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Piña Colada Club

Pasé la mayor parte del vuelo cambiando de canal en el visor de vídeos. ¡Cuántas pelis había! Era más divertido mazclarlas que ver una. Cuando aún estaba zapeando con el juguetito, una rubia azafata me sonrió y me avisó de que aterrizaríamos en las Bermudas en sólo quince minutos. "¿Ya?", pensé. Me sorprendió recibir esta información a titulo personal, pero luego me di cuenta de que por primera vez viajaba en primera clase y deduje que la atención personalizada era allí la norma. También deduje que la comodidad del asiento explicaba lo corto que se me había hecho el vuelo.

La revisión de las maletas en la aduana resultó, por el contrario, bastante larga, pero me lo tomé con calma, ya que el vuelo no me había cansado y además no llevaba nada comprometedor en el equipaje.

Al encender el móvil, me salió en la pantalla uno de los típicos mensajes sarcásticos de mi padre: “Ahora q te an despedido otra vez, q piensas hacer con tu vida???”. Me dieron ganas de contestarle, pero decidí atenerme al estricto plan que me había marcado.

A las tres llegó el taxi al hotel, así que pude dejar la maleta y comerme un suculento arroz con pescado que ni en las playas de Mallorca. Pero estaba un poco desajustado de horarios, de modo que regresé a la habitación a dormitar hasta el anochecer.

A eso de las 8 me levanté, me duché y decidí salir a tomar algo, enfundado en uno de mis nuevos outfits cortefiel: khakis color crema y camisa blanca de lino, que contrastaba con mi pelo moreno azabache. Definitivamente, parecía un pijo auténtico. Sonreí al espejo.

Me dirigí hacia el “centro” de Hamilton, aunque la verdad es que Hamilton es tan pequeñito que todo es centro, y encontré fácilmente un lugar muy agradable donde tomarme un cocktail, el Piña Colada Club. El lugar tiene una amplia terraza llena de sillones a lo Emmanuelle, pero decidí sentarme en uno de los taburetes de la barra.
–One freezing Piña Colada, please! –pedí al barman, asegurándome de pronunciar las palabras “piña” y “colada” con acento inglés, lo cual me parecía más cool.
–¿Barajas? –me preguntó el barman para mi sorpresa, con un buen acento a pesar de su innegable origen anglosajón.

Me llevó unos quince segundos volver a parpadear. Cuando me recuperé un poco, articulé una lacónica respuesta:
–Excuse me??
–Le pregunto si trabajaba usted en el aeropuerto de Barajas, caballero.
–Hmmm, no creo que eso sea de su incumbencia. Le rogaría que me sirviera mi cocktail sin más. De hecho, me lo tomaré allí, en aquella mesa grande del fondo.

De camino a la mesa se me llevaban los demonios. ¿Tan pronto iba a quedar todo despanzurrado? ¿No podría mi nueva vida durarme un poquito más? ¿O había alguna otra explicación para la pregunta del barman? ¿Era posible que el barman hubiera trabajado como fisonomista de casino y fuera capaz de recordar todas las caras que había visto en su vida? ¿O se habría enamorado de mí al verme con mi mono azul junto a los carruseles de equipajes de Barajas, durante sus vacaciones? No, eso sería demasiado rizar el rizo. Indefectiblemente, la explicación más lógica es que la policía me seguía los pasos... pero, ¿¿cómo??

Estaba empezando a sudar en mi camisa de lino cuando el barman, cuyo nombre era Ryan, según su tarjeta de identificación, llegó con mi piña colada y una amable sonrisa.
–Aquí tiene su cocktail, señor. Bienvenido a Bermudas. Verá que aquí todos somos amigos –dijo y me guiñó el ojo derecho.
“Guau!”, pensé yo, “aquí pasa algo muy raro”.

Respiré hondo, renuncié a entender el asunto por el momento, y sorbí mi cocktail helado poco a poco, dejando al ron relajar mi mente.

