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Adorable criatura

Sólo le hacía falta crecer un poco. No parecer tan niña. Tan inocente.

Nos habíamos citado en un gran centro comercial que quedaba muy cerca de nuestras casas. A las ocho de la noche de un lunes. Pero ella tardó una hora porque se había quedado bebiendo con sus amigos.
—Creo que no la hago —se excusó por teléfono—, pero si quieres vienes y te nos unes: estamos tomando unos vinos en un parque.

Le expliqué que me estaba recuperando de mi problema con la bebida, pues soy alcohólico; y que gracias por la invitación, sin embargo lo mejor sería vernos en otra ocasión.
—Ah, disculpa.
—No, no te disculpes. Tú no tienes la culpa de que yo no sepa controlar mi consumo de licor. Hace seis meses que no lo hago. En junio serán siete. Espero cumplirlos.
—¡Los cumplirás! —me animó—. Pero no quiero fallarte. Creo que puedo llegar a las nueve. ¿Me esperas?
—Está bien. ¿Y cómo te reconozco?
—Estoy con un moñito, una casaca de hombre que me ha prestado mi primo porque me muero de frío… y un bluyín viejo.

No la había visto nunca. Ella me agregó en la red social —facebook— porque encontró alguno de mis relatos que naufragan en internet. Yo aproveché para ofrecerle las fotocopias de mi último libro porque ella tenía interés en «leer algo más» de lo que yo escribía.

Así conocí a Andrea. Estaba algo ebria, quizá por eso hablaba levantando la voz. Se sentía un poco mal y no quería que sus padres la vieran así. Se me ocurrió comprarle un agua mineral Socosani y una caja de chicles con mentol.
—Toma el agua —le dije—, te ayudará a botar el licor.
—Gracias —me dijo y le dio un sorbo—, aunque esto sabe horrible.

Me contó que vivía muy deprisa, que quería absorber todo como una esponja. Que sin intensidad y adrenalina no podía entender la vida.
—¿Y por qué te apuras tanto si apenas eres una niña?
—Porque creo que voy a morir joven.
—Esas son tonterías —le dije.

Tenía dieciocho años y le gustaba pintar. Estar en contacto con la naturaleza, escalar las canteras de sillar y caminar descalza por la campiña de la ciudad.
—Soy panteísta —me advirtió—. Me puedo pasar toda una tarde abrazada a un árbol… o dibujando mandalas sobre las piedras que hay en las riberas del río.

Le dije que no se olvidara de comer, pues la notaba muy delgada.
—Sí, ya sé —me dijo con cierto retintín—, no soy del gusto del peruano promedio.
—¿Y cómo es el gusto del peruano promedio?
—Las que son bien despachaditas, pues, a ustedes les gustan así con harta carne. Pero no te hagas paltas: tengo una hermana con buen cuerpo. Y es mayor que yo. Como para ti. ¿Tú cuántos años tienes?
—Treinta y cuatro.
—Podrías ser mi padre.
—Exacto, niña. Y tú eres una adorable criatura… eso le dijo Truman Capote a Marilyn Monroe—le aclaré—y ahora yo te lo digo a ti, no me gusta hacer mías las palabras de nadie.
—Me parece bien, pero se nota la diferencia, ¿no?
—A mí, la verdad, no me importa, el año pasado salí con una chica de tu edad. Pero era infantil hasta para comer un helado. No lo pude tolerar. No tengo mucha paciencia.
—¿Y conmigo serías paciente?

La miré a los ojos y le dije que siguiera tomando el agua mineral. Quizá si se la acababa toda entonces al día siguiente no tendría una resaca.
—Yo no tengo resacas. No sé qué es eso.
—Lo olvidé, eres tan joven, pues. Tú hígado está como nuevo… Ya quisiera yo tener tu edad.
—¿Y qué harías?
—Sólo seguir sintiendo tu aliento a licor, no sabes cuánto me gusta el licor. Tenerte cerca me produce un delicioso terror. Pienso que si te beso entonces, de alguna manera, podré sentir otra vez el alcohol en mi garganta. ¿Me dejas?
—No. Yo sólo quiero ser tu amiga.
—De acuerdo, pero antes de irme quiero obsequiarte algo.
—¡Chévere!

