Sherezade estira sus brazos. Luego se incorpora con pereza, y pone sus pies en las chinelas de piel de camello. Siempre se levanta cansada.
Entre las cortinas de tafetán, adivina el ligero trasiego del callejón de palacio por el que los aguadores portan las tinajas de la cocina. Hay olor a cinamomo en la estancia. Se lava la cara con agua fresca, hace unos buchitos con agua de mirra y se pone sobre la túnica amarilla una fina capa de seda azul. Sale al pasillo del harén y dirige sus pasos hacia la cocina.
"Bienaventurada, Sherezade", la recibe Laila, la vieja cocinera, "veo que otra noche sobreviviste".
"Laila, te lo ruego, déjame pasar a la despensa, como has hecho otras veces. Mi estómago no está entonado, con tanto trasnochar, y no sé si tomaré un flan con canela o un dulce de piñones, no tengo hambre, pero he de comer alguna delicia que me sostenga, por tanto, te ruego que me dejes pasar, ya que de otro modo me será imposible sobrellevar este día".
"Mírate, Sherezade, estás en los huesos, esto de no comer no está bien, y no te conviene. ¿No ve el sultán que te estás quedando como un pajarillo?"
"Laila, mi señor no ve ya casi, sólo escucha... y cada noche me pide más y más historias."
"¿Qué le habrás de contar está noche, bienaventurada?"
"Aún no lo sé, madre, por eso déjame pasar a la despensa, mi estómago nunca sabe lo que quiere..."
"Sabes que no debería dejarte entrar, pero me apiado de ti porque yo también fui joven y sé de los caprichos de los hombres y de sus funestas consecuencias. Ojalá se acabaran los hombres, no nos traen más que desdichas..."
"No hable así, madre. Y déjeme pasar a la despensa, por favor."
Sherezade recorre las estanterías abarrotadas de perdices, faisanes, muslos de pavo, confites, ciruelas, uvas... Deja atrás las viandas y se dirige, como cada día, hasta el fondo de la despensa, donde sigilosamente abre el torno que usan por la mañana para recibir la leche fresca. Luego asoma su cabecita de pájaro y escudriña el callejón, pero el niño no está allí.
Su estómago comienza a dar señales de vida unos minutos más tarde, de modo que retorna unos pasos hacia las estanterías y se lleva a la boca un par de flanes con los que entretenerse. Hay un silencio abrumador. No hay ni rastro del niño.
Sherezade se recuesta sobre una columna y cierra sus ojos. ¿Qué será de ella si el niño no viene hoy?
Un susurro la despierta media hora más tarde...
"Sherezade, Sherezade... Sherezade..."
"Hijo, aquí estoy, me tenías preocupada."
"Sabes, Sherezade, que yo nunca falto a mi cita... Pero has de saber que hoy no he podido traer ningún canutillo."
"Pero, ¿cómo es posible? ¿Y qué haré yo para contentar al sultán? Ya no sé qué historias contarle a ese viejo."
"Lo siento, madre, pero hoy mi ama salió muy aprisa en la mañana, y no pudo darme el canutillo escrito, como otros días."
"¿Qué será de mí?"
"No llores, Sherezade, antes tú inventabas bellas historias. Tu corazón y tu lengua son suficiente para salvarte, sin que mi ama te traslade los chismes de la mezquita. Confía en tu talento."
Sherezade guarda silencio.
"Bienaventurado seas, Alí. Me has servido fielmente tantos meses y mi corazón se llena de arrobo con solo pensar en ti."
El niño, abrumado, no sabe qué decir.
"He de volver a mi cámara. ¿Vendrás mañana?"
"Mañana vendré, madre, si el imán no se da cuenta de que intento salir. Sin mi ama en casa, es difícil escabullirse..."
Sherezade guarda de nuevo silencio.
"Dios te bendiga, Alí", musita Sherezade, y luego sale sin mirar atrás; a su paso entre las estanterías, toma una fuente con tres perdices estofadas. "Madre, me dormí entre las estanterías, tan desfallecida estoy... de modo que me voy a forzar a comer estas tres perdices, que Dios me perdone."
"Come, hija, come... que ningún delito hay en alimentarse. Con el alimento se avivará tu ingenio."
"Hubo una vez, en las lejanas tierras de Corasán, una mujer muy desdichada que, habiendo sido raptada por un malvado capitán, lleno de lascivia, quedó encinta y, a los nueve meses, con la ayuda de su madre, dio a luz una hermosa criatura a la que dio el nombre de Alí. La desdichada, cuando el niño ya no podía quedarse en casa de la abuela, tuvo que entregarlo como sirviente, haciéndolo pasar por un sobrino huérfano, para que nadie supiera su deshonra. Alí era un niño muy serio, de pelo rizado y ojos atentos, que trabajaba como criado de un imán, en la mezquita más importante de la ciudad. Como la primera esposa del imán era una mujer piadosa y justa, trataba a Alí con cariño y le dejaba salir a hacer recados. De ese modo, Alí podía a veces ver a la hermosa Fátima, aunque ella jamás se atrevió a explicarle que en realidad era su madre..."
José Luis Martín, España © 2024
joselmartin@hotmail.com
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