Treinta minutos más tarde, a las 12:51, encontró un extraño objeto en la acera de la calle 11, junto a los contenedores de la basura, mientras comía un helado de fresa y nata, ya de regreso hacia su casa. El objeto era negro y metálico y su forma era difícil de describir. Joaquín no podía comprender de qué se trataba. Debía ser parte de una gran máquina, pero no conseguía figurarse de cual.
Sacó su teléfono móvil e intentó hacer una buena foto de ese objeto, pero la cámara no parecía ser capaz de reflejarlo de forma cabal. El objeto reflejaba el sol de julio y brillaba tan intensamente que en la foto apenas se percibían sus extraños bordes. Sacó una foto tras otra, pero le parecieron todas inservibles. Joaquín empezaba a impacientarse, sobre todo por el sudor que caía por su frente y su cuello, y su helado se estaba derritiendo en la mano izquierda mientras la derecha fracasaba en el intento fotográfico. Así que decidió arrastarar el objeto hasta una zona de sombra para poder fotografiarlo mejor. Para ello, se refugió durante un minuto en una zona de sombra, a unos veinte metros, justo debajo de un gran castaño, y se acabó su helado de fresa y nata. Luego se acercó de nuevo al objeto, que estaba junto a un contenedor de basura, y tiró con todas sus fuerzas, pero el objeto era terriblemente pesado. Sus manos no se habían ensuciado en absoluto, menos mal, pero el objeto no se había movido ni un milímetro. Inspiró todo el aire que pudo, agarró el objeto con ambas manos y de nuevo trató de arrastarlo hacia sí mismo, con el mismo nulo resultado. ¿Cómo podía ser tan pesado? ¿Y qué demonios era?
Ante su fracaso, decidió no rendirse. Se dio cuenta de que portaba en su mochila una regla, una goma, un lápiz y un cuaderno. Así que se sentó bajo el castaño, en el bordillo que delimitaba una plaza de aparcamiento en línea, y sacó sus materiales de dibujo. Estaba cansado y hacía un calor del demonio, pero tenía muchas ganas de dibujar aquello.
A pesar de su total negritud, el objeto era discernible a simple vista y desde veinte metros, y sus contornos eran reconocibles sin problema. Tenía una mezcla de formas rectas y curvas. Las curvas estaban en la parte superior, mientras que en la inferior prevalecían las rectas. La cosa más parecida que se le ocurrió a Joaquín como término de comparación fue una cafetera de cápsulas, aunque desde luego no se trataba de una cafetera. También era notable que no tuviera agujeros para tornillos ni nada por el estilo, aunque no se podía asegurar que en su parte inferior no existiera alguna marca de ese tipo, ya que era imposible incluso darle la vuelta. ¿De qué estaría hecho?
En unos quince minutos, Joaquín tuvo completado el dibujo del objeto, al menos tal y como se veía desde el castaño. Una pequeña gota de sudor había caido sobre el papel, justo en la zona en la que él había dibujado una de las dos curvas del objeto, pero no le dio importancia a este hecho. Sí le pareció importante que, careciendo el objeto de simetría, la perspectiva que había utilizado no recogía todas las características del objeto, por lo que decidió hacer un rápido dibujo del otro lado, aunque para ello tuviera que ponerse al sol.
A Joaquín no le gustaba nada estar al sol. De hecho, su piel era muy pálida, pecosa, y su rizado pelo rojo indicaba la tonalidad de la que se volvería su piel si se exponía demasiado. Durante su infancia, Joaquín había rehuido del mar, y también de las playas fluviales, y eso explicaba en parte su gran afición a la pintura, a la que se dedicaba especialmente en verano, aunque nunca se había interesado particularmente por el dibujo. Ni siquiera hacía un bosquejo antes de pintar, atacaba directamente con los colores. Por eso, él mismo no hubiera pidido explicar para qué había comprado los materiales de dibujo.
Cuando tuvo terminado el croquis de la perspectiva contraria del objeto, se dirigió hacia su casa, donde ansiaba darse una buena ducha antes de preparar el almuerzo. Hoy le tocaba a él prepararlo. Pero en el camino se encontró con Ignacio, un ingeniero al que conocía y con el que había coincidido en alguna fiesta. A Joaquín le gustaba pasar el rato en esas fiestas tranquilas en las que se escucha música y se comenta lo primero que viene a la mente, y por lo visto a Ignacio le gustaba pasar el rato de la misma manera. En una ocasión, recordaba ahora, Ignacio había puesto una cara de disgusto al verle masajearse sus dedos descalzos, porque Joaquín era muy dado a llevar sandalias abiertas en verano y a tocarse los pies quizás más continuamente de lo que la etiqueta social admitía, pero a partir de ese día siempre había recordado no tocarse los pies en medio de una fiesta, al menos si Ignacio estaba presente.
