Yo, ya, hija, a mis años, pues bastante bien me encuentro gracias a Dios".
"Hoy vamos a comenzar con una tanda de ejercicios ligeros, para ir entrando en calor. Así que todos a sus puestos y ...uno ... y dos ... y tres ... y cuatro..."
Mi abuela, desanimada por el ritmo frenético de piernas y brazos moviéndose en el aire como tijeras antilípidos, concentró de nuevo su atención en el plato del desayuno, con el vaso de leche caliente y la naranja partida por la mitad, tratando de recordar cuál debía comer antes. Por fin, con aire satisfecho y resuelto, resolvió comenzar por las medias naranjas y nos aleccionó con aplomo: "¡Encima de la leche, nada eche!"
Yo, mientras tanto, iba dejando caer en mi tazón de leche trocitos de pan tostado, para que se fueran ablandando, mientras repasaba una lección de historia antigua que debía aprender de memoria, y que estaba amenizada con fotos a todo color del Coloso de Rodas, del Canon Doríforo, del Discóbolo, y hasta de Laocoonte y sus hijos.
"Alejandro Magno era hijo del rey Filipo de Macedonia".
"Anda, déjate de macedonias y acaba la leche, que vas a llegar tarde al colegio" me decía mi hermano mayor, ajeno por completo a los problemas de la memoria fotográfica, a la insidiosa necesidad de repetir palabra por palabra los resúmenes de historia antigua de los omnipotentes libros de la editorial Anaya, para satisfacer la curiosidad de un profesor avezado en el interrogatorio matutino de niños, aunque suficientemente comprensivo como para dejarnos usar chuletas con los títulos de cada capítulo al recitar la lección de memoria, junto al encerado.
"Yo nunca llego tarde al colegio. Además, estoy harto de llegar pronto, porque el portero no nos deja entrar y hace frío".
Mi hermano mayor fumaba incesantemente, y el aire llevaba su humo intermitentemente hacia mi tazón de leche y hacia las naranjas de mi abuela.
"Tenéis que decirle al portero que os deje entrar, hombre. ¿Quiere que le caliente la leche, abuela?"
"No, hijo, no, hoy no voy a tomar leche".
Mi otro hermano, recién llegado al salón desde la cocina, empuñando su tazón de leche y sus rebanadas de pan tostado, carraspeaba sin cesar, olisqueando el humo de los Ducados del mayor, y, sorprendentemente, sin hacer mención explícita del asco que le daba todo aquel humo de tabaco barato y las numerosas colillas esparcidas por los cinco ceniceros del salón y estampadas en las otrora blancas sábanas que mi hermano mayor aún no había recogido de su sofá-cama.
"¿Es que no hay café?"
"Pues no, no hay café, así que tómate la leche, que vais a llegar tarde al colegio".
"Yo no voy al colegio, voy al instituto".
"Lo mismo da".
"No, no da lo mismo porque entramos media hora después".
"Venga, no me toques las narices y bébete el café de una vez, que tu madre ha tenido que ir al médico antes de ir a la tienda y no ha tenido tiempo de comprar café, ¡coño!".
Mi hermano de instituto carraspeaba y carraspeaba, entre sorbo y sorbo de leche, en continua alusión al humo que el mayor echaba por su boca y narices; un increíble desafío a la autoridad del hermano mayor que sólo se podía permitir, al parecer, alguien que estudiara bachillerato.
"Alejandro Magno expandió el mundo helénico hacia los confines del Asia, tras una serie de sorprendentes victorias militares con las que demostró su extraordinaria capacidad estratégica".
Acabé mi tazón, repleto de migas de pan asquerosamente blandas y dulzonas, y lo llevé a mi cocina antes de salir corriendo hacia el colegio, con un bocadillo de mortadela en mi cartera. Hacía un frío que pelaba y, para colmo, había olvidado mis chapas en casa, por lo que tendría que sufrir la humillación de pedir prestado algún ciclista de segunda fila para poder participar en la vuelta ciclista durante el recreo.

