Siempre que entro a la habitación vacía de un hotel pienso que ya no vive nadie en esa alcoba. Mucha gente ignora que los hoteles son, para los buenos viajeros, como las casas en donde crecieron (y a veces están por encima de ellas en los estamentos afectivos). Por eso, cuando me encuentro en un dormitorio que yace despoblado, siento una extraña nostalgia que evoca – aún sin haberlos conocido en absoluto– a todos los viajantes que ya han partido. Es en ese momento que entiendo con insondable nitidez lo que quiso decir aquel bardo peregrino: cuando alguien se va de un hotel, alguien queda. El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está solo, de soledad humana, el lugar por donde ningún hombre ha pasado.
Dejé mis cosas encima de la cama, puse las llaves de la habitación en mi bolsillo y, luego de solicitarle información al amable conserje, salí a conocer los alrededores. Llegué a un pub de seductora barra que estaba atestado de gente vocinglera que parecía pasarla muy bien. Su nombre jugaba con un lugar casi sagrado, en términos históricos: La Rocka del Moro. Uno de los dueños – un extranjero que debía ser catalán porque vestía un polo del Fútbol Club Barcelona– me despachó diligentemente un cubalibre con hielo y me recomendó visitar la playa cuando cayera la tarde:
– Lo mejor de acá son los crepúsculos – me informó convencido, entregándome
una servilleta con el logo del local– . Se lo digo yo que ya llevo acá más de
veinte años. No se pierda el de esta tarde: todos son distintos, cada uno tiene
una tonalidad peculiar, sorprendente.
– He visto tantos atardeceres que esas
cosas me dejaron de llamar la atención hace una punta de años – le confesé, y
apuré el vaso de trago recordando mi maldita escoliosis. Me puse de pie y
alargué la mano para entregarle un billete. Hice una venia de despedida y
regresé al hotel. Estaba muy cansado por el viaje: quería echar una larga
siesta. Cosa que hice apenas llegué a la habitación 107.
Luego de algunas horas, desperté. Y, al mirar hacia la terraza, lo primero que hice fue recordar las palabras del sujeto del bar: moroso, entraba por mi ventana, el crepúsculo del atardecer con el tibio aliento de esa lejana esfera flotante y cortada por la mitad, que ardía cada vez menos anunciando el arribo de la noche más triste de la temporada. La postal que tuve ante mí se insinuó en mis entrañas, rotulando un mensaje invisible que sólo podía entenderse como un mandato a volver a escribir: lo que fuera, cualquier cosa, inclusive garabatos, cifras, rúbricas, malas palabras, adagios, títulos de novelas, aniversarios de cumpleaños, números romanos, capitales de países, direcciones de correos electrónicos, equipos de fútbol o nombres de personajes famosos... pero escribir... hasta que, ¡por fin!, se fatigue el sol.
Recordé que llevaba años sin hacerlo, prácticamente desde que me fui de Lima para convertirme en un autómata embrutecido por la rutina de una ciudad pequeña y aburrida. Al notar cómo la fuerza del sol se desprendía por el firmamento como jugo de naranja derramado con exquisita simetría, sentí que yo mismo estaba derramando mis fuerzas en raciones imperdonables y absurdas: me encontraba en una fase declinante de mi existencia. ¿El crepúsculo de mi juventud? ¿O se me estaba dando una última oportunidad para corregir mi vida y llevarla por el sendero que siempre quise?
Ahí estaba otra vez ese estremecimiento interno del impulso creativo que se presenta cuando menos lo esperas – y que yo creí haber perdido para siempre– , pero que no te deja tranquilo hasta que lo acojas echando a andar el lapicero sobre la hoja o, en todo caso, haciendo danzar los dedos sobre el teclado del computador.
Cogí el primer papel que encontré a la mano: se trataba de una servilleta de La Rocka del Moro. Empecé a desdoblarla y la estiré pacientemente sobre la cama, aplastándola con las manos, antes de escribir la fecha con letras mayúsculas:
Traté profundamente de dilucidar cuál era la motivación de esta nueva
empresa. Habré estado sumido en esa cuestión alrededor de treinta minutos.
