Luis de Góngora, Soledad Primera
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De repente, como movido por un resorte, el niño se levanta, con la pelota de béisbol aún entre sus manos, y comienza a deambular por la casa con los ojos cerrados. Sus pies descalzos se dirigen con presteza hacia la puerta principal mientras la abuela se afana en atender a Ichido, su hermana pequeña, que llora desconsolada tras veinte segundos de asombro y silencio ante el temblor. La abuela no le ve. Naoto abre esa puerta que ya otras veces ha abierto sin necesidad de despertarse y, enfundado en su pijama blanco de lino, comienza una especie de lenta procesión en el jardín. Pronto choca con un cerezo pero no sale de su sueño. Se levanta y continúa su marcha, impasible ante el frescor de la noche.
A su alrededor, las alarmas de los coches interpretan un peculiar concierto desafinado, como si fueran una jauría de modernos perros bebedores de combustible. Por entre sus pitidos se dirige Naoto hacia el final de la calle, donde pronto tuerce a la derecha y desaparece. En la oscuridad de la noche, el azar le guía por la pequeña ciudad japonesa de Okuma, en la prefectura de Fukushima.
Los pasos de Naoto describen una perfecta línea recta, aunque su cabeza bascula y su diminuta nariz absorbe el dulce olor del parque, dejándose embriagar por la incipiente primavera.
Naoto siente frío y comienza a temblar bajo la tenue tela de su pijama. Pero nunca se despierta, continúa andando con la pelota entre sus manos, como si la siguiera hacia un ignoto y misterioso destino.
Cuando sus pies se acercan a la verja en la parte norte del parque, su cuerpecito comienza a sentir la tímida calidez del sol que ya despunta sobre las copas de los árboles. Entonces duda, se para, gira su cabeza, balbucea unas palabras incomprensibles, y comienza un nuevo andar, más lento y reposado, en dirección al sol naciente.
Un repartidor de periódicos casi le ve al cruzar junto a la puerta este del parque, por la que el niño sale unos segundos después.
Concluída la gesta de cruzar todo el parque sin percances, cae redondo al negociar el bordillo exterior y se da de bruces contra el pavimento. Su valiosa pelota de béisbol rueda hacia la alcantarilla más próxima y allí se convierte en un suave "flop".
Naoto, que ahora solo piensa en el sol, no llora la pérdida de su amuleto. Se limita a formar un ovillo con su cuerpo y dejarse bañar por ese sol naranja que crece y crece.
Por su mente atraviesan sueños de béisbol, bolas lentas que parecen levitar ante la atónita mirada de pequeños jugadores con casco negro, y bates que giran en el sentido contrario a las agujas del reloj, mientras ascienden a un cielo azul del que parece que nunca tendrían que caer. Su cuello rota también cuando sigue el movimiento de la pelota más lenta nunca vista, salida de su bate a una velocidad que es a la vez nula e infinita.
Y Naoto, una vez más, se levanta como por un resorte, consigue restablecer el equilibrio sobre sus piececitos y, con la boca abierta, continúa su marcha hacia el este, ahora con las manos extendidas hacia adelante, como si fuese consciente de que sus ojos siguen cerrados.
Tanteando con los dedos la verja de la escuela, consigue encontrar el paso hacia el jardín posterior y circula entre los bancos, las fuentes y las papeleras. Se entristece cuando el sol le deja de dar directamente al pasar bajo la pérgola y, por fin, negocia con éxito el bordillo de la acera que linda con un pedregoso solar en el que solo se observa un gran cartel publicitario con la leyenda "TEPCO: ¡nos importa el medio ambiente!", que Naoto deja a su izquierda.
Tras el solar, discurre de norte a sur una autovía a la que Naoto llega tras cruzar por entre unos setos en los que no se araña por milagro. Una vez sobre la carretera, se dirige raudo hacia la mediana, como si presintiera que el tráfico puede arrollarle, aunque hoy ningún vehículo puede circular en este tramo, cortado entre dos grandes grietas diagonales de un metro de ancho cada una, en una de las cuales hay un jeep volcado, cuyos ocupantes ya han sido evacuados.
Al llegar a la mediana, Naoto acierta a pisar sobre una isleta blanca sin elevaciones y pronto está en los carriles que van hacia el sur. Después, ya nada puede detenerle en su marcha hacia el mar, rodeado de una naturaleza que se va haciendo más auténtica y salvaje.
