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Nací para ser presidente

Profe, yo fui el hijo más esperado del mundo. La verdad nomás: se tenía que decir y se dijo. Pero no piense que le estoy exagerando. Mire: a mi viejita le habían dicho que de ninguna manera iba a poder tener cachorros. Entonces, se largó con mi papá al extranjero (Brasil, Australia, Cuba, Estados Unidos) y probaron por las puras toda clase de tratamientos durante casi diez años.

Cuando la ciencia se cansó de decirles que “no”, se fueron a México a rezarle a la Virgen de Guadalupe. Luego a Portugal: peregrinación a Fátima con misa incluida. Yo sé que usted no cree en esas vainas, pero ellos tienen una fe tremenda… o al menos la tuvieron hasta que se les acabaron todos sus ahorros. O hasta el día en que se enteraron de la cochinada que les hice…

La vida es así: caprichosa como la pelotita de fútbol; porque, cuando ya le habían echado tierrita al asunto, de pronto mi mamá queda en bolero, ¿qué increíble, no? Yo le puedo decir que soy un auténtico milagro.

Fue tal la expectativa, que mi llegada a este mundo de mierda fue un verdadero acontecimiento. Tanto me habían esperado mis viejos que, de arranque nomás, me pusieron varias mochilas pesadas en la espalda (¡qué injusticia!). Apenas nací ya empezaron a hablar de que debía ser científico, premio Nobel o presidente… sí, en serio, profe: presidente… pero uno de verdad, pues, profe: no cojudeces como el Pedro Castillo o la Dina Boluarte.
—Tienes que ser siempre el mejor de todos, hijo —me insistía mi papá, aleccionándome—. El cielo es el límite.

Sí, lo sé; es una frase bien huevona. Pero se me quedó grabada desde chibolo y, como nunca llegué a tocar el cielo, mi desencanto empezó a crecer. En el cole no pude ser ni siquiera el quinto del salón. Siempre fui un estudiante mediocre y pésimo en matemáticas (ese curso siempre fue mi talón de Aquiles).

Mis padres estaban decepcionados de mí y yo también… sentía que les estaba fallando y decidí tocar el cielo haciendo trampa... como Maradona, qué sé yo.

El Chito, así le decíamos al más palomilla de la clase, me hizo probar la droga terminando la primaria. Sí, arranqué bien chibolo nomás, para qué negarlo. Fumábamos marihuana en los recreos. En la secundaria nos metimos otras cosas mucho más bravas y, casi sin querer, empecé a ayudar al Chito a vender droga a todos los niños (él me daba una muy buena comisión para pasarla chévere los fines de semana). Imagínese que nosotros éramos dealers de los de quinto y cuarto de secundaria. Pero nos terminaron tirando dedo… al primer soplón que identificamos lo agarramos a la salida de clases y acabó en el hospital hecho ñuto. Su familia nos denunció y, ¡pasumare!, se armó la grande.

Antes de seguir, profe, tengo que contarle que mi viejo, además de machacarme con que el cielo es el límite y con que yo tenía que ser presidente, también me decía que un Olmedo nunca llora.
—Los Olmedo nunca lloramos, eso es para las hembritas o los maricones —repetía—. El que llora deja de ser Olmedo y se vuelve cualquier cosa…

Y era verdad, porque yo nunca había visto a papá llorar… hasta ese día cuando el director le contó lo que yo andaba haciendo con mi pata Chito en los ñobas del cole. Ese día todo cambió para siempre: mi viejo se puso a llorar delante del director y hasta tuvo que venir la enfermera para calmarlo con una pastillita.
—¡Tú no eres mi hijo!, un hijo de verdad no hace esto —me dijo sacudiéndome con ambos brazos—. ¿Qué te he hecho yo para que me avergüences así?

Me quedé callado mientras él lloraba a lágrima viva. Me expulsaron del cole y todas mis rebeldías salieron a la luz y se desbordaron.

Papá perdió los papeles por mi culpa y dijo una sarta de cosas muy desagradables que jamás podré olvidar:
—¡Tanto rezar y rezar para recibir esto! —se lamentaba, ahora sin llorar—. Tú nunca debiste haber nacido.

Por eso me quise suicidar dos veces, pero no funcionó (hasta para eso soy malo, como con las matemáticas). Estuve internado un año, justo coincidió con la pandemia. Me desintoxicaron. Hice terapias del perdón con mis padres. Ahora mamá dice que todo ha pasado y que no debemos mirar atrás. Miente: yo sé que están decepcionados y que les provoco mucha vergüenza.

Profe, tengo un último secreto: antes de conocerlo, nunca había terminado de leer un libro. Es más, ni sabía quién mierda eran Annie Ernaux, Oswaldo Reynoso, Clarice Lispector, Mario Benedetti, Horacio Quiroga o Carlos Fuentes. Leer es mejor que hacer terapias... Cuando voy donde la psicóloga o el psiquiatra no siento la confianza que me dio usted, que me dieron sus lecturas y sus catarsis que son bravazas. Cuando me dicen que usted está medio loco, yo les respondo: ¿y quién no? ¿Manya?

Sólo quiero que usted, profe, me diga lo que no me pueden decir mis viejos. Hágalo, por favor (a manera de regalo por Fiestas Patrias) antes de que acabe el semestre: dígame que, a pesar de todo —sé que soy uno de sus estudiantes más flojos—, usted está orgulloso de mí. Dígame que yo no tengo que ser presidente por mandato de mis padres y que no es mi obligación cambiar este mundo de mierda, porque cuando yo nací ya estaba así como está: hasta el culo. ¿Ahora ya puedo llorar, profe? ¿Me deja mirar el cielo de otra manera? Gracias por escucharme.

Tasahuayo, 22 de julio de 2024

Orlando Mazeyra Guillén, Perú © 2024

mazeyra@gmail.com

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