II

Un suspiro de alivio salió de mi pecho cuando Don Luis eligió a otro para explicar las consecuencias del reparto del imperio alejandrino entre los generales. Era un aspecto de la lección que no había llegado yo a dominar completamente. Por algún motivo, sin embargo, estaba convencido de que me iba a tocar explicarlo. A fin de cuentas, a nadie qué le importaba que el imperio alejandrino se deshiciera, habida cuenta de que había durado menos que un bocadillo de nocilla a la puerta de un colegio. ¿En que consistía el problema? Seguro que los súbditos de Alejandro lo pasaron en grande el día que todo se vino abajo, como esos iraníes enloquecidos que se dieron el gustazo de escacharrar todos los automóviles de Teherán ante las cámaras de televisión para celebrar la caída del Sha un par de años atrás. Un gran día para los vendedores de automóviles.
"José Luis, ¿estás de acuerdo con lo que acaba de decir Andrés sobre el capítulo 4 de la lección de hoy?..."
"Lo siento, no estaba atendiendo," respondí aturdido.
"¿Y en qué estabas pensando, en las musarañas?"
"Lo siento, anoche no pude dormir bien".
"Bueno, pues a ver si mañana duermes mejor, porque el miércoles me tienes que explicar dos capítulos de la lección IV".
¡Puaj! Pensé que todo eso era por culpa de mis hermanos, que siempre me distraían. Eché un vistazo a la lección IV, sobre el imperio romano, y decidí que en el fondo era mejor saber cuándo le iban a preguntar a uno. Así, además, podría estar seguro de que no me iba a tocar otra vez al menos en dos semanas. Me distraje otra vez de la clase y sumergí mis pensamientos en la desgarradora estatua del pobre Laocoonte, cuyos hijos, por algún motivo incomprensible, tenían las piernas abiertas en una pose provocativa y erótica, que ciertamente cautivaba mi atención más que la sudorosa calva de aquel presentador de concursos metido a profesor.
"No te preocupes", me dijo Mariano al salir al recreo, "Don Luis sabe que tú eres uno de los estudiantes más serios".
"Sí", sentenció Tejero, "no te preocupes".
"¿Alguien me puede prestar un ciclista, aunque no sea muy bueno? Se me han olvidado los míos en casa" dije aprovechando la coyuntura, e intentando no sonar demasiado quejumbroso.
"¡Bah! No importa, hace mucho frío para jugar a las chapas, yo creo que deberíamos jugar a la cadena o a civiles y ladrones".
Y, en efecto, la opinión de Mariano, el más alto, se impuso, como de costumbre, y acabamos jugando a civiles y ladrones, lo cual era una buena opción teniendo en cuenta el frío, aunque por otra parte mi falta de velocidad hacía el juego indeseable para mí. Finalmente, y habida cuenta de que en el sorteo fui elegido como ladrón, me pasé la mayor parte del recreo en la cárcel, lamentando mi infortunio y esperando a que algún ladrón rápido se decidiera a intentar un rescate, en vez de calentarse las manos en el bidón de basura y hojas que el portero estaba quemando junto a la puerta.

III

"Vamos a ver, no me ha dado tiempo a preparar otra cosa, así que hoy toca otra vez macarrones y albóndigas" anunció mi madre, poniendo las dos viejas cazuelas de aluminio sobre la mesa del salón. Acto seguido, guardó en su enorme bolso negro los volantes del médico y el número de mi hermano para el otorrino, y se fue a peinar y hacer una coleta mientras mi padre partía el pan y mi abuela se colocaba su dentadura.
"Señor," dijo mi padre, "te damos gracias por los alimentos que vamos a tomar. Amén". Entonces, nos abalanzamos sobre nuestros platos soperos repletos de macarrones con tomate y carne picada, y dimos buena cuenta de tres barras de pan, que apenas duraron para mojar en la deliciosa salsa con sabor a ajo que bañaba las grandiosas albóndigas salpicadas de perejil. Todo estaba riquísimo, aunque nadie lo comentó, ya que no era domingo, día en que tocaba alabar lo sabroso y bien hecho del pollo asado, o enfrentarse a las recriminaciones de nuestra madre en caso contrario. Entre semana se podía comer sin dar opiniones, aunque jamás estaba permitido llevar nada de vuelta a la cocina, y la comida restante se repartía equitativamente entre los varones sentados a la mesa; supuesto el caso, claro está , que hubiera quedado algo, lo cual no ocurrió ese día. Y después de la comida, vuelta al colegio corriendo con la cartera repleta de libros de religión, de matemáticas, de ciencias naturales, y el estómago repleto de carne picada por los cuatro costados. Y, al llegar, el hipo. ¡Hip! ¡Hip! ¡Hip!

IV

Recuerdo con claridad los deberes que estaba haciendo esa tarde, de nuevo ante mi tazón, ahora sabrosamente repleto de café con leche. Entre tostada y tostada, resolvía problemas de caída libre, tomando como ejemplo un dibujo de un viejo lunático renacentista que lanzaba desde la torre de Pisa una serie de objetos de distinto peso y explicaba a los lectores la fórmula para calcular el tiempo que tardarían en estrellarse contra el suelo. Tuve la certeza de que el tal individuo habría aprovechado también la caída del Sha para escacharrar unas cuantas furgonetas en público, haciendo bueno el refrán en el que nuestros profesores insistían más a menudo en aquellos días: "No hay bien ni mal que mil años dure... excepto, claro, la dinastía del Sha del Irán, recientemente derrocada por el imán Jomeini y su revolución socialista islámica". La verdad es que era divertido calcular lo que tardarían en caer las cosas, mucho mejor que calcular la fuerza con que habría que tirar de una polea para levantar una pesa de acero de cien kilos, por ejemplo. El instinto de los niños coincide casi siempre, al parecer, con esa ley de la termodinámica según la cual el universo tiende hacia su autodestrucción. De repente, entre estas cavilaciones, vi que mis hermanos tenían la boca abierta y los ojos fijos en la pantalla del televisor. Tan sólo mi abuela parecía ahora desinteresada de la programación, con la mirada perdida en el plato de la merienda.
"Señoras y señores, interrumpimos la programación para darles una noticia importante. Hace escasos minutos, efectivos de la Guardia Civil entraron en el congreso de los diputados e interrumpieron la sesión parlamentaria..."

