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Grandes hombres

—Gladys —insistió el gringo—, precisamente de eso se trata... Todos estos años, todo lo que he hecho, ha sido siempre por el dióxido de nitrógeno.

Gladys abrió los ojos, dio con su mirada varias vueltas al coqueto restaurante de carretera, y siguió sin encontrar el modo de captar el serpenteante y subrepticio mensaje de su marido:
—Joe, la verdad es que no entiendo nada de lo que me estás diciendo. Pero quizá, si todo eso es así, tan secreto, es mejor que no lo entienda...

Quince minutos antes, con el paso lento y desganado de los hombres que ya no tienen mujer, Pedro de Zaldúa Corrales había entrado en el restaurante, se había sentado en la mesa contigua a la del octogenario matrimonio de Maryland, y había pedido sus sempiternos huevos rancheros y una coronita fría.

—¿Qué hubo, cabrón? —le había saludado el afable propietario con su sombrero blanco y su camisa desabrochada.
—Ahí no más ponme lo que tú ya sabes, güey, y esta vez que esté bien fresquita, güey, que me hace falta una bien friíta, ¡qué chingadera de calor!

Pedro de Zaldúa Corrales tenía 36 años, llevaba unos vaqueros ajustados que no se había cambiado desde la semana anterior, y una camisa azul celeste medio desabotonada cuyo rancio olor daba cumplida cuenta del trabajo que solía hacer en la estancia, al cuidado del ganado. Una barba corta y descuidada y una pequeña cicatriz junto al labio superior le daban un aspecto tan rugoso y autosuficiente que en absoluto desencajaba en el paisaje de la más árida zona de Zacatecas.

—No es como si te hubieras dedicado a matar gente, Joe —fue lo primero que Pedro oyó decir a Gladys.
—Ya. Es cierto... Bueno, nunca te he contado lo que... lo que realmente hacemos. Ese es el problema —trataba de explicar Joe en un balbuceante inglés.

Al principio, Pedro intentaba no escuchar la conversación de la mesa de al lado. Fue sólo cuando oyó la palabra dioxide que sus oídos se pusieron alerta y dejó de intentar no escuchar para pasar a intentar que no se notara que escuchaba.

Gladys y Joe, ensimismados en sus confesiones maritales, no hubieran podido sospechar que Pedro, ese ganapán enfundado en sus sucias ropas de vaquero, entendía cada palabra que estaban diciendo. Pero Pedro, en aquellos remotos tiempos en que siguió al amor de su vida, Isis M. Renfroe, hasta la Universidad de Oregon, tuvo harta oportunidad de aprender las sutilezas del lenguaje de Shakespeare y había incluso trabajado en la estación de radio WTRG de Eugene, en la que había conducido un programa semanal sobre derechos sindicales.

—Mira, Gladys —prosiguió Joe—. No es que las cosas que hacemos sean malas. No es que... no es que... es sólo que como nunca te he contado nada y...
—Joe, no tienes que darme explicaciones. Te conozco. Sé qué tipo de persona eres. Sé que has hecho siempre lo correcto. Un hombre como tú siempre ha tenido que hacer lo correcto.
—Hemos hecho lo correcto, Gladys. Aunque me preocupa que quizás para ti sea difícil entender que todo ello era lo correcto y... y quizás también sea difícil de creer...

Gladys miraba con sus grandes ojos color de miel, entre los paréntesis cutáneos de varias generaciones de arrugas que daban vueltas y vueltas en torno a su mirada maternal.

—Joe, si es tan difícil contarlo ni siquiera tienes que decírmelo. Yo nunca te he preguntado nada.
—Gladys... quiero contártelo. Creo que tienes derecho a saberlo... Además, ahora ya no nos queda mucha vida por delante.

Gladys miró a Joe de frente, a los ojos, con su tierna y comprensiva sonrisa, intentando no llorar, intentando no pensar demasiado en su recientemente descubierto cáncer de pulmón, ni en el cáncer de bazo de Joe.

—Joe...
—Gladys...

—¿Qué hubo, pinche huevón? ¿No vas a comer los rechingados huevos? ¿Es que no te aprieta ya el patrón como antes? ¿No vienes con hambre, cabrón? —le espetó el dueño, riéndose, al ver a Pedro embobado.
—¡Ya no chingues, cabrón, métete los chingados huevos en tu chingada cocina, cabrón! —contestó Pedro para regocijo del dueño, siempre pronto al aburrimiento.

La mente de Pedro divagó hasta sumergirse en el pasado, en los años de Eugene, en aquellas tardes de domingo en los brazos de Isis, cuando Isis le susurraba al oído “angel, you are my angel”, y empezaba a canturrear una especie de mantra de la felicidad que consistía en alargar infinitamente la letra M, “mmmm mmmm mmmmmmm”, y a morderle un poco las orejas, lo que hacía que Pedro, muy cosquilloso, se revolviera de placer y sintiera el corazón latir y la sangre acumularse en su miembro viril, que comenzaba a...