Cuando me terminé el cocktail volví a mi hotel. Me di cuenta de que se me había olvidado pagar la bebida, pero decidí que era mejor no volver. Podría pedir al botones que pagara la cuenta por mí... pero eso implicaría dar a Ryan mi nombre... No. Mejor dejarlo correr. Aquí en Bermudas una bebida arriba o abajo no debe importar... Cené en el restaurante del hotel, de nuevo pescado, y me retiré temprano a mi habitación. Dormí como un leño, a pesar de todo. El dinero, creo, es el mejor somnífero.

Mi segundo día en Hamilton comenzó con normalidad. Después del desayuno pasé por las suntuosas oficinas de mi banco, y saqué unos cuantos miles de dólares de mi cuenta numerada. Con alivio comprobé que la cuenta seguía funcionando con normalidad.

Di un paseo por la playa, que estaba especialmente apacible, y me acomodé en una tumbona que pertenecía a otro hotel. Después de un rato contemplando el mar, se me acercó un hombre negro, musculoso, de unos cuarenta años, que llevaba puesta una enorme sonrisa, perlada de dientes nacarados.
–¿Usted español? –me preguntó con un claro acento francés.
–Pues sí, ¿cómo lo sabe?
–Cortefiel... toda su ropa tiene nombre “Cortefiel”, “Cortefiel”...
–Sí, es una gran marca.
–Sí, me gusta... yo me llamo Georges, llevo aquí tres años.
–Encantado, yo soy Alberto –mentí.
–Un placer... ¿es usted nuevo en Hamilton? Nunca he visto por aquí...
–Sí, acabo de llegar.
–Seguro esto le gusta. Por cierto, ¿permite una pregunta?
–¿Cómo no?
–¿Trabajaba usted en un aeropuerto?

Un frío glacial recorrió mi espalda y creo que todos los cabellos de mi cuerpo se erizaron. Me quedé sin habla. Afortunadamente Georges me sacó del atolladero en unos segundos.
–Es sólo una pregunta, amigo. Yo trabajé dos años en Kennedy Airport, en New York. Aquí mucha gente ha trabajado en aeropuertos... –explicó Georges
–Ah, ¿sí?
–Claro, es la mejor forma de venir a Bermuda.
–Ajá –musité yo sin poder entender aún lo que estaba ocurriendo a mí alrededor.

Georges me sonrió de oreja a oreja y continuó su explicación:
–He conocido muchos chicos de aeropuerto en Bermuda. Mi amigo Klaus solía trabajar en aeropuerto Hahn, en Fráncfort. También mi amigo Silvio trabajaba en Terminale 1 di Fiumicino... es típico aquí...

Algo empezó a encajar en mi cabeza, pero aún me sentía mareado y fuera de lugar. Georges debió verme muy apurado, ya que posó su gran mano sobre mi hombro, me lo masajeó, e intentó animarme:
–Amigo Alberto, verás que no hay nada que temer... todos amigos en Bermuda, sólo amigos. Los enemigos quedaron atrás –y me guiñó un ojo–. Mis amigos suelen reunir cada jueves en club muy bonito cerca aquí, llama Piña Colada Club. Si quiere puede conocer amigos, tenemos mucho para compartir y disfrutar en isla –y me entregó una tarjeta del Piña Colada.
–Lo pensaré –acerté a decir, aún azorado, recogiendo la tarjeta.

Comprobé en mi reloj que era jueves. Georges se alejó en la arena, y mi móvil emitió el pitido de entrada de mensajes. Era otra vez mi padre: “Hijo, stas bien??”. Pero hoy ni siquiera tenía ganas de contestarle, aparte de que no iba a hacerlo en ningún caso.

Mi desorientación me indujo a comer otra vez en mi hotel, y de nuevo pedí el arroz con pescado. Es que estaba exquisito.

