“Voy a gritar hasta que me muera”, me advirtió una vez más mi padre (muy a su manera, bramando, convirtiéndose en una bestia desbocada): “Esta es mi casa y el que no quiera ruido puede mandarse a cambiar”.
Propiedad privada. ¿Acaso esa era la raíz del despadre? No solo eran sus gritos. Tampoco se trataba exclusivamente de “su casa”. Eran sus frutas, sus verduras, su carne, sus huevos, sus herramientas, su luz, su gas, su teléfono, sus automóviles, sus periódicos, su cable, su papel higiénico, sus duchas, su agua (habría que decir, su tanque del agua). Todo le pertenecía y, sobre todo en medio de los cotidianos escándalos caseros, no perdía la oportunidad de recordárnoslo.
En mi casa –corrijo, en la casa de mi padre– nunca se pudo respirar, ni siquiera reír, alzar una fruta, coger un alicate... sin encontrar líos. Los almuerzos dominicales se convirtieron en un verdadero tormento:
–¡Prohibido hablar! –ordenaba mamá para que el mandamás irascible no tuviera oportunidad de enfadarse y, entonces, mi hermana Karina deformaba la cara hasta mostrar el semblante de la subversión misma hecha mujer.
Es muy triste desear que tu padre se vaya de casa para sentirte un poquito libre. Y es más triste todavía desear, con todas tus fuerzas, el irte de casa porque ya no lo puedes soportar... o porque quieres dejar de contaminarte con los malos sentimientos:
–¡Es que lo odio, lo odio con todas mis fuerzas, lo detesto! –repetía Karina luego de que él nos castigara cortándonos “su luz” (una de sus amonestaciones predilectas). Ella fue la primera en escapar. Se consiguió una beca en Marsella, Francia, y desapareció de la casa. Mariana –mi hermana mayor– le siguió los pasos, aunque la falta de recursos intelectuales la llevó a casarse con un catalán veinte años mayor que ella (gracias a la alianza se hizo de la residencia española, al año siguiente se divorció y, desde entonces, está radicada en Valencia).
De esta manera, solo quedábamos mi hermano menor y yo. Augusto, a punta de sacrificios y amanecidas con café, había terminado de estudiar medicina. Así, tuvo la oportunidad de servir al Estado, durante un año, lejos de casa. Aunque le tocó una ciudad altiplánica, fría y precaria, él lo tomó como un regalo de los dioses. Y lo era: apartarse del ruido por 365 días.
Yo, por mi parte, me gané una beca de tres años para estudiar escritura creativa en una universidad tejana. Mi inglés era poco menos que indigente –lo sigue siendo–, sin embargo acariciaba el sueño de mi nueva vida escribiendo en El Paso, una ciudad fronteriza estadounidense.
Antes de irme de casa, recibí una inesperada propina de mi progenitor: 1.200 dólares. Sé que no es nada (en realidad es una suma que alcanzaba apenas para los pasajes de ida y vuelta en una aerolínea barata); aunque, tratándose de mi padre, un tacaño irredento, su gesto invitaba a quitarse el sombrero.
Problemas emocionales que estallaron a causa del infierno al que otros llaman hogar me dejaron anclado en Miami –ansiedad generalizada y ataques de pánico recurrentes– y me hicieron desistir de llegar a El Paso.
Lloré mucho, me sentí al borde del precipicio, lleno de rabia e impotencia, y tuve que volver al averno. Pensé que mi frustración invitaría a mi padre a tener una actitud menos hostil en casa. No fue así. Recayó en su viejo vicio: la botella barata. Se embriagó y le dijo a mi madre que yo era un mal hijo porque, al volver a casa, no le había devuelto “su dinero”.
Hasta ese día, yo, craso error, había vivido creyendo que los regalos no tenían por qué devolverse. Con mi padre nunca se sabía, siempre encontró la manera de sorprendernos con sus miserias.
