Este asunto se tornó más persistente cuando le detectaron un tumor benigno en el seno izquierdo (mala nueva que ella, aunque queriéndolo, no pudo ocultarme).
—Despídase de su madre —me dijo un médico regordete que lucía un bigote que me resultó ridículo—. En un par de minutos entrará al quirófano.
—No me despido de ella ni aunque Dios me lo ordene, doctor —repuse y me convencí de que me costaría olvidar la palabra «quirófano».
Luego de esa operación que me tuvo en vilo dejé, inclusive, de decirle que la amaba:
—Si te mueres, me mato —le anunciaba a secas y ella, entre escéptica y asustada, negaba con la cabeza.
Un sábado ella volvió del mercado, luego de comprar camarones para hacer el chupe de costumbre. Ni bien le abrió la puerta, mi padre la llenó de vituperios. Le dijo que era una maniática de la limpieza y que había armado un caos en su estudio (que de por sí siempre fue la habitación más caótica de la casa).
—¿Dónde mierda has puesto mi sello?
—¿Qué sello?
—El sello de Teniente General. ¿Acaso tengo otro?
—Pero si ya no lo usas… además, desde que pasaste al retiro, ¿no dices que odias a la Fuerza Aérea? Siempre repites que han sido unos ingratos contigo: que diste mucho por ellos, que son una bola de holgazanes…
—¡No me jodas con eso! —la amenazó—. Lo que quiero es mi sello. ¿Dónde lo has metido?
—No lo tengo.
—¡O me das mi sello o pongo de cabeza la casa!
Así arrancó ese fin de semana. Al poco rato, ella comenzó a sentir hincones en el cerebro.
—Déjame descansar un rato: estoy mareada —le rogaba, pero él insistía, imperturbable, en que encontrara el bendito sello.
—Voy a comprar mis periódicos —dijo mi padre—. Cuando vuelva espero que tengas listo mi sello o ya vas a ver las consecuencias.
Cuando papá volvió a casa se encontró con las consecuencias. Ello le iba a resultar más caro de lo que pensó: mi madre se había preparado una infusión de cedrón con la que se tomó todo un frasco de barbitúricos (los barbitúricos con que mi padre combatía su insomnio y sus viejas adicciones).
Yo no me maté, sin embargo casi mato a mi padre. Le rompí la cabeza con una silla y le provoqué un par de fracturas.
—Tú la has matado, ¡loco maldito! Tienes que pagar por esto —le advertí.
Me denunció a la policía y me fui de casa.
Nunca he sido capaz de imaginar con nitidez (describir con detalle) a mi madre suicidándose. Con mi padre, pasa todo lo contrario: imagino su muerte, hasta a veces me imagino defecando sobre su tumba... esas pesadillas son horrendas, pues, luego de zurrarme, descubro que la tumba era la mía. ¿Quién sueña con defecar sobre su propia tumba?
Cierta vez, luego de mi control prostático anual, sentí un fuerte malestar. Apenas finalizó el atroz ejercicio de palpación del urólogo me vino un vahído y pude ver a mi madre, introduciendo en su boca, una por una, las pastillas que la llevaron a la muerte. Algo balbuceaba, apenas una palabra, mientras se sumía en un sueño eterno.
—¡Dáselo!
Me detectaron un cáncer a la próstata y recordé el tumor benigno de mamá. Sí, había algo que temía más que su muerte. La mía. La metástasis me dio razones suficientes para emular a mi progenitora. Las pesadillas se tornaron más horrendas: ahora ya no sólo defecaba sobre una tumba, sino que orinaba con incontinencia y me dolía, era un dolor tan intenso, que terminaba de rodillas, lloroso, miccionando sobre mi nombre: Agustín Olmedo Cruz.
—Tiene que resolver sus asuntos —me dijo el oncólogo haciéndome recordar a alguna película que vi con mi madre.
—Soy hijo único y, gracias a Dios, no tengo descendencia.
—Su padre vive, ¿él lo sabe?
—No —le confesé—. Y no debe saberlo.
—Usted tiene la última palabra.
—Las putas te olvidan pronto cuando dejas de llamarlas —bromeé sin éxito.
—Las putas le están pasando la factura —ironizó él y se encontró con mi indiferencia más enérgica.
—Dejémonos de frivolidades y vamos a lo serio —le dije con tono áspero—. ¿Cuánto?
—Tres meses.
Esa misma tarde ordené que le hicieran un sello a mi padre y se lo mandé con un taxi. Conseguí los mismos barbitúricos con los que mi madre se despidió de la vida y, mientras me iba introduciendo en un plácido sueño, la pude ver diciéndome:
—Se va a enfadar...Tenías que ponerle «Teniente General» en el sello. Su grado debajo de su nombre. ¡Su grado, que es lo único que tiene!
Quise abrir los ojos sin éxito. Estiré la mano para coger el teléfono y enmendar el olvido, pero —aparte de pensar en qué le hubiera agregado a un sello para mí— apenas pude aflojar mis esfínteres y, como en mis peores pesadillas, oriné y defequé sobre mí mismo.
Orlando Mazeyra Guillén, Perú © 2013
mazeyra@gmail.com
http://orlandomazeyra.blogspot.com/
© Fotografía del autor tomada por Johanna Zenteno, 2010.
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