Pasé un rato leyendo folletos turísticos en el hall y por la tarde me tumbé en la cama a pensar. Recordé el calvario que había sido inicialmente ese trabajo de mula torda en el Barajas-Adolfo Suárez, el acarreo continuo de maletas pesadísimas, las máquinas para llevarlas siempre averiadas, las docenas de paquetes rasgados, las mercancías barridas del suelo por las señoras de la limpieza sin ningún miramiento... y luego, cómo comenzó a perfilarse en mi mente “La Idea”, cómo decidí cambiar mi destino. Esa sí que fue una Idea, y no la de Bakunin. Recordé los preparativos, los juegos de llaves “caídos” y cuidadosamente almacenados, los turnos intercambiados con los revisores de rayos X, la confianza establecida con los guardas de todos los accesos... era pan comido en realidad. La gente lleva de todo a través de los aeropuertos. Seguro que algunos se habrán avalanzado como idiotas sobre los grandes fardos de drogas que llegan de Bogotá, sabiendo de antemano a qué hora la brigada canina se toma su laaaaargo receso de las tardes junto a la máquina del café. Pero yo he sido más listo, muuucho más listo. Para qué ir vendiendo y comprando cosas. Basta con ir juntando los paquetitos de dinero que van saliendo aquí y allá. Por algún motivo la gente no se atreve a llevarlos en su cuerpo, prefieren meterlos embuchados en las maletas. Seguro que no es dinero limpio. Pero si es limpio o no, a mí me importa una mierda. Si voy a pasar toda una noche “custodiando” maletas perdidas y sin etiqueta, cobrando lo que cobro, bueno, lo que cobraba, pues me corresponde abrirlas un poquito. Se descubre de todo: cartas de amor de los años 20, joyas de la familia Botín, instrumentos musicales inverosímiles... y, créanlo o no, fardos de billetes: dólares, euros, francos suizos... Sobrecitos aquí y allá. Hacer que esas maletas se pierdan para siempre es bien fácil. Yo en Barajas tenía todas las llaves de todas las puertas, y todo el mundo me conocía. En realidad, en Barajas cada cual tira a la basura las maletas que le da la gana. Más fácil no han podido ponérmelo. Y en cuanto a enviar el dinero a las Bermudas, basta ir a... pero eso ya lo saben ustedes.

Con todos estos dulces recuerdos, y mirando en los impresos del banco, una vez más, la cifra total de mi fortuna, amasada en sólo dos años, decidí ducharme y ponerme mis mejores galas (aunque todo era cortefiel, a decir verdad) y atreverme a cenar en el Piña Colada, con la esperanza de ver a Georges y a sus amigos aeroportuarios. Al fin y al cabo, fueran quienes fueran, ya sabían que yo estaba en la isla y no ganaba nada con esquivarlos. Mi cabeza empezaba a relajarse y pude sonreír de nuevo al espejo.

De camino al Piña Colada, me sentí orgulloso también por la discreción con la que había conseguido deshacerme del trabajo en el aeropuerto de forma que nadie pudiera sospechar: llegando tarde muchas veces, llamando para decir que estaba enfermo sin toser, negándome a hacer horas extras, apuntándome al sindicato... sin dificultad había conseguido que se negaran a renovarme el contrato en sólo dos meses, y entonces, “deprimido y acabado”, desaparecía del mapa. Genial. Soy genial.

Al llegar al Piña Colada, Ryan me recibió con una gran sonrisa que conectaba sus dos mofletes sonrosados.
–Bienvenido al club otra vez, señor.
–Perdona que ayer se me olvidara pagar mi copa. Debió ser el jet lag. Aquí tienes cincuenta dólares, acepta lo que sobre como propina.
–Thank you, sir! –me dijo, otra vez con un guiño.

La fuerte palma de Georges se posó sobre mi hombro de nuevo.
–Amigo Alberto, ¡has venido! Bienvenido al Club. Te presento mi amigo Kenny, del aeropuerto Chicago O´Hare.
–Pleased to meet you, Mr. Alberto –me dijo Kenny, un hombre pelirrojo y bajito de unos cincuenta años, con una amplia sonrisa tipo Bermudas.
–Pleasure is mine, Kenny! –respondí con seguridad, apretando su mano mientras ensayaba una sonrisa de oreja a oreja.
–Airport?? –me preguntó Kenny, dando una calada a su cohiba.
–Yes, Kenny. Airport. A very large airport with four terminals.

José Luis Martín, España © 2015

joselmartin@hotmail.com

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