Luego, empecé a echar cabeceadas, hasta quedarme otra vez dormido. Fue cuando me
encontré con él: vestía un traje modesto, como siempre. Un raído pantalón de
corduroy del mismo color nuez de sus ojos, una camisa blanca de manga corta como
las que alguna vez usé para ir a la escuela y unos zapatos mocasines a los que
parecía haber acabado de embetunar. Estaba erguido, como perdiendo en el ocaso
su mirada de mascota aburrida, con esa palidez tan suya que resaltaba la
tonalidad lechosa de su tez de oso polar. Después de un rato me volvió la
mirada, sin amor: parecía tragar su propia saliva porque su manzana de Adán
ascendía y descendía frenéticamente como ascensor malogrado. Me miraba ansioso,
tratando de reconocerse en mí como si yo fuese un espejo. Juntó el entrecejo y
sus cejas oscuras parecieron formar olas sincronizadas que chocaron formando un
par de arrugas que atravesaron su frente, verticalmente, hasta perderse en su
pelo.
– ¿Cómo estás, Alonso? – preguntó sin abrir mucho los labios, con un
semblante distraído pero al mismo tiempo inquisitivo.
– ¿Papá? – reclamé en
forma de pregunta.
– Me siento como agarrotado – confesó frotándose los
hombros– . Es raro: estoy como cansado de dormir, de no hacer nada. ¿Te
imaginas? ¿Alguien se puede cansar de dormir?
– No sé – respondí sin saber de
lo que hablaba– . Todo cansa, dicen... hasta la belleza cansa.
Se apartó con
una impresión tristona, comenzando a caminar en círculos como si estuviera
esperando que algo sucediera.
– Ya lo peor ha pasado – sentenció como
tratando de esclarecer un asunto de enrevesada naturaleza– . Esto de no verlos
es un suplicio que se hace costumbre y la costumbre está hecha de tiempo... y el
tiempo destruye...
– ¿Qué destruye? – inquirí sorprendido.
– El tiempo lo
destruye todo – dijo sin mirarme y sentí sus palabras como una estocada a mis
sueños de reencontrarme con él en otra vida.
– ¿Qué se siente, papá?
– Eso
es lo extraño.
– ¿Por qué?
– Porque yo siempre me pregunto eso: ¿qué se
siente? Pero, aparte de esa rara sensación de cansancio, nunca siento nada.
–
¿Y acaso sabes en dónde estás?
– Al final no importa, hijo – me dijo,
derrotado por una penosa resignación.
– ¿Por qué?
– Porque no estoy con
ustedes.
Nuestro diálogo fue preciso y rápido. Cargado de confesiones de su
parte, y de escepticismo de la mía. Había una ineluctable carga onírica que nos
apresaba y le restaba realismo a nuestro encuentro.
– ¿Cuándo volverás a casa
con tu madre? – reinició él, tratando de robarme alguna confesión
reveladora.
– No lo sé.
– ¿Te acuerdas de lo que me decías?
Y lo
recordé: sabía muy bien de lo que hablaba, pero negué en silencio moviendo la
cabeza. Él insistió:
– Lima es el Perú...
– Y el Perú es Lima – completé
avergonzado.
Durante unos instantes nos miramos consternados.
– Es que no
encontré trabajo, papá – le informé– . Se me presentó la oportunidad de venir a
Arequipa y me vine sin dudarlo, ¿hice mal?
– ¿Por qué me lo preguntas a mí?
¿O acaso soy el dueño de la verdad?
– No es eso – repuse– . Sino que debes
estar más cerca de ella, papá.
– Si de algo estoy seguro, Alonso, es de que
la verdad no existe. La verdad es un mal necesario que nos ayuda a tratar de
entender lo que nos pasa, pero siempre nos pasarán cosas nuevas, cosas que nadie
entiende... como lo de ahora, como lo que estamos haciendo en este mismo
momento.
– Pero todos tenemos una verdad personal, papá.
– Otros no somos
capaces de conservarla y la perdemos: yo la perdí en Jauja, la dejé ahí, la
abandoné y nunca me lo voy a perdonar.
– Y yo la dejé en Lima, ¿eso me tratas
de decir?
– Hijo, ni tu madre ni yo tenemos respuestas para tus
tribulaciones: tú eres el único que sabe cuál es su verdad. No trates de
buscarlas en hoteles sino en ti mismo, no lo olvides.
– Si tu intención es
ayudarme, no lo estás logrando – le confesé abiertamente.
– ¿Vas a ponerte a
escribir? – preguntó, y no tuve tiempo para ensayar una respuesta porque en ese
preciso momento desperté.
El rumor de la noche ya se colaba por la entrada de
la terraza.
En la cama del hotel descansaba la servilleta que, sin darme
cuenta, había llenado en ambas caras. ¿En qué momento? ¿Cuando dormía? La empecé
a leer, estupefacto:
El crepúsculo nunca viene solo: esta tarde vino con papá. Al parecer, él decidió volver de la muerte sin avisarlo con antelación. Fue una visita repentina y edificante. Habló conmigo de muchas cosas en tan poco tiempo. Lo vi bien: entero y saludable. Aunque un poco aburrido. No sé si después de morir uno puede volver a estar así: cansado de no hacer nada, decía él.
Me dijo, siempre entrelíneas, que si quería escribir lo hiciera. Que era normal sentirle miedo al fracaso. Pero que sólo el tiempo y la escritura me ayudarían a deshacerme de ese temor que, como la luz del crepúsculo, irá desapareciendo de a pocos. Me advirtió, también, que lo más probable es que yo fracase muchas veces; pero que, si persisto y sigo escribiendo, nada catastrófico pasará. Es decir, que debo escribir sin prever terribles consecuencias ni tampoco aplausos atronadores.
Vivir, para algunos, no consiste en esperar la muerte con actos que la despisten, sino en combatirla simbólicamente con palabras. Creo que lo primero que haré es escribir sobre papá. Sé, desde ya, que no será nada magnífico ni tampoco horrible: simplemente una historia hecha de palabras, nada más. ¿No estará hecha de sólo eso la literatura? No lo sé, pero no quiero irme de acá. Talvez me atreva a hablar con el dueño del hotel y pedirle que no lo cierre, que me lo venda o alquile durante el verano, cualquier excusa será válida... Me creerá loco si le digo que a su hotel le estoy infinitamente agradecido, porque el crepúsculo no vino solo: trajo consigo a mi padre.
Papá ya ha partido del hotel, pero en el fondo se ha quedado conmigo. Y no es el recuerdo de mi padre lo que queda, sino él mismo. Y no es, tampoco, que él se quede en este recinto, sino que continúa por estas paredes que tienen el sabor de esa verdad que todos los viajeros encontramos en los hoteles que nos saben arropar.
Orlando Mazeyra Guillén, Perú © 2008
mazeyra@gmail.com
URGENTE: Necesito un retazo de felicidad (Lima: Bizarro Ediciones,
2007), es su primer libro de relatos. Estudió en el Colegio De La Salle y en la
Universidad Católica de Santa María. Con Todo comenzó en la Universidad ganó el
Primer Premio Nacional Universitario NICANOR DE LA FUENTE (2003), organizado por
la Universidad Nacional Pedro Ruiz Gallo de Lambayeque (los jurados nacionales
fueron Oswaldo Reynoso y Óscar Colchado). Es columnista del diario El Pueblo de
Arequipa y colaborador de la revista literaria Hermano Cerdo de México y el
diario Noticias de Arequipa. Ha publicado en El Parnaso (Granada), Cervantes
Virtual (Alicante), El Hablador (Lima), Letralia (Venezuela), Destiempos
(México) y en el Proyecto Patrimonio de Santiago de Chile. Dos de sus relatos
han sido seleccionados por el Proyecto SHEREZADE (Canadá). Otras de sus
producciones aparecen el PROYECTO QUIPU que promueve el crítico Gustavo Faverón
y en la bitácora GAMBITO DE PEÓN del escritor Ricardo Sumalavia.
Su ensayo
"¿Peruano, yo? Arequipeño tampoco" ocupó el tercer lugar en el Primer Certamen
Literario organizado por la Alianza Francesa de Arequipa y el Semanario de
política y cultura El Búho.
Administra la bitácora Manuscritos de
un diletante: http://orlandomazeyra.blogspot.com/
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