Las horas pasan sin que sus fuerzas se agoten, sin que sus manos abandonen la búsqueda, sin que sus ojos se abran.
Y el mar se acerca, tanto que viene a encontrarle cientos de metros antes de la costa. Sobre lo que antes era matorral yacen los cuerpos exangües de decenas de peces, y un olor salado y algoso se ha adueñado del aire. Poco después, los pies de Naoto comienzan a adentrarse en la lámina de agua que el maremoto ha dejado extendida sobre la tierra firme, y su cuerpo se reanima con el frescor y la humedad que hacen latir más fuerte su corazón, mientras su naricita olisquea los pescados aún frescos que flotan, ya muertos, entre el agua estancada.
Cae la tarde y Naoto llega a las rocas que separan la costa del océano, contra las cuales se van estrellando, una tras otra, la olas del Pacífico. Oye las gaviotas que graznan con insistencia y planean en busca de salmonetes y pequeños atunes arrastrados por la pleamar.
Naoto para por fin cuando, subido a una pequeña roca, siente cómo las gotas del océano le salpican la cara. El hambre y el frío se han apoderado de su cuerpo. Se siente desorientado. El sol cae ya a su espalda, lanzando destellos rosas y naranjas. Y siente un creciente sabor metálico en su boca, que su lengua paladea sin poder explicarse su origen.
En algún lugar, su abuela le busca entre sollozos. Pero Naoto solo tiene tiempo de pensar en el sol que ahora le elude, y para el que ya no tiene más fuerzas que sacrificar.
Llega, con el último rayo del sol, a un enorme edificio cúbico de hormigón, junto al cual unas enormes bocinas avisan de un inminente peligro. Por una minúscula puerta salen despavoridos algunos obreros vestidos de blanco que ni siquiera reparan en su presencia.
Atraído por el placentero calorcillo que despide el gran bloque, cruza el umbral en dirección al interior y se adentra, con asniosas manos, por los pasillos del gran edificio. Las sirenas le van conduciendo hacia abajo, y sus cansados pies se deslizan por escaleras de terrazo hasta llegar a una puerta metálica que se abre ante su presencia. A la derecha, un stand abandonado y un letrero que dice "PROHIBIDO EL PASO".
Presiente, por la gran temperatura que escapa de ese último muro, que hay un sol que se esconde en este sancta sanctorum de las gaviotas metálicas, y entra con decisión en su busca, las manos más ansiosas que nunca.
Sus pies vuelven a sentrise como en una playa, porque el agua cálida cubre el suelo del interior, y se percibe más que nunca ese misterioso olor metálico...
El sol está allí, en la mitad de una gran sala cuadrada llena de tuberías y cables. Y Naoto, disfrutando de su calidez, corre a su encuentro, abre sus brazos, sonríe y reconoce en él a su salvación. El sol es una bola gigante de acero que Naoto intenta abarcar con sus bracitos, y contra la que apoya su cara en busca de calor.
Naoto es feliz.
En ese momento, la esfera comienza a disolverse en un diluvio explosivo de uranio al rojo vivo y, por las grietas incandescentes que aparecen en el sol metálico, salen rayos verdes, violetas, rojos, naranjas... Naoto, por fin, consigue despertar y su cara se ilumina de gozo. Abre sus ojos y ve, alrededor de su cuerpo, todos los colores del arco iris en el perfecto calor que le abraza.
José Luis Martín, España © 2011
joselmartin@hotmail.com
La ilustración es una fotografía original de Piccolo Namek (2005), y ha sido tomada de Wikimedia Commons de acuerdo a la licencia de su autor que permite compartirla y/o remezclarla libremente.
Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
"Fukushima en primavera: todos los colores del arco iris" se basa en una alegoría política: el nombre del niño es, no por casualidad, el del primer ministro de Japón, y su edad biológica corresponde a la edad mental que, en mi opinión, cabe atribuir a los políticos que nos gobiernan. El afán de Naoto por abrazar el sol artificial representa la ingenua decisión de los japoneses de abrazar la energía nuclear sin mirar las consecuencias. Y la falta de atención de la abuela puede equivaler a la típica actitud de los ciudadanos en todos los países del mundo, a la hora de atender a las cuestiones más importantes: siempre hay otra cosa que hacer primero. Desgraciadamente, el uranio no es alegórico y no entiende de ensueños.
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