—¿Todavía no? ¿Que nunca te vas a comer los chingados huevos, cabrón?

Ahora Pedro tuvo un momento de confusión, porque Pedro era muchas cosas, o muchas personas a la vez. Era un lanzado jovenzuelo al que le encantaba enlazar las reses y jalarlas hasta verlas en el suelo, y correr cubriéndose de polvo, y sudar, y chillar mientras cabalgaba de vuelta al rancho. Era también un hombre culto que podía citar a Milton y a Montesquieu. Era un enamorado que lloraba cada noche la muerte de Isis, temprana víctima de un cáncer linfático. Era un hombre fuerte que no necesitaba ajustar cuentas con el destino. Era otro ciudadano de a pie que lee las estadísticas más inverosímiles en los periódicos. Era un feminista convencido que hacía las tareas domésticas en el apartamento de Eugene mientras Isis impartía clases de biología marina en la universidad. Era sensible al acento gringo de la costa este, que le recordaba las suaves cadencias connectiquianas de Isis, los susurros de “my angel, my angel”. Era un macho mexicano que bebía y chingaba cada sábado como si Isis no hubiera existido.

—¿Pero entonces por qué es necesario que pongáis todo ese dióxido de nitrógeno en la atmósfera, Joe?
—Es que... sabes... hace unos treinta o cuarenta años... bueno, todo el mundo estaba viendo ovnis aquí y allá... y...

Gladys empezaba a pensar que el cáncer de Joe le había afectado al cerebro. No conseguía encajar las piezas de todo aquel rompecabezas.

—Gladys... son auténticos... quiero decir... los ovnis... créeme, por favor. Para mí es importante que lo sepas, y para que lo sepas es necesario que me creas...

Pedro ingería maquinalmente los huevos rancheros en un gran esfuerzo para aparentar no estar escuchando. Por un momento temió haberse perdido una parte importante de la explicación por andar embobado en sus ensoñaciones.

—Gladys... es que ellos... los extraterrestres, no pueden respirar ya como antes. Ellos son muy sensibles al dióxido de nitrógeno. Y por eso, todos esos grandes hombres que aparecen en las noticias, esos tipos tan inteligentes, parecen incapaces de reducir los niveles de dióxido... En realidad es muy simple. Es que no debemos reducirlo. ¿Ves? Ahora ya no vienen tantos. Pronto se darán por vencidos...
—¿Me estás diciendo que el gobierno te ha estado pagando para que envenenes el mundo a propósito?
—Pues... sí.

Pedro intentó beber la ya no tan fría coronita y algunas gotas le cayeron sobre la desabotonada pechera de su camisa azul.

—De todos modos la gasolina es necesaria, para los autos... ¿no?
—¿Necesaria? Bueno... no. Realmente, los coches funcionarían mejor con whisky, con vinagre de arroz, con cualquier cosa que fuera más limpia. La gasolina es... es una verdadera porquería —confesó Joe.
—¿Una porquería?
—Sí... y por eso... por eso... Gladys, ¿sabes? Por eso... por eso hay tanto cáncer.
—Pero hubo mucho cáncer siempre...
—Pues... pues la verdad es que no, Gladys, la verdad es que no.
—¿No?
—No, Gladys, esas estadísticas son ridículas, pero es necesario que todo el mundo lo crea, sólo se puede negar de palabra pero no se puede poner por escrito... y por eso, por eso, Gladys, tú y yo nos estamos muriendo... pero... pero, es lo correcto porque los malos, los de los ovnis, pues si no hubiera tanto dióxido, ya habrían invadido todo el planeta... y la verdad es que nadie, nunca, nunca, nunca puede saberlo, porque entonces ellos lo sabrían también. Y por eso sí somos grandes hombres, Gladys. ¡Sí que lo somos!

A Pedro ya no le quedaban huevos en su plato. Su cabeza estaba caliente. La cerveza estaba ya muy floja y los ventiladores parecían ir demasiado despacio.

—¿Y cuándo acabará esto, Joe? ¿Cuándo podremos dejar de envenenarlo todo?
—Pues... creo que... ya nunca...

Pedro se olvidó de pagar al dueño. Se caló el sombrero. Salió al sol de la tarde que caía inmisericorde, sin brizna de viento que ayudara a respirar. Percibió el creciente olor ácido de sus pantalones vaqueros, mezcla de sexo, cerveza y sudor. Sobre todo de sexo. Miró al sol. Miró al horizonte. Pensó en el sexo. Miró al sol de nuevo. Caminó.

José Luis Martín, España / Estados Unidos © 2010

joselmartin@hotmail.com

El autor agradece a Lucía Melgar la corrección de los diálogos en mexicano.

Fotografía de Enrique Fernández (celebración del Día de los Muertos en la Universidad de Manitoba, 2009)

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