Yo, que también había bebido en aquella ocasión, me encontraba en un estado eufórico y exaltado, así que decidí confrontarlo. Entré a su habitación para agarrarlo a golpes. Rompí su televisor, destruí todo lo que encontré a mi paso y lo hice huir de casa como una liebre asustada. Por fin lo había vencido, había sido más imbécil y energúmeno que él.
Al día siguiente, tuve miedo de darle cara a mi madre. En mi fuero íntimo albergaba la absurda esperanza de un reconocimiento por semejante y tardío ajuste de cuentas. Ella estaba digitando un texto en el computador y volteó a mirarme con una mezcla de pena y vergüenza ajena:
–¿Qué te ha pasado anoche?
Mi silencio fue categórico porque mi padre no estaba en casa –y una casa sin mi padre puede garantizar el silencio–. Supe después que el texto que mi madre digitaba era una solicitud para internar a mi padre en un hospital psiquiátrico. Esta fue una “traición” que él jamás le perdonaría (a pesar de haber sido la medida que, en ese entonces, le salvó la vida).
Luego vinieron las terapias del perdón. Expertos me dijeron que el resentimiento era como un veneno que yo mismo tomaba. Yo –que detesto a los suicidas– no alcanzaba a entenderlo, pues siempre había creído que lo que envenenó mi existencia fue el ruido, los interminables gritos de mi padre.
Augusto, mi hermano menor, se fue a seguir su especialidad en España y me dejó solo en casa. Mi padre salió del sanatorio para enfermos mentales y, gracias a una terapia, dejó de beber, mas no de gritar.
Me enrolé en una iglesia evangélica y, a partir de entonces, todos los días, al levantarme, le agradecía a Dios por darme una nueva oportunidad de corregir mi vida. Todos los días también, antes de acostarme, le pedía perdón al Cielo por no arrepentirme jamás de haberle pegado a mi propio padre. Él cumplió su palabra: nos hizo mierda la existencia hasta que un derrame cerebral trajo, por fin, quietud a “su casa”. Mis hermanos no pudieron despedirse de él. Mi madre lo besó en la frente y se puso a rezar en medio del llanto.
Tuve que calmarla y decirle que lo mejor que podíamos brindarle, en sus instantes finales, era lo que él tanto nos había negado: el silencio, la ansiada paz.
De un momento a otro, sentí que de todas formas tenía que despedirme. No sabía de qué manera hacerlo.
Me acerqué a tientas a la cabecera de la cama del hospital:
–Nos vemos en casa, papá –le susurré convencido–. ¿Tú crees que allá también puedas gritar?
Yo sé que me oyó. Es más, juraría que entendió que yo me refería al infierno. Lo demás fue silencio.
Orlando Mazeyra Guillén, Perú © 2012
mazeyra@gmail.com
http://orlandomazeyra.blogspot.com/
© Fotografía del autor tomada por Johanna Zenteno, 2010.
Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
Esta narración la compartí con un escritor que, en una parte de su comentario, me dice:
“me quedé pensando en por qué no pudo ir a El Paso. Eso no lo explica. Los ataques de pánico parecen ser un as
bajo la manga del narrador pero yo como lector no los espero ni los veo venir”. Eso precisamente pasa con
los ataques de pánico: no sabes cuándo vendrán ni cuándo te darán una tregua. Son inesperados e ingobernables.
Al parecer, hay cosas que sólo viviéndolas se puede entenderlas. ¿As bajo la manga? ¿De la manga de Dios?
¿O acaso del diablo? Quizá me entienda un poco aquél que, cuando escribe, se canibaliza sin misericordia, es decir,
se “desarma y sangra” como en aquella inolvidable composición de Charly García, pues, entre tantas incertidumbres
si algo sé es que “no existe una escuela que enseñe a vivir”. Esta Historia del Ruido, desde luego, no
se puede leer si “la gente se esconde o apenas existe, se olvida del hombre, se olvida de Dios”. O tal vez sí,
pues habla precisamente de ellos... De mí.
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