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La consulta hostil

A mi padre, porque otro país es posible.

La Biblioteca de Sociales era un vetusto edificio que, en realidad, parecía minúsculo y hasta se insinuaba ridículo al lado de esa inmensa mole de cemento sin pintar que era el estadio de la Universidad Nacional de San Agustín. Nada aquí era como en la grisácea Lima que yo, vía un sobresaltado vuelo de Lan Perú, había abandonado la noche anterior: la gente hablaba distinto y el cielo lucía transparente, abierto de palmo a palmo para alojar ese celeste infinito que no aceptaba comparaciones. Sin duda, la humedad era una palabra ignota en esta ciudad sin mar ni acantilados, con piedra sillar y un clima seco, sequísimo —que, por un momento, me hizo recordar a Calama, de donde regresé con los labios partidos y la nariz algo más que reseca—. Pensé que seguramente Arequipa tampoco era pródiga en neblinas. Aunque, eso sí, el sol era violento y pernicioso, caía a plomo con una fuerza que ni los arequipeños se atrevían a desafiar; y yo, en verdad, ya lo estaba sintiendo como un martillazo en el cráneo.
—Estadio Monumental Arequipa, porque, si es que no lo sabe, ése es su verdadero nombre —me había aclarado un despabilado mercachifle que estaba apostado en las afueras de la universidad; luego, se quedó mirando el coloso como si el turista fuese él, mientras señalaba en estricto silencio lo que vendría a ser la tribuna occidente, antes de dejar sentada una enérgica protesta—: pero los periodistas limeños siempre se equivocan, yo creo que lo hacen a propósito. Nunca lo llaman por su nombre. Sólo saben decir «el estadio de la UNSA» y lo hacen como con desprecio, usted ya sabe, con ese tonito insoportable, como si este elefante fuera cualquier cosa. —Tiene toda la razón —le dije para salir del paso.
—¡Mírelo!, aproveche que todavía es nuestro, porque ya falta poco para que deje de serlo —lamentó apenado.
—¿Por qué usted dice eso?
—No se haga el inocente, amigo —me increpó muy indignado mientras dibujaba una mueca rabiosa—. Nuestros vecinitos: los «rotos», pues. Se están apoderando de todo: el pisco, la papaya arequipeña, toda la pampa de Majes ya es suya, los bancos, los centros comerciales como Saga Falabella y Ripley y, como si no fuera suficiente, las farmacias como Inkafarma. Ahora, ultimito nomás quieren poner su Parque Arauco, ¿sabía? Sólo faltan las iglesias... A eso le llaman «progreso», carajo: ¡se quieren apoderar hasta de nuestros chocolates!
—¿De qué chocolates? —pregunté sorprendido.
—La Ibérica, mister. Los rotos se quieren comprar a nuestra mejor fábrica de chocolates —me informó apesadumbrado, y recién entendí el origen de sus lamentos—. ¿No ha probado usted alguna vez unos chocolates de La Ibérica?

Asentí con la cabeza mientras tomaba nota de su genuino desconsuelo.
—Ellos son como una plaga de langostas, han chilenizado hasta nuestras almas —sentenció acomodándose la visera que traía puesta—. A veces pienso que un día tocarán mi puerta y me botarán de mi propia casa.
—No exagere tampoco, hombre —le dije tratando de calmarlo—. Sólo le falta decirme que el volcán Misti también es de Chile.
—Ya falta poco. Ojalá me muera antes, para no verlo, porque no lo resistiría.
—¡Qué va! Antes de que pase eso, los dos nos ganamos la Tinka y el Perú clasifica al Mundial.
—¡No sea malo! —sonrió abiertamente—. Ustedes todo lo ven mundial, nos doran la píldora para hacernos creer que «sí se puede» y al final no pasa nada, en este país nunca pasa nada. ¿Es usted es del Líbero o El Bocón? —inquirió creyendo que yo era un periodista deportivo.
—De El Comercio —mentí sin pensarlo demasiado.
—¡Ah su! —exclamó soprendido—. Ese periódico es de pitucos, o al menos yo lo entiendo así. Mi bolsillo me alcanza para leer El Bocón nomás, pero puede preguntarme lo que quiera, me sé las formaciones de todos los equipos.
—¿Tiene cigarros Hamilton? —le pregunté con falsa indiferencia para cambiar de tenor, pues no tenía tiempo para involucrarme en chácharas futboleras.
—Sí —asintió desilusionado—. Dos por cincuenta.
—¿Y cómo llego a la Biblioteca de Sociales? —indagué antes de echar la primera bocanada de humo del día.
—Está al ladito del estadio —me dijo señalando con el índice derecho—. Pero ahí no se puede fumar.

