La mujer peina al niño mientras, a sus pies, una rata eviscera a una gallina muerta (aunque también podría tratarse de una pata, pues el recuerdo es muy inexacto). El hambriento roedor cumple su tarea sin prestar importancia a los seres humanos, lo cual resulta un tanto extraño. Me perturba a tal punto que siento náuseas… pero también placer. Repulsa y atracción, la combinación maldita que me impide escapar de aquel escenario imposible.
Todo esto ocurre en una casa de madera: en la cocina, para ser precisos.
El niño frisa los doce años y, aparte de un desasosiego contenido en el gesto, tiene un cerquillo femenino. Su rostro deja entrever lo desagradable que le resulta ser peinado por su madre, quien, paciente y cariñosa, le vierte un poco de limón para controlar a ese pelo chúcaro. La madre, en cambio, podría pasar por su abuela: tiene cincuenta y cinco años, luce encanecida y calza unas zapatillas de viejos. Su bata matutina tiene árboles a la altura de sus pechos: arbustos otoñales, amarillentos y escuálidos. El niño siempre trata de contar las hojas de la bata. No lo hace por curiosidad sino por tedio (una mezcla de tedio y desesperanza).
Lo que más detesta del día es someterse a los cuidados de su madre. La tarea es engorrosa porque siempre algún movimiento inesperado le juega una mala pasada y él desearía que, cada mañana, una de las hojas desapareciera para así ir acortando (simplificando) la inútil empresa.
Nahuel —así se llama el niño— todavía no sabe que Nirvana ha decidido cumplirle ese sueño. A partir de mañana la primera hoja que cuente desaparecerá para siempre de la bata materna. Ella sabe de conjuros, de ritos antiquísimos, ceremonias nocturnas para convocar a Matroncio, el padre de la criatura que le vendió su alma al diablo. Lo que Nirvana ignora (y en esto es tan cándida como su cachorro) es que, cada hoja que desaparezca, le restará un pedazo de vida a su hijo. Ella lo ama, sin duda, pero, en ese afán desbocado de hacerlo feliz, ha cometido muchos excesos: permitirle todo, sobreprotegerlo del mundo de afuera, peinarlo como a una señorita, recortar su libertad y tenerlo, durante los fines de semana, secuestrado cual jilguero en jaula que canta por aquello que nunca volverá a ver, los parajes que no volverá a sobrevolar jamás (parajes que tal vez solamente imaginó).
El niño a veces dialoga con la madre y roba ideas de algunos libros que encuentra en la habitación de su padre muerto:
—No me gustan las ideas.
—¿Por qué, hijo?
—Porque son como jaulas.
La madre guarda silencio y cree que el comentario se convierte en una velada acusación. «Me está diciendo que soy su carcelera», reflexiona compungida y trata de darse calma al inferir que la suya también es una jaula: una idea. Eso es todo: quizá una idea sin alas. Ojalá que sí. Nirvana quisiera decirle a la criatura que él es el resultado de un error: una noche de desenfreno, casi una fiesta romana. Disfraces por doquiera y bebidas entremezcladas con estupefacientes y alucinógenos. Ella con una minifalda verde, una blusa blanca y un antifaz de Afrodita. Matroncio era aquella noche un centauro que —cancerbero infinito— caminaba sobre una fogata mientras leía unas cartas escritas en lenguas muertas.
En una alcoba, anhelantes, se desprenden en simultáneo de sus ropas. Nirvana y Matroncio lucen desnudos. Ella es grácil, atractiva. Él, regordete, algo desagradable y tiene un tatuaje en la espalda: una cruz invertida y dos copos de nieve a punto de derretirse. Entonces me concentro en el tatuaje, en descifrarlo, traducirlo a cabalidad y no puedo. Quiero evitar lo otro: el camastro, los retozos, jadeos y gritos de placer. Sé, por lo tanto, que estoy enfermo, desquiciado: pues anhelo descubrir a mis padres haciendo el amor: ese caos del que yo provengo, la génesis de mi existencia.
En verdad, quisiera saber si soy producto del amor más puro o, acaso, de una noche loca, desaforada, que, de cuando en cuando, de inmiscuye en mis sueños: afrodita y centauro haciendo de las suyas para introducirme en el mundo nueve meses después.
Saber que fui un hijo no deseado me haría menos infeliz. O quizá más rebelde e inmisericorde con los demás. ¡Quién sabe! Podría añadirle más veneno a la tinta…
Nahuel empieza a contar las hojas de los arbustos y éstas, día a día, van desapareciendo. A la par, la salud del muchacho se va depauperando.
Primero, una insuficiencia renal muy persistente dio cuenta de que el infeliz sólo tenía un riñón.
La pregunta cayó por su propio peso: ¿fue algo congénito? Nirvana acudió a la noche, ceremonias sombrías, misas negras y almas en pena. Así Matroncio le informó que ella había elegido esa vida —ese final— para su hijo.
—¿Qué dices?
—Por cada hoja que cae yo me alimento con una parte de su cuerpo, casi siempre elegida al azar.
—¿Serías capaz de tragarte a tu propio hijo?
Y entonces recuerdo que algunas tribus africanas, cuando pierden a un miembro, en vez de enterrarlo, se lo tragan. Extraordinaria forma de hacer que los que amamos se conviertan en nuestro alimento (reposen en nuestras entrañas). Jesucristo les ofreció su cuerpo a sus discípulos. Trato de ponerme, al menos por un segundo, en la piel de Matroncio que ha decidido alimentarse de su hijo.
—¿Hasta cuándo? —pregunta Nirvana sobrecogida.
—Hasta que dejes de peinarlo.
Todo está —literalmente— en sus manos. Tiene que dejar de tratarlo como a una niña. Permitir que crezca, que se haga hombre y se valga por sí mismo.
—Dale un espejo —añade el padre—. Con eso será suficiente.
—Tú no eres nadie para decidir sobre mi hijo.
—Entonces probaré de su corazón.
—¿Me quieres asustar?
—Es sólo un aviso.
Al día siguiente, Nahuel se despierta. Le toma apenas un par de minutos desperezarse en la cama. Se pone de pie y ya sabe la rutina: luego de lavarse la cabeza tendrá que dirigirse a la cocina para someterse a los cuidados de su estilista cotidiana.
Llega a la cocina y su madre, que está cortando una piña, se vuelve hacia él:
—¿Estás listo, hijo?
—Sí, mamá.
Ella lo sienta y le entrega el espejo de Matroncio, su padre.
—Ahora podrás mirarte en el espejo, ¿qué te parece?
El niño, absorto, trata de comprender lo que ocurre.
—¿Entonces me peinaré solo? —pregunta confundido.
—A menos que prefieras que yo te ayude.
La madre ruega porque él tome la decisión más sabia: la libertad, hacerse cargo de su propia indefensión ante el mundo y, poco a poco, ir madurando, tomando una saludable distancia de esos afectos que, de tan intensos, resultaban opresivos y casi, casi, desgraciados.
—¡Hagámoslo juntos, mamá! —exclama Nahuel y en él se configura mi propio error. ¿Por qué te hago esto, madre, si supuestamente eres lo que más quiero en el mundo? ¿Acaso no entiendo que, al elegir tus cuidados, también te estoy condenando a la infelicidad? ¿Qué es todo esto que comprendo pero no asumo porque nunca me dejaste, mamá?
La madre se aproxima al muchacho y empieza a peinarlo. Nahuel sostiene el espejo y, por un instante, se olvida de las hojas de los árboles que empiezan a derramarse por el suelo de la cocina, una a una, hasta dejar todas las ramas desnudas.
Las hojas son tantas que cubren a la rata y a la gallina y empiezan a tapar los pies de Nahuel y Nirvana.
Al poco rato, el niño se espanta y lanza el espejo al suelo: «Tengo una rata en el pecho», le grita angustiado a su madre: «¡una rata en el corazón!».
El espejo no se rompe, pues las hojas del árbol, que se van multiplicando, lo han sabido acoger.
Nahuel mira a su madre y, por primera vez descubre que ésta es una gallina (aunque quizá una pata, no lo recuerdo bien, o prefiero no recordarlo). Y sólo recién cae en la cuenta y decide hacerse hombre.
La toma del pescuezo y la degüella. Le abre el abdomen con los dientes y empieza a eviscerarla. Traga cada órgano de su progenitora con indomeñable urgencia mientras yo, que me transformo en Matroncio —mi padre—, observo la escena muerto de asco y de placer. ¿No hay algo de belleza en soñar con ajusticiar a tu madre?, me pregunto y quiero despertar, mas no lo consigo.
Sólo recuerdo sus palabras, sinceras y bañadas en confusión: «hijo, desde que empecé a leer tus historias, he dejado de entender lo que es ficción».
—¿Por qué, mamá? Explícamelo.
—Porque eso no es ficción, sino verdad.
—La ficción es mentira, es fantasía, algo así como un sueño.
—Entonces sólo te pido una cosa. Y lo hago con todo mi corazón.
Sólo atino a escuchar su solicitud sin pestañear.
—Cuando yo me muera, haz de cuenta de que es una ficción —me dice y cierra los ojos. Entonces Nahuel, Matroncio y Nirvana no sirven para nada porque ella es más portentosa que cualquier fantasía.
Yo también cierro los ojos y trato de meterme en su mente: no veo nada, sólo a una madre peinando a su hijo.
Orlando Mazeyra Guillén, Perú © 2014
mazeyra@gmail.com
http://orlandomazeyra.blogspot.com/
Orlando Mazeyra Guillén (Arequipa, 1980) ha publicado tres volúmenes de narrativa: Urgente: necesito un retazo de felicidad(2007),
La prosperidad reclusa (2009) y Mi familia y otras miserias (Lima: Tribal Editores, 2013), sobre el cual existe un blog:
http://mifamiliayotrasmiserias.blogspot.com/
© Fotografía del autor tomada por Johanna Zenteno, 2010.
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