Ignacio estaba hablador y no dejaba de contarle detalles de cómo iba su trabajo en la fábrica. En cierto momento, Ignacio notó que Joaquín llevaba en la mano un extraño dibujo y le preguntó qué era. Joaquín explicó que acababa de hacer dos dibujos de un extraño objeto abandonado junto a la basura, y le preguntó si sabía qué demonios era ese objeto. Ignacio desde luego no tenía ni idea, pero insistió en ir a ver el objeto en ese preciso instante para averiguarlo.
Aunque Joaquín tenía muchas ganas de ducharse e incluso ya algo de hambre, no puso objeción a la excursión, ya que su curiosidad hacia el objeto era intensa. También era el caso que se sentía siempre algo culpable al hablar con Ignacio, desde el incidente de los pies. Así que se dirigieron a la zona de los contenedores de la calle 11 con toda la presteza que las sandalias de Joaquín permitían. Pero al llegar allí, observaron que el objeto ya no estaba.
–Es extraño –razonó Joaquín–, se trataba de un objeto pesadísimo, como si fuera de titanio o algo así. No creo que un chatarrero haya podido llevárselo en su bicicleta así, sin más.
–Bueno, lo cierto es que el objeto no está, y que alguen también tuvo que ponerlo ahí de algún modo.
–Sí –aceptó Joaquín–. De todos modos, tengo que volver a casa a preparar algo de comer o mi novia me matará. Nos quedaremos sin saber qué era...
Ya eran las 13:39 cuando Joaquín entró en su casa y se encontró a su novia Marta viendo la televisión en el salón, algo muy inusual a esas horas. Ella estaba algo preocupada por la ausencia de Joaquín y sobre todo porque no parecía probable que pudieran comer a las 14:00, como era su costumbre. Solían comer a esa hora exacta para escuchar las noticias en la radio pirata, ya que las noticias de la televisión preferían ignorarlas. Él le explicó lo ocurrido, que se había encontrado con Ignacio, que había encontrado un extraño objeto mientras comía un helado y que había sentido la necesidad de dibujarlo, todo lo cual a ella le pareció absurdo, pero no dijo nada.
Joaquín salió de la ducha a las 13:52 y cuando llegó a la cocina y abrió la puerta del congelador se dio cuenta de que la última lasagna congelada que tenían se la habían comido el viernes anterior, así que tendría que cocinar sí o sí. Se puso a preparar unos spaghetti, para no tardar mucho, y mientras la pasta se cocía se puso a cortar tomates, pimientos y cebolla para la salsa. A las 14:21 consiguió aparecer en el salón, con dos platos y una cazuela llena de spaghettis, que una vez probados resultaron carecer por completo de sal.
Marta se rió al probar los spaghetti.
–¿Pero dónde tienes la cabeza hoy?
–Lo siento.
Ambos se quedaron mirando los dibujos del extraño objeto, que estaban junto a los platos, en la mesa del salón.
–Así que después de encontrar tu gran estatua con tu amigo, te fuiste a comer un helado y te llegaste al almacén de la calle 13 a por materiales de dibujo...
–No, a Ignacio me lo encontré después. Él quiso ver el objeto porque le llamaron la atención los dibujos.
–Pero... ¿cómo podías haber dibujado ya la estatua si no habías ido al almacén?
–No, al almacén fui lo primero. Quería una regla y una goma.
–¿Y qué pensabas dibujar?
–Nada.
Marta dejó sus ojos girar alrededor de sus órbitas y siguió comiendo los spaghetti, después de añadirles sal por tercera vez.
Joaquín no había entendido lo que ella quería decir, pero prefirió no preguntar.
Unos minutos más tarde, Eugenia, antigua novia de Ignacio, bajaba una escultura de bronce lacado a los contenedores de la calle 11, en la que ahora vivía. Al dejarla allí, se le ocurrió pensar que algún artista, por ejemplo Joaquín, al que había conocido en una fiesta, se escandalizaría al ver que un objeto tan bello era puesto en la basura sin más. Se rió pensando que Joaquín, si pasaba por allí, intentaría recoger el objeto aunque no llevase una carretilla con ruedas como la que ella había utilizado, y se le haría imposible. A Eugenia le había hecho gracia, un día, ver a Joaquín tocarse los dedos de los pies mientras hablaba con Ignacio. Ese gesto de tocarse los pies le había parecido muy natural y muy sexy.
Joaquín se había ido a dormir un poco preocupado por las palabras de Marta, pero consiguió conciliar el sueño. Antes de dormir, pensó en comer un helado de fresa y nata, de los antiguos, que sólo se vendían en la calle 11, y era muy raro porque llevaba años sin comerse uno de esos e incluso le parecían bastante malos, pero él no sabía que Eugenia vivía en esa calle.
José Luis Martín, España © 2020
joselmartin@hotmail.com
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