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Scorsese se enamoró en Pimentel...
y nadie lo quiere creer

Alguien dirá algún remoto día –¡bah!, en realidad no lo dirá nadie, porque nadie me conoce– que quise ser el Scorsese peruano, pero terminé siendo nada más y nada menos que Jeremías Huarca. Así me bautizaron mis padres: él, un fiscal resentido con su trabajo y con su país; ella, empeñosa profesora de inglés en academias de medio pelo y voraz lectora de libros.

Tengo talento –al menos creo tenerlo, ¿se llega a extraviar el talento?–, aunque con ello no alcanza. Se requiere de algo más, un fuego sagrado, o acaso el concurso de los astros:
–Nacer con la estrella –decía mi madre–. Scorsese, al que tanto admiras, Picasso, Neruda, Borges nacieron con una estrella.
–¿Me estás diciendo que yo no tengo mi estrella?
–No, hijo, eso jamás. Lo que pasa es que en la vida no podemos hacer todo lo que nos gusta. Hay que renunciar a algunos sueños. Renunciando, se aprende, se alimenta el espíritu. Si te das cuenta, es también una forma de aceptar nuestro destino: la muerte.
–¿Renunciar así duela?
–Siempre duele, pero tienes que ser pragmático, realista, ¿me entiendes?
–Entonces el premio de Conacine no significó nada para ti, y con todo lo que me costó. Tú no crees en mí, ése es el problema… te has convertido en el peor lastre de mi carrera artística.
–¿Yo soy la culpable de que te pierdas semanas enteras y te creamos muerto? ¿Cuántas veces me has hecho buscarte en la morgue y en los hospitales? Para ser cineasta no necesitas castigar el cuerpo, intoxicarte con porquerías, andar con mujeres deshonestas y hacer sufrir tanto a tus padres.
–Aunque tú no quieras reconocerlo, yo soy un artista.
–Y yo soy Virginia Woolf.

Las ironías de mi madre no me dolían tanto como su pesimismo pertinaz respecto a mi futuro. ¿Qué va a ser de ti cuando ya no estemos?, la pregunta de cajón… la pregunta que se hará hasta llegar al cajón. Por eso participé en el concurso de la Comisión Nacional de Cinematografía. El lauro era lo de menos. Sólo lo necesitaba para enrostrárselo y ganarme, por fin, su confianza.
–¿Qué vas a decir ahora?

No percibí el menor esbozo de orgullo en su mirada y se lo hice saber:
–¿Por qué no eres capaz de disfrutar de mis victorias? Disfruta: dime que estás feliz.
–Lo estoy, hijo –su respuesta me resultó histriónica.
–Eres muy buena actriz, pero ni sueñes en que te daré algún papel en mis películas…

***

Aunque pasé los primeros seis años de mi infancia en Ayacucho, en realidad nada quedó, en mi bagaje creativo, del portentoso mundo andino. Cuando estaba a punto de ingresar al colegio, a papá lo mandaron a la Corte Superior de Chiclayo y mi vida dio un vuelco tremendo. Para mí, el Perú es Chiclayo, Chiclayo es Pimentel y Pimentel es Tatiana.

Seis años mayor que yo –me doblaba la edad la muy condenada–, precoz y afanosa, me ayudó a retirarme la ropa de baño y me dijo, humedeciéndose los labios:
–Cierra los ojos.

Yo creí que me enterraría con la cálida arena de Pimentel. Lo que enterró fue mi pene con su boca. Calor corporal, angustia, envolvente perplejidad, sensaciones inéditas; una lengua vivaracha y unas succiones bien dosificadas que, sin embargo, no podría saber si, en efecto, resultaron ser mi iniciación sexual.
–¡Quiero orinar! –exclamé de pronto, aturdido, no recuerdo haber sentido el menor asomo de erección–. ¿Te gusta hacer eso?
–Me gusta ser libre –sentenció–. ¿No sabes tú lo que es la libertad?

Los años me harían saber que fue su padrastro quien le había enseñado a ser libre. Él fue quien la volvió una experta en el sexo oral y en otras artes amatorias que terminaron convirtiéndola en la puta más solicitada en Las Poncianas, un antro ubicado en las afueras del Chiclayo. A ella le debo el guión que me hizo ganar el anhelado premio cinematográfico: La boca de Tatiana quiere ser libre.

Quizá porque nací sin estrella, el día que me anunciaron que había ganado y que tendría el apoyo suficiente como para echar a andar mi primer largometraje, no encontré a Tatiana en el lupanar. Éramos amigos cariñosos, los mejores. Estábamos por encima de cualquier pareja sentimental. Tiraba con ella y nunca me cobraba:
–¡Ahora ya tengo para pagarte! –pensaba decirle antes de darle la buena nueva, pero tuve que conformarme con otras rameras que no estaban a su altura. Mi celebración –como mi propia vida– no llegó a ser como la había soñado desde aquel día en que, ilusionado, envié por correo certificado mi trabajo creativo a la capital.

Rebeca –nunca podré olvidar ese nombre– fue quien me dijo que sin “ponchito” podíamos hacerlo “más rico”. Yo, ebrio de ron y de la estólida vanidad que dan los premios a quienes no estamos preparados para ellos, accedí, creyéndome Dios. Así fue como escogí esa muerta lenta que algunos llamaron la peste rosa.

De allí en más, renuncié de manera irrevocable a rodar mi proyecto premiado. Lo único que hice fue dejarme arrastrar por vanos intentos de escribir el guión que contara la historia de mi vida, la película que les contara a mis padres lo que era incapaz de anunciarles cara a cara: por qué motivo me estaba muriendo.

Los años pasaron sin pedir permiso.

Me miraba al espejo, explorando las primeras y extrañas lesiones que el avance de la enfermedad afirmaba en mi rostro:
–¿Me estás hablando a mí? –me preguntaba recordando a Robert De Niro en Taxi Driver. Aunque, en realidad, la pregunta iba dirigida a Dios. ¿Él nos castiga o simplemente nosotros marcamos el sendero de nuestro propio calvario?

Puedo renunciar al cine –me costó aceptarlo, lo estoy haciendo–. Puedo renunciar a las películas de mi vida –hace años que no veo ni siquiera los mejores largometrajes de Scorsese–. Pero jamás podré renunciar a esta enfermedad que me impide disfrutar del cuerpo (los labios y la lengua) de Tatiana. La amo tanto que, por temor a contagiarla, no me atrevo ni a tocar sus mejillas.

Desde el año pasado, trabajo en un camal clandestino, la sangre de las reses me hace recordar a mi propia sangre estragada por una estupidez capital. Me solazo recordando que no siempre fui así:
–Pude ser alguien en vez del fracasado que soy ahora –ratifico cada mañana antes de desollar al ganado, sintiéndome Jake La Motta en Toro Salvaje–. Ve por ellos, campeón, ve por ellos, campeón. Yo soy el jefe.

Antes lo hacía, sobre todo después de masturbarme pensando en Tatiana; ahora ya no lloro. Me he comprado un bloc de notas y anoche empecé a garrapatear un guión: Scorsese se enamoró en Pimentel… y nadie lo quiere creer. Sé que con semejante título estoy renunciando tácitamente a los premios. Y hago bien. Mi madre me dijo que renunciando se aprende, se alimenta el espíritu. Ser el jefe de mi espíritu, ése es un sueño al que, a pesar de todo, nunca renunciaré.

“Ve por ellos, campeón, ve por ellos, campeón”, me arengo cuando soy presa de las peores pesadillas. Siempre aparecen los mismos fantasmas. Las tinieblas me resultan inmisericordes: me recuerdan la estrella que nunca tuve.

Orlando Mazeyra Guillén, Perú © 2012

mazeyra@gmail.com

http://orlandomazeyra.blogspot.com/

© Fotografía del autor tomada por Johanna Zenteno, 2010.

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