El cuarto de planchado está en el último piso de la casa. Ahora, que no hay sirvienta, esa pieza luce vacía.
Ezequiel lleva seis meses angustiado, buscando un nuevo trabajo y tratando de escribir sus memorias. El siquiatra le ha recetado un ineficaz antidepresivo con nombre de ópera de Verdi: Traviata. Toma una cápsula en las noches, acompañada de un hipnótico que lo ayuda a dormir poco y mal.
Él, además, tiene muchas ganas de volver a beber, pues dos meses sin probar una sola cerveza le está resultando algo doloroso, insufrible, por eso le tiemblan las manos y las piernas y se pone a comer de una manera exagerada. Ezequiel es consciente de eso. Ha subido mucho de peso.
Se detiene en el último cordel: no le hizo caso a su madre (recogió también
las medias y los calzones), sólo restan un par de polos y una camiseta de fútbol
que él reconoce con un gesto no exento de júbilo. Escudriña el cordel con
detenimiento, lo tensa jalándolo hacia abajo y luego hacia arriba.
—Está
bueno como para matarse —concluye—. Aunque un poco complicado ahorcarse con un
cordel. Debe haber formas más sencillas.
Recoge la ropa e ingresa al cuarto de planchado. La cama es vieja y cuando uno se echa hace un ruido extraño. «Esta cosa está a punto de caerse», piensa Ezequiel, «como mi vida. Sí, como yo: a punto de caer».
Esta reflexión, luego de unos minutos bañados en titubeos, lo lleva a la
cornisa de la casa desde donde puede ver el auto verdolaga de su padre, aquél
que él nunca pudo manejar por ser un alcohólico irredento.
—Tu papá no te da
el auto porque bebes, ¿entiendes o no?
—No. No entiendo.
—¿Acaso tu
hermano menor se emborracha como tú?
—No me importa.
—A ti no te importa
nada: sólo te importas tú.
Son sólo cuatro pisos, sin embargo, si se deja caer de cabeza justo encima del automóvil Chevrolet quizá resulte. Sería una buena forma de poner fin a su vida, castigando de paso a su padre por su infinita mezquindad. Por no haberle enseñado a manejar, por no hacerlo parte de su vida. Por excluirlo de cosas a las que su hermano sí accedió. Todo lo que sucedía en el mundo le parecía un océano de injusticias. Un océano en el que deseaba hundirse de una vez por todas.
Está decidido. Lo hará. La pregunta es: ¿cuándo? «Ahora mismo», se dice con firmeza, «si no lo hago ahora, no lo haré nunca». Regresa al cuarto de planchado y se pone la camiseta de su club de fútbol, despacio, se la calza y se siente con ánimos renovados como cuando jugaba pichanguitas en el parque del barrio.
Vuelve al filo del techo y mira al auto reluciente: «¡Perfecto! Mamá lo acaba de limpiar». Tendrá que impulsarse para caer justo en el medio. Espera destrozarlo, incrustarse en él. Mejor que mejor si logra posicionarse en el asiento del conductor.
Retrocede varios pasos para tomar vuelo. Embiste contra la nada y se lanza de cabeza. Antes de llegar al suelo siente cómo su nuca apenas roza el parachoques.
No llega a decepcionarse por esta venganza torpe y fallida, el tiempo sólo le alcanza para sentir cómo, allá arriba, el vigoroso viento de agosto estremece a los cordeles.
Ezequiel acaba de perder el conocimiento: ya no hay más ansiedad… ni tampoco ropa tendida.
Orlando Mazeyra Guillén, Perú © 2011
http://orlandomazeyra.blogspot.com/
mazeyra@gmail.com
Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar
Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar
Otros cuentos del autor en Proyecto Sherezade: