Soy adicto a los libros de segunda mano. Valga aclarar que las razones económicas son, si no deleznables, secundarias. Todo empezó cuando encontré, en un raído ejemplar de La muerte en Venecia, los resultados de un examen de sangre que confirmaba un embarazo. La mujer se llamaba Lucía Recabarren y, al parecer, firmaba (o marcaba) con sus iniciales —letra grande, firme y redonda— las páginas que más le agradaban (que no fueron pocas y mi olfato de lector maniaco lo comprende). Al final de la novela escribió una breve nota, fechada en octubre de 1989: “me iré a Venecia luego de dar a luz, lo juro”.
Soy pesimista porque el mundo me hizo así y, por lo tanto, estaba convencido de que Lucía no sólo no había pisado la ciudad de los canales, sino que ya estaba muerta. La imaginé, raptada por la desesperación, en alguna de esas clínicas clandestinas que cobran unos cuantos billetes por un aborto que puede acabar con tu vida en pocas horas. Es decir: dos por uno a un precio irresistible (porque imaginar un aborto de mellizos, ya no trillizos o más, no sólo es de mal gusto, sino de mala entraña).
Empecé a averiguar en la oficina del Registro Nacional de Identificación los datos de esa mujer. Cuando por fin pude ver su foto me decepcioné un poco, pues no era tan atractiva como la imaginé (suelo idealizar a los desconocidos). Pero, en efecto, había muerto en enero de 1990. Hice múltiples gestiones y me aferré a mi carácter de escritor —curioso hasta el indecoro y la impertinencia— para acceder a información de primera mano. Su acta de defunción hablaba de una interrupción del embarazo por causas “deliberadamente provocadas”. Había otros eufemismos que no vale la pena citar, pues entiendo que la monserga legal nada aporta en mi relato.
Me empeciné en la historia de esta mujer. Llené mi diario con supuestos motivos para su decisión: ¿abuso sexual? ¿Problemas con la pareja? ¿Desavenencias familiares? ¿Incertidumbre respecto al destino? ¿Elemental ejercicio de la libertad sobre su cuerpo? Quizá sólo quería servirme de Lucía para escribir una historia y estaba a punto de empezarla cuando, explorando los anaqueles de Aquelarre, una antigua librería de dos hermanos sesentones amantes de la novela negra, hallé un libro de cuentos, Las máscaras, de Jorge Edwards, que tenía un boleto de avión en la página 52. El corazón me dio un vuelco tremendo y cuando leí el destino: ¡Venecia! Sí, tenía como ruta final el aeropuerto Marco Polo. El pasaje estaba a nombre de Ezequiel Ortuño. La fecha en la que estaba programado el viaje era el 23 de octubre de 1997, en la aerolínea española Iberia. Huelga decir que quise averiguar qué fue del tal Ezequiel y me fui de bruces al descubrir que el infeliz había fallecido durante aquel viaje que no se pudo concretar por culpa de una intensa tormenta eléctrica que mandó a la nave al fondo del océano Atlántico.
La mala suerte me asediaba o, en todo caso, yo estaba persiguiendo los autores incorrectos. Lo oportuno, no sé, hubiera sido arreglar, con las licencias de la ficción, esos patéticos destinos. Para mí, Ezequiel Ortuño era el padre del hijo de Lucía, que carcomido por un viejo remordimiento —¿abandonó a la mujer luego de que ésta le informara que estaba encinta?—, quiso cumplir ocho años después el sueño de su primer (y único) amor. ¿Absurdo? Seguramente. No obstante, empecé a recrear en mi mente esa enigmática relación.
Ya había pasado un buen tiempo sin que hallara rastros o señas de antiguos dueños en los libros que adquiría cuando, perdido en medio de autores desconocidos para mí, creí reconocer un maltratadísimo original de El coronel no tiene quien le escriba. La portada tenía unas manchas de tinta que cubrían el nombre del autor. Esto empezaba a confirmarme que aquel librito era el que yo había leído cuando terminaba la secundaria.
Al abrir la novela lo constaté, lívido: mi madre firmaba el ejemplar y otra vez el maldito mes de octubre, pero esta vez de 2001 (prueba irrefutable de que lo había leído o releído después de mí).
Cerré la novela, turbado, antes de preguntarle al dueño:
—¿Quién le dio este libro?
—¿Se imagina? —respondió amoscado. Siempre odié a la gente que responde una pregunta con otra.
—No, no me lo imagino… por eso le pregunto.
—Se imagina, le digo, que yo recordara a toda la gente que viene a ofrecerme sus libros. ¡No se pase, ni que tuviera memoria de elefante!
—Este libro es mío —le dije con una mezcla de desconcierto y ansiedad.
—Si me da diez soles no hay problema —repuso—. Eso es lo que cuesta.
—Es de mi madre —le informé, convenido.
—Mire, no sé si habrá sido de su mamacita o de su vecina —se burló, aburrido—. Lo único que sé es que cuesta diez soles.
Los pagué y salí de inmediato del puesto de libros usados mientras lo escuchaba murmurar: “es mi primera venta del día, ojalá me traiga suerte”. Quise decirle algo, sin embargo, cuando lo vi santiguarse se me quitaron las ganas.
Cuando llegué a casa, tomé una ducha fría y dispuse los libros en forma de triángulo. Existía algo oculto —un invisible cordón umbilical— que tenía que descubrir con paciencia y sagacidad.
Empecé a releer la novela de García Márquez. No me gustó recordar al hijo muerto porque el libro era de mamá y me desesperaba la idea de que ese fuera el secreto o mal augurio: ¿el advenimiento de mi muerte? No, no podía ser así.
En las páginas finales me encontré con un recibo de honorarios del doctor Aníbal Llerena, el psiquiatra de mamá. Además había una estampida del Divino Niño con unas letras pequeñas: “Señor, cuídamelo a mi hijo, hazlo escribir cosas positivas y perdóname por lo que hice con su hermano menor”.
Algo no encajaba. Sí, era la letra de mi madre, eso estaba fuera de discusión. No obstante, yo era hijo único. ¿Mi madre tenía otro hijo? Me aterró la idea de un medio hermano. ¿Era posible? La intriga me llevó a forzar el ropero de mamá. Un álbum de fotos se insinuó entre un cerro de cartas, postales y papeles viejos. “Nuestra luna de miel”, rezaba con letras doradas el estuche.
Mi madre siempre hablaba de las góndolas, la Basílica de San Marco, el teatro La Fenice y de una ciudad que le parecía de ensueño. Ella había viajado de luna de miel a Venecia, Italia.
Cuando llegó, después de participar en una reunión de su club de profesoras jubiladas, se lo pregunté a boca de jarro:
—¿Por qué mataste a mi hermano?
Cuando me respondió, le devolví su novela. Y negué una realidad que me producía un asco desaforado.
Sigo buscando un nuevo libro, un boleto de avión, una prueba de embarazo o una carta íntima, no sé, algún dato escondido que niegue esta realidad que tanto me ofende.
—¿Qué lugar del mundo quisieras conocer? —me preguntó anoche mi novia, a mí que no creo en las coincidencias ni en los astros.
Habíamos terminado de hacer el amor y rogué al destino por nunca embarazarla:
—Cualquier lado… menos Venecia —y, como para olvidarme de lo dicho, abrí el primer libro que tenía a la mano (que era nuevo, por si acaso).
Orlando Mazeyra Guillén, Perú © 2013
mazeyra@gmail.com
http://orlandomazeyra.blogspot.com/
© Fotografía del autor tomada por Johanna Zenteno, 2010.
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