Le entregué la moneda por un par de cigarrillos y, vacilante, me despedí de él con un gesto cortés. En la entrada de la biblioteca, me detuve, y un amago de indecisión me recorrió la espalda. Mientras pisaba la colilla del cigarro, vinieron tras de mí las imágenes más importantes de mis miedos y temores: como cuando no me atreví a entregarle a Ribeyro mi primer manuscrito de cuentos, la vez que lo visité un par de años antes de su muerte —fue, sin duda, la mejor entrevista que hice en mi vida—; o cuando no fui ni siquiera capaz de pedirle un autógrafo a Vargas Llosa la noche que lo recibimos en San Marcos para entregarle el merecido título de Doctor Honoris Causa.

Había llegado hasta aquí para iniciar una nueva empresa literaria. Y cada vez que eso sucedía me llenaba de ese pesimismo inhibitorio del que se sabe limitado, falto de recursos. ¡Qué problema el mío! Y siempre la salida era recordar que me había jurado escribir cuentos como Ribeyro, hacer  novelas como Vargas Llosa, dirigir como Almodóvar y actuar como Marlon Brando. Ellos eran mis cuatro espadas vitales.

Pero la crónica que me había propuesto hacer no trataba sobre ninguno de ellos, sino sobre alguien a quien nunca quise emular:
—¿Qué papeleos debo hacer para sacar la tesis de Guzmán? —encaré al bibliotecario luego de veinte minutos de tensión amasada con escarceos.
—¿De qué me está hablando? —preguntó tomándose la barba. Era un tipo alto, sin edad, de cejas pobladas y facciones delicadas.
—He llegado de Lima para leer la tesis de Guzmán.
—¿Qué Guzmán? —solicitó algo amoscado y sin mirarme a los ojos.
—La tesis sobre Kant —le informé deprisa—. La tesis de Abimael Guzmán Reynoso.

Afiló la mirada y quiso decirme algo —acaso una llamada de atención o un insulto, cualquier cosa— pero se contuvo a tiempo. Luego removió unos papeles de un portafolio viejo y volvió a mirarme con acuciante minuciosidad. Cualquiera diría que yo había cometido un sacrilegio: ¿qué había de malo en pedir la tesis del máximo líder del movimiento terrorista Sendero Luminoso que, según la Comisión de la Verdad y Reconciliación, había sido el culpable de buena parte de las más de setenta mil muertes, producto del enfrentamiento entre el Estado Peruano y los terroristas?

—¿Viene usted de parte de Teobaldo?
—Sí —asentí maquinalmente y estirándole la mano, pero no sabía quién rayos era el tal Teobaldo. Me dio un apretón casi improvisado y se llenó de guiños extraños y muecas que se insinuaban amistosas.
—¿Qué has leído de Marx? —preguntó con una mezcla de recelo y crispación.
—Todo, todo... —respondí, después de vacilar un segundo, pues me sorprendió mucho su interrogante.
—¿Sabes que hoy nos reunimos, verdad?
—Desde luego —anoté sin que se me moviera un pelo y, como si fuera poco, tuve tiempo para matizar mi respuesta, esperando no quedarme sin piso—. Pero no sé cómo llegar, no conozco la ciudad.
—¡Descuida! —exclamó con simpatía—. Acá yo te explico para que no te pierdas.

Agarró un papel en blanco y, con la ayuda de un lápiz, lo llenó de calles y direcciones: poco a poco un desastroso mapa se iba elaborando ante mis ojos. Con una X remarcada me señaló el punto de encuentro:
—Aquí mismo: Calle Nueva 103 —me dijo, escribiendo la dirección—. A las diez en punto de la noche.
—¿Quiénes estarán presentes?
—No faltará nadie —afirmó con orgullo—. El mismo Perochena estará a cargo del brindis de honor. —¿Perochena? —pregunté anonadado—. ¿El Ministro del Interior?
—Quién más si no: Perochena pues, mi estimado: con él en el poder estamos casi listos para dar el gran golpe: ¡el definitivo, carajo!
—Pensé que él no vendría —argumenté sintiéndome un idiota—: pues tengo entendido que para muy ocupado en el ministerio.

Mi comentario le resultó tan deleznable que no acotó una sola palabra.