V

Era difícil conciliar el sueño esa noche, muy a pesar de la insistencia con que mi madre dejó perfecta y absolutamente claro que "un golpe de estado no es motivo para que los niños no se vayan a dormir a la cama a su hora". En mi cabeza se barajaban incansablemente las rotundas frases con las que mi familia había comentado la entrada del teniente coronel Tejero en el congreso. "No os preocupéis, hombre, que una compañía de soldados son sólo doscientos y no sé cuantos y bla bla bla, bla bla bla" nos había tranquilizado mi hermano mayor, haciendo alarde de su reciente paso por el ejército. "Nada, nada, si todo lo que sale por la televisión son películas, todo es mentira, no hay que creerse nada", había dicho mi abuela con una sonrisa inocente, desde detrás de sus gafas que triplicaban el tamaño de sus ojos. "Bueno, sea lo que sea," había dictaminado mi madre, "ya se verá mañana por la mañana, que es hora de dormir ... y ¡pasa!". Creo recordar que en algún momento mi padre entró en nuestra habitación para decirnos que aun no se sabía nada y que nos durmiéramos. No es que hiciéramos ruido, pero de sobra sabían que estábamos despiertos. Sin embargo, mis extrasensoriales intentos de escuchar la radio que mi padre y mi hermano mayor tenían encendida en el salón, con un volumen tan bajo que no me hacía llegar más que un leve cuchicheo ininteligible, no impidieron que en algún momento me quedase frito.

VI

Sólo a la mañana siguiente me enteré de aquella frase tan buena para dormir que el rey le había susurrado al presidente de Cataluña por la noche: "Tranquilo, Jordi, tranquilo". ¡Qué buena hubiera sido aquella frase para haberme dormido más tranquilito y en paz! Era asquerosamente injusto que los niños tuvieran que irse a la cama sin saber si vivían en un país democrático. Incluso mi hermano de instituto había tenido que esperar hasta el día siguiente para averiguar que el rey salió por televisión y que los tanques que andaban sueltos por Valencia volvieron al cuartel después de haber estropeado unos cuantos bordillos. ¡Puaj! Era difícil distinguir lo que pasaba en el congreso de lo que pasaba en mi casa y en la escuela. El profesor de lengua, sin embargo, nos dejó escuchar un rato la radio, y así pudimos seguir en directo el momento en que numerosos guardias civiles se tiraron por una ventana del congreso, aunque nos costó comprender que no se estaban suicidando -si me hubieran dejado verlo por la tele hubiera sabido inmediatamente que la ventana estaba en un entresuelo. Igualmente confuso era que en mi clase hubiese un niño que también se apellidaba Tejero, aunque él juraba (¿quizá perjuraba?) que no tenía nada que ver con el otro. Pensaran lo que pensaran los mayores, sin embargo, yo no tenía ninguna confusión con respecto a mis ideales democráticos. Sabía lo que había en juego. En caso de haber ganado Tejero, yo hubiera pasado el resto de mi vida sin poder ver aquellos programas de dos rombos que tanto habían proliferado en la televisión desde que Franco murió. En tal caso, hubieran sido inútiles todas aquellas noches de lucha intensa contra la autoridad materna, todas aquellas galletas que partía en trocitos infinitesimalmente pequeños y luego mojaba ligerísimemente en mi nescafé, para gastar la menor cantidad posible de líquido, y que mi taza durara, durara, durara, fría o caliente, los treinta, cuarenta, cincuenta minutos necesarios para acabar de ver, antes de irme a la cama, el episodio de la serie "La Fundación", una serie con dos rombos como dos castillos en la cual, no sólo el difunto marido de la protagonista había tenido relaciones con una prostituta que quería quedarse con parte de la herencia familiar, sino que la mismísima Davinia Prince, aparte de sus tejes y manejes en el consejo de administración de la fundación, tenía el atrevimiento de permitir a su hijo de catorce años empapelar su cuarto con fotos de mujeres desnudas. ¡Esa era la edad de mi hermano, quien nunca se atrevió a sustituir su póster del Barcelona F. C. por los de las chicas del Interviú! Por ver aquello había que hacerlo todo, todo por no irse a la cama tan de prisa, aunque con el suficiente disimulo como para no acabar castigado en la cocina, bebiendo a la carrera mi tazón porque ya no había por qué demorarse y me iba a perder el programa de todos modos.
¡No, no iba a ceder ni un sólo paso! Una vez paladeada la libertad no se podía retroceder, ni aun teniendo en cuenta que todas aquellas galletas, veinte, treinta, cuarenta por noche, sabiamente bañadas todas ellas en nescafé, eran probablemente una de las mayores causas de mi incipiente obesidad. Algún día, sin lugar a dudas, sería adulto y podría ver todos los episodios perdidos de "La Fundación", de "Poldark", de "Claudio y yo" (incluso el de Calígula). Algún día, sí, algún día, vería lo que me diera la real gana. Algún día, lejos, muy lejos, de aquel nefasto 23 de febrero.

José Luis Martín, España, US © 1996

joselmartin@hotmail.com

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