Entonces saqué una hoja de mi cuaderno de notas y empecé a escribir con calma. Entre pausa y pausa la volvía a mirar a los ojos y otra vez sentía su aliento a vino.

Al final le entregué la hoja:
—Esto es para ti.

Lo leyó con mucha atención. Me tomó de la mano dándome las gracias y me dijo que era hermoso. Después lo releyó en voz alta:

Nombras el árbol, niña.
Y el árbol crece, lento y pleno,
anegando los aires,
verde deslumbramiento,
hasta volvernos verde la mirada.
Nombras el cielo, niña.
Y el cielo azul, la nube blanca,
la luz de la mañana,
se meten en el pecho
hasta volverlo cielo y transparencia.
Nombras el agua, niña.
Y el agua brota, no sé dónde,
baña la tierra negra,
reverdece la flor, brilla en las hojas
y en húmedos vapores nos convierte.
No dices nada, niña.
Y nace del silencio
la vida en una ola
de música amarilla;
su dorada marea
nos alza a plenitudes,
nos vuelve a ser nosotros, extraviados.
¡Niña que me levanta y resucita!
¡Ola sin fin, sin límites, eterna!

—¿A todas les dedicas poemas?
—No. Es más: nunca escribo poesía. Pero contigo me pasó algo extraño. Tú me empujaste a hacerlo porque…

No pude seguir fingiendo porque buscó, vehemente, mis labios con los suyos y pasó su lengua por mi boca. Y allí estaba otra vez: el licor invadiendo mi boca luego de medio año. Me sentí feliz, pleno, absolutamente ebrio. Fue magnífico. Nunca había hecho eso. Ni lo volvería a hacer. Tendría que hacerle el amor esa misma noche porque, de lo contrario, pronto descubriría todo.

Lo hicimos y, cuando ya estuve exhausto, le dije al oído: «eres lo mejor que me ha pasado, niña». Luego le agradecí a Octavio mentalmente y empecé a gritar: «¡Paz, paz, paaaaz!».
—Ya cállate —me ordenó—. Pertenezco a Acción Poética, idiota, pintamos versos de poemas en murales y me sé ese poema de Octavio Paz desde hace mucho tiempo.
—¿Y por qué no me lo dijiste?
—Porque me gusta que los hombres hagan el ridículo. Tú no me has usado: ha sido al revés y ya me aburrí. ¿Qué se siente? Dime qué se siente…

Me levanté de la cama y me puse la ropa en silencio. Ella tomó su teléfono móvil y empezó a escribirle a alguien un mensaje de texto.
—¿A quién le escribes? —me atreví a preguntar pensando en algún enamorado.
—A nadie. No te importa.
—¿Tienes novio? —inquirí sabiendo de antemano la respuesta.
—Sí —me dijo muy suelta de huesos—. Se llama Octavio Paz. ¿Quieres que te lo presente?
—No —le dije—. Sólo deja de tomarme el pelo.
—¿Vas a escribir sobre esto?

Negué con la cabeza. Esto de no tener intimidad me había vuelto demasiado vulnerable.
—No, claro que no —me dijo con un tono burlón—. No tienes los huevos suficientes…

Tenía que olvidarme de ella, de su aliento a licor… y del poema, sobre todo de aquel poema de la «Niña». Pero no lo haría: es difícil escapar, dejar de lado, olvidar… sentirse utilizado por una adorable (y perversa) criatura.

Mayo de 2015

Orlando Mazeyra Guillén, Perú © 2015

mazeyra@gmail.com

http://orlandomazeyra.blogspot.com/

Orlando Mazeyra Guillén (Arequipa, 1980) ha publicado tres volúmenes de narrativa: Urgente: necesito un retazo de felicidad(2007), La prosperidad reclusa (2009) y Mi familia y otras miserias (Lima: Tribal Editores, 2013), sobre el cual existe un blog:
http://mifamiliayotrasmiserias.blogspot.com/

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