Me entregó el papel con las direcciones antes de reiniciar el diálogo:
—Ya es mejor que te vayas —me ordenó con un gesto atrabiliario—. Acá hay mucho sapo, yo sólo soy el nexo, lo sabes: no me has visto, no me conoces, no existo. ¿Has entendido?
—Desde luego —dije y supe que, en realidad, no entendía ni jota.
—Sólo déjame agregar una cosa más.
—Lo escucho.
—Ahora será doblemente difícil: antes luchábamos contra el Estado. Hoy estamos en contra de dos Estados: el nuestro y el chileno. ¿Me entiendes?
—Sí, eso lo sabemos todos.
—No te olvides del santo y seña. La vez pasada vinieron desde Huancavelica dos buenos para nada que se olvidaron el santo y seña y qué crees que les pasó.
—Ni idea —afirmé mirando a todos lados.
—Los enterraron en el jardín: yo vi cómo les sacaron las retinas..., todavía estaban vivos los muy imbéciles.

Un vértigo brutal me persiguió durante el tránsito entre la biblioteca y la avenida Venezuela.

Cuando, por fin, gané la calle me volví a encontrar con el mercachifle:
—¡Ese bibliotecario está medio loco! —exclamé, frotándome las manos nerviosamente.
—Sí —corroboró—. Eso dicen los alumnos. Ni se imaginan que es la mano derecha de Perochena: su emisario clandestino en esta ciudad.
—¿Qué hablas, oye?
—Yo también estaré ahí —me confesó entregándome una tarjetita debajo de un chocolate Sublime:

Santo: Politeama
Seña: Jayari

Lo miré aterrado. Por un momento, me sentí parte de una broma maquiavélica, pero desestimé la posibilidad porque era algo imposible. ¿Qué había detrás de todo esto? ¿Alguna broma de mal gusto o un monstruoso psicosocial?

Tomé el primer taxi que pasó y le dije que me llevara al aeropuerto. Allí rogué para que me dieran un pasaje a la capital. El único vuelo que pude conseguir fue el de la noche. Pero, sin pensarlo mucho, decidí no moverme del aeropuerto.

Tuve que esperar como ocho horas, antes de entrar a la sala de embarque: cada vez que alguien se me acercaba sentía un sobresalto que era la invitación al pánico más insufrible. La paranoia es peor que la mala suerte. Estaba tan agobiado que me parecía ver al bibliotecario conversando con ese mercachifle tan nacionalista como nostálgico.

Al subir al avión supe que de alguna manera había renunciado para siempre a un nuevo proyecto (no iba a poder escribir mi crónica sobre el mayor criminal de la historia del Perú… y su tesis seguiría durmiendo el sueño de los justos… o de los perversos).

Para no sentirme tan mal, pensé que lo mejor sería emprender cuanto antes un nuevo proyecto: viajar a Piura... Tal vez sería una magnífica idea buscar las reminiscencias de la verdadera Casa Verde.

Estaba a punto de conciliar el sueño cuando, de pronto, un sujeto pasó corriendo hacia atrás, insultó a la aeromoza antes de arrojarla al suelo, y se colocó un pasamontañas.

Temí lo peor. Me persigné (no lo había hecho en años, desde que terminé la secundaria).

Después, vino otro tipo a encañonarme con una metralleta bastante vieja:
—Tú eres, hijo de puta, no lo niegues porque te ablando el estómago, ¡traidor vendepatria!

Sí, a pesar de ser presa del terror, llegué a reconocer la voz. No había duda: era el mismo al que, hacía menos de doce horas, le había comprado los cigarrillos en las afueras de la universidad.
—Yo, ¿qué? —repuse haciendo acopio de valor.
—Tú eres el de las consultas hostiles, el soplón del capitalismo, el informante de asesinos, plutócratas que manejan este país corral de chanchos.
—No, no soy yo —respondí y levanté las manos instintivamente—. Está usted equivocado.

No me disparó. Recibí un par de culatazos que me hicieron perder el sentido.

Ahora estoy aquí, en medio de ningún lado. Cagando sobre mis hediondos calzoncillos mientras escucho la nítida señal de una radio amazónica.

Antes de viajar a Arequipa, mi vida había consistido en indagar, cuestionar, buscar respuestas, aguijoneando y, a veces, provocando desmesuradamente al entrevistado. Presiento que la torta se ha volteado para siempre, pero no sólo eso: también se ha chamuscado.

Cada tarde soy objeto de preguntas sin sentido, de bofetadas que ya no arden como al principio.

Descargas eléctricas con las que me he ido familiarizando.

Todavía hay un país por construir, pienso, y me duele constatar que muchos inocentes tenemos que pagar los platos rotos. ¿Qué hacer para acabar con tanto sufrimiento?, le pregunté ayer al falso vendedor de cigarros, antes de recibir otra ola de vejámenes y sinsentidos.
—¡Piedad, piedad en nombre de Dios! —le repetí arrodillado—. Le juro por lo que más quiera que esa no fue una consulta hostil.

Orlando Mazeyra Guillén, Perú © 2010

mazeyra@gmail.com

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